jueves, 21 de abril de 2011

Bitácora XI - Cuchillo Pascual

Las palabras de la editora italiana que subí al muro y hablan de que hubo un tiempo en que era posible enamorarse del autor fueron para Puerta del libro. No porque le tire onda. Al publicarlo, intenté marcarle la cancha, mojarle la oreja, calentar la previa de nuestro encuentro en el bar. Ella, en el Facebook, siquiera puso un “me gusta”, pero sé que lo leyó. Y, en minutos me voy enterar qué efecto le produjo porque ya estoy en la puerta del bar. Por suerte pude esquivar al portero de mi edificio y me salvé de la gastada por el empate con Tigre. De lo que no me voy a evadir es de saldar “mis cuentas”. Cuando el policía me acompañó a sacar plata del cajero para el gasto de la ferretería me sugirió: “al importe de la ferretería súmele lo del bar, no me va a dejar la cuenta impaga”. Con él no me puedo pasar de listo, el tipo es un pesado. Ya vi como se pertrechaba (con mi dinero) de clavos miguelito, bolsitas y cemento de contacto. Nadie me saca de la cabeza que esos clavos originan los múltiples asaltos a los autos que pasan por el parque y que la paga a los ladronzuelos por la faena viene en bolsitas con pegamento. En la puerta de mi edificio siempre hay un pendejo aspirando de la bolsita, ya sé quién lo provee. Los pibes andan todo el día con los párpados caídos y una orla de pegamento alrededor de la boca. Miran el tráfico a través del nylon, la mirada borrosa busca un objetivo y él los maneja a todos.

Sigo camino, flanqueo la puerta y me topo con el aroma de café y el volumen de la tele en Crónica TV. La moza está de espaldas a la barra, con la espalda algo encorvada y la cabeza hacia delante. Anda despegando tapas de empanadas de una pila de por lo menos cien tapas. Mete sus uñas largas y pintadas con esmalte verde entre tapa y tapa; luego las apoya sobre una mesada de mármol. Me quedo tildado en el dibujo de un tatuaje que tiene en la mano izquierda. Es un hada que porta por bufanda una serpiente. Debajo el dibujo, en un azul difuso, hay cuatro puntos dispuestos en forma de cruz.

“Hoy salen empanadas de atún. Nada de carne, nada de pecado, en esta casa cuidamos la memoria de Jesucito y al que no le guste lo clavamos en la cruz”. En el espejo, que nace desde la mesada hasta el techo y queda enfrente de ella y de mí, le busco la cara. No sé si lo que dijo va en chiste. Los pelos llovidos le cubren desde los ojos hasta la mitad de la boca. Prefiero pensar que fue una humorada y que, además, ninguno de esos pelos teñidos de naranja van a ir a parar a las empanadas. La chica se despeja media faz del rostro y, sin quitar las manos de la operación sobre las tapas de empanada, me habla por el espejo, “no sabe que buenas van a estar con este relleno de atún y huevo picado. Las primeras son para usted”. Sobre la cornisa de su labio inferior equilibra un pelo naranja que está al caer y tiene por red la olla con relleno. Disimulo mi asco y le digo que le agradezco y que esta semana hago ayuno y le pido un te de tilo. “¿Se lo sumo al pago de la cuentita? El Oficial me avisó que pagaba todo…” la interrumpo y le digo que para eso estaba ahí, parado en la barra, para saldar deudas. Ella da medio giro, mete la mano en un cajón, saca un cuaderno y me dice “Debe doscientos cincuenta más veinticinco de propina, total doscientos setenta y cinco pesos”. Estiro el cogote y leo en el listado de mi cuenta Whisky doble y al costado cinco palitos puestos como en el tanto del truco. Me encantaría saber si el policía se los toma cuando está de servicio. La moza cierra abruptamente el cuaderno, le suelto tres billetes de cien y le digo que al té lo espero en la mesa de siempre.

Me hago paso entre sillas vacías, llego a mi mesa, la del fondo, y me siento debajo de la tele. Crónica TV pasa en imagen ralentada el cuchillazo que un tipo le dio a otro que estaba esperando atención médica en la guardia del Hospital Santojanni. El agresor sale de la guardia cuchillo en mano, los demás pacientes huyen espantados (y curados en susto) y el herido barrena sobre un río de sangre que tiene por vertientes sus venas cortadas. La imagen la repiten una y otra vez.

Necesito urgentemente ese tilo.

La moza cae con la taza de te y el vuelto. Me acuerdo del policía manguero y mafioso de mi cuadra y pienso si la Ministra no quisiera mandarlo a este a cuidar el hospital y conmigo haría Patria.

La bicicleta del mozo está en el patio. Las ruedas lucen la erosión del olvido. Tengo que preguntarle a la moza si no vino alguien por la bicicleta, tengo que cerrar el avistamiento que hice la semana pasada, desde mi balcón, del antiguo mozo.

Me doy vuelta para llamar a la moza y con quien me topo es con Puerta del libro, está parada detrás del respaldo de mi silla. Me sobresalto, no la oí entrar. Le suelto un hola y ella me da la mano. Se acomoda en una silla y quedamos enfrentados. Le pregunto que toma y ella me dice “ya pedí”, al segundo cae la moza con un café doble y una medialuna.

Ella dice “No perdamos tiempo, me trajiste el manuscrito” y ahí saco chapa de canchero y le digo que antes le quiero explicar que lo que le escribí remite a mi infancia dentro del comercio familiar como ella me pidió. Se llama Robots todavía no vendemos y alude a una publicidad de 1974 del negocio de mi padre. La editora escuálida rompe un sobre de azúcar con fuerza bruta y los granitos blancos se expanden por la mesa e inundan las marcas sobre la madera. Prosigo con mi venta del texto y le cuento que el narrador es un niño de doce años y todo lo ve como si estuviese en Star Wars, que es una historia que habla de la contaminación del ambiente. Tomo valor, me emociono y cierro con que el libro está pensado para incluirle dibujos y música. Con gesto triunfal, me prendo a la taza de té. Estoy convencido de que le gané, le traje una nouvelle inédita (tan inédita como mis otras 5 novelas) y se la enchufé, le hice el cuento que la escribí para ella. Puerta del libro revuelve el café, el silencio se prolonga. Sorbe con ruidos y eso me incomoda. Apoya la taza, me mira fijo y suelta “Vos te pensás que vamos a editar un libro con ilustraciones y un CD con música; como se nota que la plata no la pone el autor. Para pensar en el libro y su arte estamos nosotros, vamos, dame el texto, el que acordamos, no me hagas perder tiempo que lo quiero leer en Semana Santa. Esto de Robots ya lo tenías escrito, ¿te pensás que no hice scouting sobre tus trabajitos? Lo dice tu blog: lo leíste en los ciclos Cronopios y Outsider y el primer capítulo está publicado en Revista eñe en España. Vamos, dame el material que acordamos”.

Le digo que yo no acordé nada y me retruca “Vas a echar a perder tu carrera, morir inédito es lo peor”, es lo último que larga y suelta sorbos intermitentes sobre el café. Recorro las figuras talladas sobre la madera de la mesa y llenas de azúcar.

Posa la taza, me mira fijo: “Vos te crees vivo. Querés tener algo conmigo, ¿querés que me enamore de vos? Primero estoy muy bien atendida. Segundo, lo nuestro es negocio. Y de eso quiero hablarte. De tu libro haremos diez mil ejemplares directamente en bolsillo. Solo imprimimos cien en tamaño estandar y fraguamos la cantidad vendida para pasar a bolsillo. La gente quiere comprar todo chiquito, barato y sabe, que si es bolsillo, es un libro éxito en ventas. La gente lee, mejor dicho, compra los libros que los demás compran. Solo hay que hacer rodar la rueda y no se para más. Vas a cobrar el diez por ciento y la mitad de eso es para mí. Me lo traes al bar cada vez que yo te pague en la editorial. ¿Qué pones esa cara? Esto es lo más normal y si querés publicar yo te explico cómo se hace. Y mi consejo incluye también cómo tenés que escribir. ¿Entendés?”.

Le digo que me suena raro, que me está metiendo en un compromiso, que yo nunca participé en coimas y se pone fría como el metal de una espada: “Estos son honorarios, un sueldo plus para hacer más digno el trabajo de editora. No se puede vivir del salario de la editorial”. Se pone de pie, no se si está enojada, está rara, nunca antes la había visto así. “Para que las cosas queden claras, al compromiso ya lo asumiste, tenemos un acuerdo, el tiempo vuela, estás arriba del tren, no se te vaya a ocurrir bajar, vas a terminar picado en los rieles. Por favor, escribí esas páginas y mandame un mail. Tenés la Semana Santa por delante. A ver si resucitás este muerto” y se va topando sillas.

No me doy vuelta.

La moza empieza a levantar las tazas y el platito con la medialuna sin comer. “La señora dice que usted invita”. Y no digo nada. Tampoco me muevo. Miro borroso, como esos chicos con las bolsitas y me quedo clavado en mi silla, con una corona cuadrada y refulgente sobre mi cabeza: el cuchillazo, el río de sangre, Crónica TV.

sábado, 16 de abril de 2011

Bitácora editorial X - Contrato psicológico

Puerta del libro me dejó un saludo de cumpleaños en el facebook: “Feliz cumpleaños tarde, tan tarde como ese libro que tenés que entregar a la editorial”. No le pondré un “Me gusta”. El saludo tardío fue premeditado, de eso estoy seguro. Lo hizo para diferenciarse de los cien mensajes que atiborraron mi muro. Lo hizo no solo para que yo lo vea, sino para que todo el mundo se entere. Ahora, muchos de mis amigos, me preguntan por ese libro que debería escribir a la editorial de esta flaca escuálida. Lo logró, activó la presión a gran escala. Ahora bien, ¿qué compromiso asumí yo? ¿Cuándo firmé algo? Mi único encuentro con la editorial fue una reunión con el Gerente (el amigo de mi amigo) de la que surgió que la temática de mis novelas no le interesaban y me “sugería” que escriba un libro de autoayuda en el que reflejase mi formación profesional en empresariales desde que me concibieron dentro de un comercio hasta que llegué (con 29 años) a ser Ejecutivo de la empresa Arcor y portador de tres títulos universitarios. A mí eso no me parece digno de contar a nadie. Es más, cuando (con 31 años) abandoné Arcor, fue para dedicarme a escribir. Necesitaba separarme de un ambiente donde mi vida pasaba solo por pensar y existir para una empresa. Me acuerdo que (siendo mi papá devoto de Juana de Arco) yo decía que no quería que mis hijos me recordaran como Juan de Arcor. Necesitaba despegarme, recuperar mi independencia. Y esta presión de Puerta del libro, desde un lugar de compromiso que nunca asumí, me recuerda a una situación que pasé cuando dije en Arcor que quería marcharme. Desde que dije “me quiero ir”, padecí siete días fatales. Me llovieron propuestas de ascenso, traslados al exterior. Como yo no planteaba mi retiro en términos de negociación, creyeron en que estaría por pasarme a la competencia y me ofrecieron dinero por mi silencio. Nada de eso me sorprendió, los empleados de Personal, acostumbrados a la extorsión, no entendieron mi planteo de irme con lo puesto y dándoles las gracias por el tiempo compartido. En el fragor final de estos peloteos con los de Recursos Humanos, hubo un hecho que conecto con este compromiso que me reclama Puerta del libro. Una supervisora de Personal (con angurria de progreso corporativo) creyó encontrar tras la frustración de no retenerme, el momento para lucirse y, delante de su superior, tomó una postura agresiva y me reclamó si yo “había roto mi Contrato Psicológico con la empresa”. La nuca se me prendió fuego, me le fui encima y le dije que lo que hacía a mi vida psicológico no le importaba ni a ella ni a la empresa, que yo nunca firmé un contrato de ese tipo y que mejor no se meta con mi psiquis. Me puse de pie y me retiré. En un país serio, se hubiese comido un juicio. Eso fue a las seis de la tarde del séptimo día de asedio para retenerme. La pobre chica, por ese mal paso, sufrió un frenazo a sus ambiciones que solo pudo recuperar (y con notable éxito) con la aplicación de contratos psicológicos que ella firmó con colegas de peso.
Pero, ahí está, es lo mismo, las técnicas se repiten y mis respuestas también. La escuálida de la editorial quiere ir por esa vía y conmigo el chistecito del contrato psicólogico me muta a Increíble Hulk.
Voy a abrir la ventana, es hora que lo haga, necesito refrescar la mente, el recuerdo de la de Personal me hizo rayar. Además, es hora que abra esa ventana del balcón, la rata que viene a cagar alrededor del libro de Coelho no va a entrar. Y si lo hace, no sé, es raro, pero la estoy asumiendo como mascota, a naturalizar su presencia en mi balcón. Le conté a mi vieja sobre esta aparición de la rata y me dijo que las ratas son nuestro sino, que nos persiguen y cuando dice “nuestro” habla de mi familia.
Me acerco a la ventana, corro la cortina, me aferro al picaporte y lo veo, abajo, en la vereda de enfrente, como si fuese una aparición fantasma, al mozo, el que se borró del bar y dejó la bicicleta con la bolsa que me “llevé” y traía dentro el Alquimista y cinco monedas. Suelto el picaporte, salgo del departamento, tengo que hablar con el mozo, aclarar muchas, saber en qué anda con Puerta del libro, zamarrearlo un poco para que suelte la lengua.
En el palier del edificio me cruzo al portero y me dice “Bosterito ¿corrés para escaparle al descenso?” y le contesto que vaya a hablar con Ameal que ese si sabe de fútbol.
En la vereda me envuelve el ruido de la calle, los rugidos de un racimo de cinco colectivos de la línea 92 (son como las chicas que van juntas al baños, estos colectivos nunca pasan solitos, se toman su tiempo para pasar, pero cuando caen, lo hacen en grupo) se me pegotea al tímpano y me mareo. Voy al trote en el sentido en que ví al mozo. Paso transeúntes como un piloto de Fórmula 1 que supera rezagados. Sobre la línea de las cabezas andantes, a media cuadra de mi, logro ver el pelo pinchudo y negro del mozo. Imprimo más velocidad a mis pisadas, paso una señora con su carro de los mandados y me encuentro, casi a velocidad cero, una anciana en andador, logro esquivarla porque mi desaceleración no iba a evitar el choque y me encuentro de frente a un abuelo y le pego un topetazo. El viejo cae de culo al piso. Vuelvo sobre mis pasos para ayudarlo, le pido disculpas y el vejete me ataca con una perdigonada de insultos. Reconozco la voz y cuando me dice “Otra vez usted” me doy cuenta, es el viejo que me llevé puesto en el bar y me costó la manutención nutricia de por vida del policía de la cuadra. El ferretero sale para pedir que le despejemos la puerta del negocio, pero es tarde. Nos rodea un apelotonamiento de fisgones, la vieja del andador me dice que soy un asesino y solo faltan las cámaras de Crónica TV. El que no falta es el policía de la cuadra que se pone en medio de todo el rejunte popular, me agarra fuerte del brazo y me lleva con brusquedad adentro de la ferretería y me transforma en delincuente. El viejito se queda en la puerta dando todos los detalles de mis antecedentes criminales. El policía me dice “Otra vez vos ¿cuándo vas a dejar de molestar al pobre abuelo?” Y le digo que fue sin querer. “Sin querer queriendo”, me corta, “Dale Chavo del Ocho, dejate de molestar que en esta vecindad yo soy la ley y nadie me explica los ilícitos”. Me dice que lo espere, sale del local y conversa con el vejete en la vereda. El ferretero ya está del otro lado del mostrador, me aplica grilletes con su mirada. El policía reingresa, con el tono de quien dicta una sentencia, suelta: “el abuelito retira todos cargos y usted lo indemniza con una lata de cinco litros de barniz, solvente y dos pinceles”. El ferretero empieza a armar el pedido y al meterlo en una bolsa plástica agregue “Todo es de primera marca” y se lo da al policía. El vejete se va con la bolsa, sin cambiar el gesto de fastidio. Le digo al ferretero que no tengo plata. El policía me agarra del hombro y me dice “ya sabemos como se soluciona esto” y le ordena al ferretero que prepare para él una bolsa familiar de clavos miguelito, dos latas grandes de cemento de contacto y un paquete de cien bolsitas plásticas, “todo va a la cuenta del señor” dice y me señala. Mientras el ferretero ordena el pedido y el policía mantiene la presión de los cinco dedos de su mano derecha sobre mi hombro, comienzo a pensar que los clavos miguelito se usan para pinchar neumáticos de autos que luego roban los pibitos que viven en la plaza, esos pibitos que están todo el día aspirando cemento de contacto de bolsitas plásticas. Y prefiero cortar con esta relación que estoy haciendo porque temo que el policía se de cuenta. Y el policía me dice “Vaya a buscar la tarjetita así pagamos todo al amigo y, de paso, vamos a ver a poner al día sus deudas del bar”. Le digo que sí e imposto una sonrisa tembleque.
El portero me ve entrar y me dice si me crucé un hincha de River porque estoy pálido. Ni lo miro y me meto en el ascensor. Cuando llego al departamento encuentro la puerta entornada, seguro me la olvidé abierta, ya no quiero entrar en paranoias, lo que me falta es que alguien esté metido en mi casa. Entro con vigor, más bien con calentura por el momento en el que estoy y voy al escritorio, la billetera está al lado del Mouse y lo toco sin querer, y desaparece el salvapantallas y veo que me entró un mensaje. Clickeo en la bandeja de entradas, es de Puerta del Libro, lo abro: “El martes veintiséis te espero a las nueve y media en el bar. Traé el adelanto del libro, quiero leerlo en Semana Santa. También quiero aclarar los términos del contrato que, de palabra, ya nos firmó. Sabemos que sos una persona honorable y no vas a fallarnos. Saludos”. Estoy hasta las bolas, no tengo un carajo para mostrarle, no sé tampoco si quiero escribirle ese puto libro y de vuelta, como si la historia fuese cíclica, vuelven a ligarme con un contrato psicológico.

martes, 5 de abril de 2011

Bitácora editorial IX - Cumpleaños Feliz

Hoy es mi cumpleaños 42 y estoy feliz.
Hasta hace pocas horas me tenía atormentado El Alquimista de Coelho que sigue en el balcón y rodeado por una orla de 12 caquitas de rata y 5 monedas. Había descubierto que el libro también resiste al granizo. Empiezo a creer que tiene superpoderes. Hasta pensé en escribirle a los japoneses para que prueben de cerrar con él la grieta de Fukushima. Quien te dice, tal vez termina metiéndose con el núcleo ese que está que se fusiona y sale algo bueno de todo este descalabro que tengo en mi departamento, y mi vida. Pensé en llamar a mi mamá para que contacte al japonés Sigeo Asai. Sigeo y su esposa Iukie son dos amigos de mi familia. Ellos siempre estuvieron cerca del negocio de mi viejo. Sigeo operaba las fotocopiadoras y Iukie atendía un kiosco (al que le pusimos Kioscop porque parece que era o sonaba a japonés). Iukie hacía origamis todo el tiempo y me dejaba fumar de su cigarro. Yo tenía nueve años y cada vez que pegaba una pitada, me entraba una sensación rara, un cosquilleo en el pecho, como si la estuviese besando a Iukie en los labios. En realidad pensé en Sigeo como mediador, no en Iukie porque los japoneses son machistas. Además una vez lo vi y oí cantar el himno japonés y la cara se le pone de kamikaze. Sigeo es un Samurai, con él no van a joder.
Pero ya está, eso lo dejo para otro momento, hoy todo me resbala, incluida la locura de Puerta del Libro, el libro que les debería escribir y su historia con el mozo. Es mi cumpleaños y lo único que rompe me soberanamente las bolas que es que mi mujer siga de viaje. Pero no voy a entrar en un plano depre, estoy feliz y hasta el tobillo de se me deshinchó. Puedo llevar y traer la punta del pie derecho sin sentir esos latidos agudos en el tobillo. En realidad lo que me levantó el ánimo fueron mis amigos del Facebook. Llevo recibidos ochenta y ocho saludos sobre mil novecientos noventa y nueve amigos, o sea, el 4,4% de los amigos de mi facebook me escribieron en el muro. Y ni quiero pensar en todo aquel que, advertido de mi festejo, pensó en llamarme. Es impresionante. A veces te sentís solo en el mundo y ochenta y un tipos y tipas te llenan de afecto con mensajes en tu muro como “Feliz cumple”, “Que pases un gran día”. Y lo mejor, muchos otros presionan a esos mensajes el iconito de pulgar en alto de “le gusta”. Chau compu, me voy al bar.
Son casi las once de la mañana. En el bar no hay ni el gato, pero recuperar la calle (después de una semana de encerrona obligada por mi esguince de tobillo) es el mejor regalo de cumpleaños. Y este té de tilo que me trajo la moza nueva, un lujito.
Le pido otro. No sé si me escucho. Por el olor a cebolla rehogada debe andar ocupada con el menú del medioadía: guiso de lentejas. Hasta ganas de almorzar me dieron. Casi seguro que me quedo a comer. Por suerte ni apareció el policía que anota sus almuerzos en mi libreta. Crónica TV, en la tele del bar, acaba de decir que la Ministra los sacó a todos de las reparticiones públicas del Gobierno de la Ciudad para mandarlos a la cuidar las calles y trabajar en las comisarías. Por ahí la orden alcanza a los bares, pizzerías y restaurantes, y este deja de vivirme. Sería mi segundo regalo del día.
Crónica TV se pone bajón. Muestran las imágenes del tipo de Madrid que mató a la esposa embarazada y lo mostró con su webcam. Bajo la mirada a la mesa. La taza está vacía. La moza sigue sin aparecer y la nariz mi pica. Debe estar especiando la salsa del guiso. Apostado en mi mesa del fondo, juego con la yema del dedo sobre las marcas hechas en la madera con cuchillos y biromes. Levanto la mirada y enfoco al pasillo. La bicicleta del mozo sigue ahí y un retorcijón brota entre las tripas. Pienso en la bolsa que me robé. Pienso en mi culpa y me pongo laxo como esas dos ruedas de la bici sin aire y cuarteadas por el efecto de los rayos del sol. Y la cola de optimismo que me hacía un cometa brillante, desaparece y me veo en las puertas de un agujero negro. Al final, acá en el bar, solo como indio malo. Ni siquiera la moza viene a atenderme. Y, sentado a la mesa del fondo, de cara a la bici, a los pies de la tele, de frente a mi soledad, hoy, justo hoy que es mi cumpleaños.
Una mano fría, huesuda, encalla en mi hombro izquierdo, el que tiene la clavícula salida y soldada sobre el otro hueso. “No se de vuelta. Otra vez deja pasar una oportunidad. Hace quince minutos que lo estoy esperando en la puerta, ¿no se vaya a quedar en la puerta del libro?”. Es ella, la flaca escuálida de la editorial. Intento girar la cabeza a la izquierda, pero me sorprende un tirón que me quema en la nuca, como una especie de golpe de aire, algo feo, no puedo torcer el cogote. El agarre frío sale de mi hombro. Tiro la silla para atrás, me separo de la mesa, me pongo de pie y me doy vuelta por completo como si fuera un soldadito de plomo. Recorro todo el bar. Estoy solo. ¿Dónde se metió la flaca con joroba puntiaguda? Esta mina lo logró, me cagó el día. Sin sentarme, miro Crónica TV. Palermo corre con la camiseta de Estudiantes. Mejor me voy, ni si quiera me quedaron las ganas de probar el guiso de lentejas.