Yoel Eduardo decide
meter la energía en el trabajo, el teatro. Aferrado al seguidor ilumina las
escenas de la obra. Lleva dos días sin mirar el celular. Necesita cicatrizar las
heridas que La China Suárez le dejó en el corazón. El amor rima con dolor, dicta
su parte racional, pero, su parte blanda, la del afecto, no está para tintineos
poéticos, da cuenta que se desangra.
Termina la segunda
función del domingo. Entran los de limpieza. Yoel Eduardo se queda abrazado al
reflector apagado. El calor menguante, lo contiene. Escucha hablar al actor
principal con el secundario. Por suerte, se consuela, no conversan de minas. El
actor principal le dice al secundario que tiene que hacer algo de Comedia
Musical, le sugiere correrse del lugar de obras como esta de puro parlamento,
con textos pretensiosos, de un romanticismo psicobolche, que (según sus
palabras) solo sirven para los Comunistas de este teatro, que son zurdos de la
billetera para afuera. La Comedia Musical te hace popular y ahí te llega la
guita grande, le aconseja. El actor secundario dice que sí con la cabeza. Yoel
Eduardo, también y, al hacer gesto, le mete un frentazo al reflector, el eco
latoso se expande por la sala, los actores miran arriba y Yoel Eduardo (que
para plantar la escena es un as) manotea el celular y se hace el muy interesado
en lo que dice la pantallita.
Ahí descubre que su
amigo Gonza le tiró veinte llamadas perdidas. Le da culpa. No puede ser tan
forro con su amigo. Gonza no tiene la culpa de lo que pasó con La China Suarez.
Le tira una llamada perdida. Gonza lo llama al toque. Hablan un rato, Gonza le
pone ficha, le explica que por una que salió mal no se puede caer, le habla de
eso de que hay siete mujeres por cada hombre, entonces, le cuenta de un
coeficiente estadístico, resultante de dividir uno sobre siete y que si
proyecta eso al listado de teléfono que le pasó de ciento noventa y cuatro
actrices famosas, da que veintisiete de esas actrices son para él. Yoel Eduardo
no valida la ponencia matemática del amigo, un puntito de ilusión emerge en su
horizonte. Gonza va por más, le aconseja que ajuste el disparo, que piense en
alguna mina que conoció en “uno de esos talleres de mierda que van los
actores”. Yoel Eduardo se pone dubitativo y Gonza arremete, le sugiere que
piense en una con la que vivió un momento memorable, una muestra de fin de año,
como cuando lo acompañó a la muestra del taller de Comedia Musical de Patricia
Palmer. El puntito de luz es un sol. Qué Gonza mencione “Comedia Musical” y
que, hace minutos el actor principal también lo haya mencionado, le parece una
señal, de la buenas.
Yoel Eduardo le dice a
Gonza que recuerda perfectamente ese día, lo que no le dice es que se acordó
que, entre sus compañeras de actuación, estaba (en ese entonces, una ignota)
Dolores Fonzi. Mientras lo rememora, el corazón le late. Le agradece a Gonza,
por todo. El tono de voz denota que ha vuelto el Yoel Eduardo potencia. Corta,
le explica, necesita laburar con el celu.
Tira el culo al piso,
se hace una bolita, no le dan las manos para operar el teléfono. Sobre la
cabeza, el reflector, irradia lengüetazos tibios.