Llave de confianza
Estoy en el portal del
edificio donde vive mi analista. Llegué diez minutos antes. El pedaleo de la
última cuadra fue en cámara lenta, me aseguré que el terreno estaba despejado
de portero, para desembarcar. No es porque no me acuerde de su nombre.
Implementé una regla mnemotécnica. Ya usé este método varias veces. Es como el
recordatorio de una password. “Nombre de tu mascota” y la clave es el nombre
del bicho. Mi recordatorio, para este caso es Un genocida europeo del Siglo XX, respuesta Adolfo. ¡Vamos carajo,
hoy lo sorprendo!
Un “como dice que le
va”, rompe mi aura de positividad. Busco con la mirada esa voz, la de… Al quedar cara a cara, me pone la mano en la
jeta, me dice que guarde saliva para cuando suba. Libera mis labios y, con esa
mano, saca el mega-llavero del bolsillo de la campera de cuero negra y encara
para abrirme la puerta. Le explico que todavía no es la hora para subir a mi
sesión.
“Qué cagada, no puedo
quedarme para abrirte, me tengo que ir a hacer una changa al bar”, Frunce el
seño, me mira y retoma la acción. Del mega-llavero saca una llave y me la da. “Es
hora de que abras la puerta”.
Le agradezco el gesto,
pero le explico que me parece que no corresponde que me de las llaves, soy
paciente de alguien del edificio, no parte del consorcio, le explico que me
genero un gran compromiso.
“Com-pro-mi-so ¡Bien,
va saliendo! Desde ahí, meté laburo, adentro”, y hace la pantomima de estar
usando una pala y cavar en una tierra imaginaria. No sé qué decirle y termino
agarrando la llave.
“La tríada
confianza-apertura-compromiso. ¿Me seguís?”. Digo que sí. “Si, qué” Me tira. Hago
una pausa, me está probando, quiere que le diga el nombre. Ejecuto mentalmente la
regla mnemotécnica de un genocida europeo
del Siglo XX y me, en ganador le contesto, Sí, Francisco.
El tipo, respira
profundo, efectúa un no con la cabeza. “Pichón, falta muuucho laburo” y hace de vuelta la figura de la pala en el
aire. “Meté pala ahí” y me toca el pecho con la puntas de los dedos de la mano
derecha. “La semana que viene la seguimos”. Ahora, la mano va a mi cabeza, revuelve
paternalmente mis pelos. Separa su mano de mí, me da la espalda y se va.
Me quedo parado en la
puerta, paralizado. Un apretón en el brazo me hace a un lado. Es un gordo
tamaño oso con el chaleco de Soda Ivess. Toca timbre. Desde el auricular, lo
atienden y él dice, “Le subo la soda, no baje, el portero me abre”. Y me mira.
Y le abro la puerta. Y me dice, con tono amenazante, “No te muevas de acá”. Y no
le digo que no soy el portero, ni tampoco que tiene que apurarse porque no
quiero cagar la sesión por llegar un segundo tarde. Solo espero, mientras vivo
mis cinco minutos de portero, en la puerta del edificio donde vive mi analista.