miércoles, 15 de junio de 2011

Bitácora editorial XVII - Gota de silencio

El aire se espesa. Los sonidos del ambiente se repliegan. Separo los dedos del teclado, me agazapo, aguanto la respiración. La gota de silencio cae desde el techo, perfora el aire, explota en el suelo y empiezo a ver todo turbio.

Este fenómeno de la gota de silencio aparece de la nada (como cuando en medio de una conversación se produce un silencio y alguien dice “pasó un fantasma”) y hace que todo lo vea turbio.

A este extraño evento lo conocí a mediados de los noventa, cuando trabajaba de inspector fiscal de la entonces DGI.

Me habían encomendado una tarea simple: ir a unas direcciones y consultar a ciertas personas si habían recibido la beca de una Fundación de nombre raro, sospechada de ser fraudulenta. No me dieron más detalles y me dijeron que me tomara el resto del día para hacerlo. Las tareas de inspección en la calle me encantaban, no por el trabajo de alcahuete del Estado que siempre me pareció espantoso, sino porque manejaba mi tiempo para ir a estudiar y no tenía que estar detrás de un máquina de escribir actuando el rol de empleado público.

Al mediodía pisé la vereda de avenida de Mayo para alejarme de la DGI. El frío porteño de aquel mes de Julio, con lo simple de la tarea, auguraba una vuelta a casa temprano para disfrutar de unos mates calentitos con bizcochos. Subí al subte B y bajé en la estación Angel Gallardo. Caminé en sentido contrario al tráfico de la avenida Estado de Israel y llegué hasta la calle Jufré. Ubiqué el número del edificio de departamentos y toqué el timbre. Nadie contestó. Insistí con el timbre. La voz de un hombre brotó desde el parlante. Al minuto, el hombre bajó y abrió la puerta. Le expliqué quien era, que tenía unas preguntas sobre una Fundación. El tipo me escuchó sin sacar la mirada de las baldosas. Podría haberme dicho que no me podía atender, pero me hizo pasar. Subimos cuatro plantas por ascensor e ingresé a un departamento de vivienda donde me envolvió el aroma a repollo hervido y el sonido de la tele sintonizada en Nuevediario. El living tenía una mesa recortada por la luz de una lámpara que pendía del techo. A la mesa estaban sentados un chico y una chica con tenedor en mano y los labios pintados de comida. Sobre la mesa había tres platos humeantes, tres vasos y una jarra a la mitad de agua. Me disculpé por interrumpirles el almuerzo. El hombre no abrió la boca y apartó una silla para que me siente, se ubicó a mi diestra y empujó su plato hasta que topó con el cristal de la jarra. De frente a mí, y a través de las hebras de humo, parpadeaban los ojazos de los chicos. Abrí la carpeta, saqué la notificación de no más de diez líneas que mencionaba la Fundación de nombre raro que decía haberles otorgado una beca. Hice el punto y aparte y el hombre, sin dejar de recorrer con su mirada la cuadrícula del dibujo del mantel, dijo con voz ripiosa: “Le confirmo que mis hijos fueron becados a Israel en el marco del Programa de Asistencia que la Fundación otorgó a la familias de las víctimas del atentado de la AMIA”. Los pestañeos de los chicos mordían el aire. De repente, el barullo de la tele se replegó, la gota de silencio atravesó el aire espeso, explotó contra el parquet y vi todo turbio. Guardé la hoja en mi carpeta. Me puse de pie y enfilé para la salida. Al lado de la puerta había una mesita con un candelabro metálico de nueve brazos sin velas y un portarretratos de plata. En la foto estaban el chico, la chica, el hombre y una mujer que entonces sonreía y seguro se sentaba en la silla en la que yo había apoyado mi culo para hacer el papel de hijo de puta que el gobierno del Dr. Menem había guionado para mí. Bajamos por el ascensor sin hablar. El hombre abrió la puerta de calle y ni siquiera pude saludarlo. Cagado de frío y con ganas de vomitar hasta la última lágrima que me había tragado, crucé la avenida para ir a la placita triangular que tiene por hipotenusa la avenida Estado de Israel y completa los lados con las calles Rocamora y Yatay. Abrí la carpeta y revisé las demás direcciones, quedaban en Villa Crespo y Almagro. El resto de la tarde, hice todo a pie y comprobé que se trataban de domicilios particulares y no volví a tocar el timbre, me di cuenta que el Estado para el que yo trabajaba en lugar de buscar a los responsables de la bomba, miraba para otro lado. Y en lugar de proteger a las víctimas del atentado, se refocilaba mandando a pelotudos como yo a revolver con un chuchillo las heridas abiertas de las víctimas. Ese día, es mismísimo puto día, decidí que no iba a trabajar más para el Estado.

Y ese día, también, conocí el fenómeno de la gota de silencio, ese que me hace ver todo turbio.

Y eso acaba de suceder mientras me miro la mano con el tatuaje de las cinco estrellas que me hicieron los de la misa de los Empleados del Millón y el azul de las cinco estrellas sobre mi piel se pone difuso y, al frente, la pantalla refulge tan ocre como este cielo de Buenos Aires encapotado de cenizas. Y la deuda del bar socaba mis pies de barro y los pibes de gorrita me persiguen para cagarme a palos. Todo está turbio.

Suena el timbre. Mi mujer no está, no tengo obligación de atender. De nuevo el timbre ¿Y si son abogados? ¿Y si el portero les abre como hizo con el policía? Nada de cuervos cobradores de morosos adentro de casa. Los frenaré en la puerta.

En la planta baja está la moza del turno mañana, vestida con su delantal morado y ese pelo naranja. Me saluda del otro lado del vidrio cuando salgo del ascensor. Me la veo venir, cae para preguntarme cuando voy a ir a saldar mis deudas. Avanzo con pasos lentos, no sé qué voy a decir.

Abro.

“Juan, ¿qué pasó que te fuiste corriendo? Los pibes se quedaron preocupados”. Digo que no con la cabeza, pero me sale un semi-no, cabeceo para la izquierda y ella me larga “Ah, querés que pase para hablar más tranquilos” y redondeo los ojos con desesperación, pero me sale como si asintiera. No puedo hablar, es esa gota de silencio. Ella ingresa al palier, doy un paso atrás, empuja la puerta de calle con el traste y empieza: “Quedate tranquilo, los pibes van a juntar la guita, no vas a deber un mango a nadie. Eso te querían decir el jueves pasado cuando saliste corriendo. Yo me apuré a llegar a tu casa, pero solo te vi entrar a los pedos. Los pibes están flasheados con vos. Dicen que te vieron volar por arriba de la santería cuando te saltó el Rottweiller, creemos que sos la estrella del medio y hay que ayudarte. Para eso somos los hermanos Del Millón. Los pibitos no van a dejar una moneda en el barrio hasta juntar el número de ese cheque sin fondos que tenemos en el bar”.

Estiro los brazos, abro la palmas queriendo decirle que pare todo y ella me baja los brazos “No tenés que agradecer, somos hermanos Del Millón. Quedate tranqui, cuando ellos dicen carnaval, se afanan hasta los pomos. Vas a ver qué rápido la juntan. Así que venite al bar, está todo piola, tomate tu té de tilo y trae a esa, la que te dio el cheque”. Hace una pausa, me aprieta los antebrazos y retoma: “Traela al bar, así se aclara todo”. Y a esta frase final la dispara con fuego.

Me sale un gracias por todo, ella suelta los brazos. Que se me afloje la lengua es síntoma que entré en la resaca del efecto de la gota de silencio.

Le abro la puerta y ella va para el bar al trotecito.

Me quedo un rato mirando para la vereda. Sobre el cordón hay astillas de vidrio, signos normales del hurto de un auto. Los pibitos de gorrita ya empezaron a ocuparse de mi.

lunes, 6 de junio de 2011

Bitácora editorial XVI - Marcación santa

Me miro la mano derecha y todavía no me entra en la cabeza cuando y como lo hicieron. Seguro fue en la última misa. Ni bien me señaló el dedo acusatorio del Pastor quedé en estado de shock; por eso no me dí cuenta. Es que no me esperaba ser el centro de la ceremonia y menos, enterarme por boca del ex Mozo devenido en pastor, el haber provocado una crisis financiera en el bar con ese puto cheque que me dio Puerta del Libro.

La incriminación del Pastor me enloqueció y, ni bien se terminó la ceremonia, salí disparado. Los gorilas de la puerta del templo no opusieron resistencia a mi salida. Tampoco me saludaron. Es más, gruñeron.

Emprendí el regreso a casa en el sentido inverso al que había ido para encarar una travesía de trescientos pasos y evitar los ventanales del bar con el cheque sin fondos metido en la carpeta de deudores morosos.

Estaba a media cuadra de la puerta del templo cuando percibí que una procesión de pibitos con gorritas venía tras mis pasos. Una descarga helada serpenteó desde mi nuca hasta la médula. Suelo caminar rápido, pero ni bien doblé a la derecha (en la esquina de Frías para tomar por Vera), empecé a caminar más fuerte todavía, casi corría; me imaginaba a los devotos de la Misa de los Empleados del Millón encima mío y cagándome a trompadas. A mi respiración agitada se sumaba un murmullo que crecía a mis espaldas “Del Millón, Del Millón” y, en medio de la penumbra, me choqué un perro Rottwellier que estaba con una pata trasera levantada y descargando meo al macetero instalado en la vereda de la Santería. El perrazo me mostró los dientes, cortó la meada, bajó la pata y se me vino encima. A la dueña (al lado del perro la mujer parecía un pequinés) se le escurría la cadena entre las manos. Me fui contra la pared de la Santería para esquivar el primer embate del animal, piqué con la punta del pie derecho en el escalón pulcro del comercio, dibujé una elipse en el aire para sortear un zarpazo de la bestia y empecé a correr. Los ladridos enmudecieron cuando llegué a la esquina de Angel Gallardo. Aminorando la velocidad, pero sin detenerme, giré la cabeza: la cuadra de la calle Vera solo era habitada por las sombras de la noche.

Pasé de trote a caminata y comencé a recuperar la respiración normal, aunque no la calma. Supuse que mis perseguidores (con perro incluido) al ver que llegaba a la Avenida Angel Gallardo prefirieron no exponerse y cambiaron el sentido de la persecución para sorprenderme en la puerta de mi departamento. Ya no volví a correr, no podía despertar sospechas y hasta saludé al Ferretero mientras este cerraba las cortinas de su negocio. El tipo ignoró mi gesto.

En el palier del edificio, por suerte, no estaban ni el portero, ni los pibitos, ni el perro Rottwellier. Por culpa de mi pulso torpe tuve que hacer tres intentos hasta embocar la llave en el tambor. Di dos giros y me metí en el edificio. Surqué el palier con la mirada clavada en el piso para evitar la mirada fisgona de las cámaras de seguridad (imaginaba la placa roja con letras blancas de Crónica TV “Imágenes inéditas del estafador del bar de Villa Crespo”). El ascensor estaba en Planta Baja, me metí adentro, marqué mi piso y a segundos de iniciar el ascenso, por la mirilla de la puerta del ascensor, llegué a identificar en la vereda a la Moza de la mañana (mi compañera de fila en la misa) mirando hacia adentro del edificio.

Entré a casa con el corazón en la boca. Me estaba sacando los zapatos cuando sonó el timbre. Mi portero eléctrico no anda. Tampoco tenemos el servicio de camarita de seguridad que te dá el cable porque fuimos los únicos en no contratar la tevé por cable en descontento con la empresa y el consorcio porque consideramos que el que se le instale y brinde sin cargo el servicio de televisión por cable al portero si y solo sí el resto del edificio se adhiere en exclusiva a esa empresa es una coima. A los vecinos nuestro planteo les pareció un pelotudez. El timbre volvió a sonar y mi esposa, que se estaba bañando, gritó “Bajá a atender”. Me hice el boludo y me quité la campera. Al tercer timbrazo, desde los vapores de su ducha brotó un “¿Vas a ir?” que le salió como preludio de declaración de guerra. Le dije que si, que ya bajaba porque no quería meter un foco belicoso en mi propia tierra, ya bastante tenía con lo del cheque sin fondos. Lo mejor era evitar conflictos, a nosotros no nos gusta pelear por cositas, solo guardamos nuestros juegos de dialéctica hegeliana para cosas de mayor importancia y con largos períodos de paz entre cada batalla. Y si bien traer a la casa una deuda morosa ameritaba la instancia de conflicto dialectal (de esos que van desde la cena hasta el desayuno del día siguiente), preferí despejar chisporroteaos con gestos de docilidad y con voz dulzona le dije un ya voy mi amor y me calcé las zapatillas como chancletas. Me monté al ascensor con los dientes apretados. Iba preparado para encarar a mis persecutores, estaba jugado.

Al abrir la puerta de chapa del ascensor solo vi al policía de la cuadra pegado al portero eléctrico. Pensé que venía a meterme preso tras recibir la denuncia de defraudación al bar. En ese momento pensé que lo mejor era haberme enfrentados a las trompadas de los pibitos y los colmillos del Rottwellier. No podía ir en cana, sudaba frío y en medio de una reedición Raskolvnikiana (emprender la fuga para evitar el castigo de mi crimen) el Porteo apareció en el hall, prendió todas la luces y me largó “¡Juan estás ahí! Atendelo al policía que te está buscando” y encaró hacia la puerta para abrirla y hacer entrar al cana.

Yo arrastraba las pisadas al avanzar, iban en cámara lenta, como si realmente las cadenas anudaran mis talones y en la espalda pesaran toneladas de culpa.

El policía sostenía la puerta de calle abierta por el portero con el muslo derecho. El portero me palmeó la espalda y se retiró de la escena. El cana no abría la boca y me llevé la mano a la sien derecha para saludarlo. “Otra vez haciendo la venia, puede dejar de hacerse el gracioso. Salude como un hombre” y me estiró la mano. Bajé el brazo derecho y pegué mi palma a la de él. Me envolvió la mano con sus dedos tamaño chorizo y, así agarrada, se la llevó a su cara. “Impecable, le quedó impecable”. Le iba a preguntar qué era lo impecable cuando soltó el agarre de mi mano y pude ver sobre la porción de piel que va desde la base del dedo gordo hasta la del índice un tatuaje azul de una estrella que en cada punta tiene una estrella y en el centro una quinta estrella”. Pasé sobre el dibujo la yema del dedo gordo izquierdo, pero no lo pude borrar. Cuando busqué al policía, este ya se había ido.

Al reingresar a casa, mi mujer me salió al cruce “¿Quien era el pesado que se quedó pegado al timbre?” y le dije que eran los de la iglesia. “¿Qué iglesia?” me preguntó ella desde el cuarto y, envolviendo la mano derecha con los dedos de la izquierda le respondí que eran Testigos de Jehová y que al bajar ya se estaban yendo, que no había tenido la oportunidad de decirle que no vuelvan a tocar en otro momento. “Siempre tocan el timbre en los momentos más inoportunos”, dijo ella y yo le dije que sí y me colé en el baño para pegar dos curitas sobre el tatuaje.


Y llevo varios días con esa marca en mi piel. Probé con todo y no se borra. El jueves no fui a la misa de los Empleados del Millón y si salí una vez a la calle es mucho. No pude juntar fuerzas para poner la cara en el bar. Lo raro es que del bar no me hayan tocado el timbre. Estarán esperando unos días para mandarme una carta documento. Y, seguro, deben tener testigos, toda una coartada para meterme en cana.

Mientras tanto la querida Puerta del libro no da señales. No me contestó las emails que le envié para aclarar el asunto de este cheque. Lo único que hizo es poner en su muro del Facebook “Un concurso se cierra y una puerta se abre”. Esta escuálida no estará hablando de la puerta de la cárcel. Si es así, además de cagadora, de hacerme escribir al pedo decenas de hojas de un libro de autoayuda que desestimó y después la novela de un concurso que había ganado por anticipado cuyo premio se pagó con cheques sin fondos, arriba de todo, la mina es sínica. Le gusta reírse de mi desgracia. Que no me haga calentar esa escuálida porque si exploto, otra que el volcán que llenó de cenizas a Bariloche, si exploto no te salva ni el monstruo Nahuelito.

viernes, 3 de junio de 2011

El loco Vega - Concurso de Lebensohn

En Mercedes hay (o había) un loco de apellido Vega.
A principios de los Ochenta, mi viejo tenía un negocio de audio y yo solía coparlo en las siestas para escuchar música a todo volumen en los equipos que estaban a la venta. Una siesta el loco golpeó la vidriera. Bajé el volumen, abrí la vetana de la puerta de calle, estiró la mano para que lo salude y me pidió un disco. Le dí un simple de Queen (que hoy tengo en exhibición sobre un Winco). Vega lo agarró con cuidado y se llevó el disco a la oreja derecha. Empezó a mover la cabeza y me dijo (levantando el tono de voz):"Está buena la música".
A ese loco le dediqué un relato. Ese relato fue seleccionado en el concurso literario de la Fundación Lebensohn.
Si te lo cruzás a Vega, ande por donde ande, por favor, contale.

Tripas reduction en revista Próxima

Ya podés comprar el nuevo número de revista Próxima. Allí encontrarás mi relato "Tripas reduction" que es un homenaje y/o nueva escritura a partir del cuento "El almohadón de plumas" de Horacio Quiroga.-
Escriben Ponce, Gardini, Sar, Candal, Biondino, Martin.


http://revistaproxima.blogspot.com/