martes, 28 de febrero de 2012

La mano que no tiembla



La que saca el boleto, la que traba la puerta, la que se mete en el bolsillo propio para fastidio de la que busca el bolsillo ajeno, la que enrolla las manijas de la bolsa del súper con el almuerzo, la que saluda al colega de viaje, la que se cubre del sol matinal, la que empuja y ataja, la que hace vientito en la cara. La mano de ese tren. La mano que no tiembla, que no se mueve, que esta muerta y habla.

A la memoria de los 51 muertos en el accidente del Ferrocarril Sarmiento.

El Nuevo Cronista

Nota que me hizo la periodista Yésica Lándola para El Nuevo Cronista.















Para ver la nota digital: http://www.nuevocronista.com.ar/index.php/ciudad/la-ciudad/cultura/7086-juan-guinot-prepara-la-guerra-local

lunes, 27 de febrero de 2012

Reseña en El Heraldo de Henares, España


2022, La Guerra del Gallo
De Juan Guinot
Reseña de Miguel Baquero

Un ex no-combatiente de la guerra de las Malvinas —debido a su corta edad, no pudo alistarse a tiempo en el conflicto— pero dolido, sin embargo, como el que más por el hecho de la derrota, concibe el fantástico plan de devolver el golpe al Reino Unido, haciendo que en lo alto del Peñón —el de Gibraltar, sí— algún día ondee la bandera albiceleste.

En la maduración de su arriesgado plan se le irán varios años, en concreto cuarenta, pero al fin, y aprovechando la confusión que parece reinar en el año 2022, se lanza resueltamente a cumplirlo…

El argumento de esta novela, primera del argentino Juan Guinot, es, como en seguida puede advertirse, una mera excusa para lanzarse a un ejercicio desaforado tanto de humor como de juegos lingüísticos.

En ambos casos los logros son destacables, pero sobre todo en esto último, en la habilidad para moldear el lenguaje utilizando unas expresiones novedosas, unos giros sorprendentes, recurriendo a comparaciones y metáforas insólitas y a menudo insospechadas, consigue el autor unas cotas realmente de gran altura literaria.

Así, por ejemplo, cuando en las primeras páginas habla de los intentos del protagonista por aprender a nadar y quién sabe si prepararse para alguna acción bélica anfibia: “El primer día de nadador, prendido a la ignominia de las canaletas, probaba suerte de flotación; al pasar los minutos, ganado en seguridad, soltó los dedos de la mano izquierda; luego, los de la mano derecha; salió un poquito hacia atrás y volvió rápido con dos patadas, más una brazada, a sujetarse de las canaletas, en desesperado estilo de batidora. Insumió horas hasta que se reconoció en nivel de cabotaje. Dilapidó metros de brazada libre y, finalmente, chapuceó un estilo intuitivo…”.

Siempre he pensado que una de las claves de la literatura, y una de las condiciones que ha de exigírsele a quien escribe, es tratar de expresarse con un lenguaje nuevo y fresco, atesorar, con tanta soltura que parezca cosa espontánea y fácil, expresiones distintas, únicas, sorprendentes, mucho más allá de las frases comunes y las expresiones refritas con que se fabrican a granel muchas novelas.

En este sentido, la novela de Guinot es todo un descubrimiento para quien busca el asombro en el lenguaje tras cada página, la metáfora clara pero en la que nunca hubiera pensado, el logro idiomático que parecía estar ahí pero que a nadie nunca antes se le había ocurrido…

En estos tiempos de novelas funcionales, cuando lo que, al parecer, más cuenta —o lo único que cuenta— es “comunicar” y armar un argumento enigmático casi de cualquier forma, se agradecen más si caben estos gestos valientes de un escritor que se lanza por el sendero menos recorrido, a veces muy a la intemperie, un autor que arriesga y en gran parte de los casos consigue el objetivo, que es hacernos degustar aquí y allá las palabras, a veces, o la mayoría de las veces, con una amplia sonrisa de buen humor.


Ficha técnica:

Título: 2022, La Guerra del Gallo
Autor: Juan Guinot
Editorial Talentura
206 páginas

miércoles, 22 de febrero de 2012

Los Zumitas de Federico Jeanmaire (Reseña)


Espacio aparte. Por Juan Guinot
Hoy: Visita al planeta doble Los zumitas (Federico Jeanmaire) y El silencio del río (Juan Martín Guastavino) del Sistema Outsider

Maestro, usted me ha enseñado las virtudes de viajar por el espacio, conocer planetas, prepararme para la aventura y nunca reprimir mi capacidad de asombro. Y por haber alimentado mi espíritu con sus enseñanzas, fue que al encontrar en el mapa cósmico un planeta llamado “Los zumitas/El silencio del río” no dudé un instante en marcar las coordenadas a la nave para adentrarme en el Sistema Outsider. Algo, adentro mío, me decía que debía ir al encuentro del cuerpo celeste de doble nombre. Y no falló esa intuición (que usted me enseñó a desarrollar) porque al quedar mi nave de frente al objetivo, circunvalé dos órbitas y comprobé que era aquel planeta la unión de dos mundos en uno. El meridiano que sutilmente separaba uno del otro, los convertía en dos hemisferios claramente diferenciados por su paleta cromática. Sobre uno predominaban los azules y verdes de la superficie, veteados por el blanco suspendido de las nubes. En el otro dominaban los amarillos, marrones y, a diferencia del anterior, no había nubes. Ambos hemisferios, o mejor decir, el planeta entero guardaba un aspecto geomorfológico común: llanura. En ese cuerpo celeste no existían montañas, montes o serranías.
Indiqué a la nave la acción de aterrizaje e ingresé a la atmósfera del hemisferio de color amarillo y marrón. La gravedad tomó el control de mi nave y la potencia de los motores estabilizaron un vuelo agradable, cosa que me provocó un gran estado de placer (sabe Maestro de mis temores a los sacudones y turbulencias en vuelo). Sobrevolé sobre la planicie desértica hasta visualizar una urbanización constituida por edificaciones de una sola planta y paredes arcillosas. Descendí no muy lejos de una muralla. Al pisar la arena, el calor me agobió. El Regente del sistema, no daba tregua con sus rayos.
Luego de una corta caminata, ingresé a la urbe y me acerqué a un grupo de pobladores. Tras un breve coloquio, comprendí que estaba en el hemisferio del planeta llamado “Los zumitas”. Maestro, quiero hacer un alto en mi reporte para aclararle algo: como usted viaja tras mis huellas cósmicas, no me extralimitaré en narrar detalles de un lugar del que estoy seguro gozará con su propio viaje. Tan solo le anticiparé que esta civilización es atea, pero transpira espiritualidad. Que seguro le preguntarán por las montañas y le contarán sueños extraordinarios de altas cumbres que nunca vieron (ni verán). También le preguntarán por el mar, al que aman profundamente, pero que no conocen y deben imaginar. Y que, por ese sentimiento inspirado por el mar, infieren que el amor es un sentimiento inexplicable. Es este mundo muy acogedor, de palabras simples y significados profundos. Al visitar a los zumitas conocerá su arte, las relaciones de familia, el sistema de organización, qué piensan de la guerra, el llanto y el Apocalipsis. Como le he dicho, no avanzaré más en mi informe, no quiero privarle de la sorpresa de su propia experiencia. Solo me tomo el atrevimiento de darle una recomendación: intente coincidir su llegada a Los zumitas con el día anual de la contemplación de los pájaros (el “azíqur”). Los festejos de esa jornada terminan en un fuego crepuscular del que surgirán crocantes manjares alados.
Para emprender la segunda parte de mi viaje sobre este planeta compuesto por dos mundos, tomé contacto con la estratósfera y, en cuestión de horas, estaba sobrevolando el segundo hemisferio: “El silencio del río”. Al emprender el aterrizaje, Maestro, la aparición de nubes me puso en aprieto. Por suerte fueron espasmódico sacudones y en segundos volaba sobre un terreno brotado en mil gamas de verdes, trazado por cursos de agua que recortaban a la tierra en un centenar de islotes. Estaba sobre un delta gigante.
Elegí una isla para aterrizar. Al dejar la escotilla, pisé un suelo cenagoso sobre los que volaban nubes de mosquitos. El ambiente húmedo impregnó de gotitas mi traje y mi nariz fue inundada por un perfume combinado de musgos y peces muy típico de los estuarios de nuestra Tierra. A los pocos pasos de andar por esa isla, una capa de nubes cubrió al Regente e irrumpió una cortina pluvial. Sopesando la dificultad de avanzar con mis botas sobre el barro, llegué a un embarcadero donde había amarrado un bote. Desde el embarcadero nacía un camino que se perdía entre árboles y pastizales. Atravesé la vegetación y me encontré con una casa de madera, techo a dos aguas. Flexioné mis rodillas para esconderme detrás de un cañaveral. Dentro de la casa había movimiento. A través de una ventana observé a una señora limpiando zapatillas. Fuera de la vivienda, debajo de un alero, había un niño haciendo ataditos de flores. En la parte trasera de la casa, medio escondido, asomada la figura de un señor pitando un cigarro. Desde la casa, el vozarrón de un muchacho le dijo al niño que juntar flores era de nenas. La mujer dejó de lavar las zapatillas, le dijo al muchacho que no moleste al niño y, como si lo viera a través de las paredes, le ordenó al que estaba fumando que tire el cigarrillo. El hombre pisó el cigarro y encaró para la galería. Debajo del alero, pasó cerca del niño, le tocó la cabeza y, juntos, ingresan a la casa.
Aguardé unos minutos. Entenderá Maestro mi proceder, usted me enseñó a disfrutar la realidad con la contemplación. Y, créame, que siguiendo su consejo es que pude entrar a este mundo sin tomar contacto con los nativos. Y, para no anticiparle lo que ya verá con sus propios ojos, solo le quiero indicar algo que me llenó de misterio y que provocó mi gran interés por quedarme unos días en El silencio del río: cuando ese grupo, que supuse era una familia, ingresó a la casa, me acerqué sigilosamente a la ventana y me puse de perfil a uno de los postigos abiertos. El niño, el que juntaba los ramos de flores, aguardaba a que la mujer le sirviera una infusión en una taza y le acercara pan tostado, pero en lugar de atender lo que sería su ingesta recién servida, miraba fijo a una pared. Seguí su mirada y dí con un cuadro, una obra de arte de la que solo pude ver una firma: B. Alonso. Maestro, fue por esa mirada intrigante del niño frente al cuadro que me quedé en esa isla. Espero que en su visita usted sepa disfrutar de ese lugar, de sus misterios, de la mirada de ese niño. Detengo mi informe acá, no le contaré más. Solo permítame que le diga que aquí entenderá la vida en la metáfora del delta, donde el río pasa y deja sedimentos en las islas.
Le deseo feliz viaje, su discípulo.

Mundos paralelos:
Los zumitas, de Federico Jeanmaire, me hizo recordar a los planetas Runa de Fogwill y Plop de Federico Pinedo (ambos del Sistema Interzona) y El silencio del río, de Juan Martín Guatavino, me conectó con mi visita al planeta Una chica de provincia de Selva Almada (Sistema Gárgola).

domingo, 19 de febrero de 2012

¡Gerónimo! - Apertura que escribí para Nobleza obliga - Radio América


Un comando paracaidistas Aliado impone en sus caídas libres el grito de “Gerónimoooo” y de ahí en más lo popularizan en las Industrias de la Guerra y del Cine Norteamericano, que es casi lo mismo.
El tipo, el que se llamaba como el grito que esos soldados aplican cada vez que se lanzan al vacío (aclaro: al vacío que dejan la suelas de sus botas sobre la tierra donde aterrizan) está re-contra muerto y no era del bando de estos paracaidistas.
Los soldados toman su grito para aplacar el miedo, para que el Cacique (en ropa de ánima) no se les reaparezca, porque en la herencia genética de cada militar norteamericano viene grabado el temor que les infundió este hombre, que traía por arma letal su amor incondicional a la tierra y su historia.
Y los atemoriza tanto que un día, una secta de la universidad de Yale (dedicada a fabricar próceres del molde de los Bush) decide, en sesión oculta, que deben excavar en la tumba del Cacique y capturar su calavera. Creen que, así, controlarán, por la eternidad al temerario aborigen y que su proyecto de Nación (replicada en filiales por todo el mundo) no tendrá frenos.
No solo lo hacen, lo celebran públicamente, se regodean del operativo comando que, una noche, saca de entre los terrones de un cementerio sagrado la calavera, algunos huesitos y el látigo de plata de Gerónimo.
Debajo de la tierra queda el esqueleto decapitado.
Sobre la tierra los futuros próceres de barro, en reunión secreta de la secta, se emborrachan y juegan a pasarse el cráneo como si se tratase de una pelota.
Mientras, mezclado con la tierra de América del Norte, las almas de Gerónimo y sus valientes aborígenes, se preparan para dar al progreso devastador la batalla final.
Gerónimo, el cacique Apache, murió un 17 de febrero de 1909.

viernes, 17 de febrero de 2012

Pino Solanas - Apertura que escribí para Nobleza obliga - Radio América


La barrera de la calle Velazco está baja. El chirrido de la campanilla taladra los tímpanos. La espera motora, adentro de los autos, recalienta la tapa de los cerebros. La prolongación del tiempo, en un mismo lugar, exaspera y un ciclista mete rueda al riesgo. Le grito que ahí viene el tren y no me escucha porque el tren supera en aturdimiento a la campanilla del cruce y a mi voz, y el ciclista se para en seco, se pone blanco-papel-de-arroz, se da cuenta que estuvo a un gomín de irse de viaje eterno por estas vías caducas.
El tren avanza a toda velocidad y, al final, el vagón furgón suena socarrón: pibes, pibas, bicicletas y humo de faso hasta el techo encuentran en el mal momento del ciclista, el único motivo para reírse que trae este día de febrero.
Pasa el tren. Las barreras se elevan, pero la campanilla sigue aturdiendo. Miro a un lado y al otro, no se ve locomotora alguna. Pienso que debe tratarse de un tren fantasma. El ciclista no avanza, pero no espera porque pase otra formación a toda velocidad. No, él está esperando que su alma, esa que flota sobre los durmientes, le vuelva al cuerpo. Un taxista pega un bocinazo y el ciclista retoma pedaleos. La cola de vehículos va tras sus ruedas.
Con la campanilla de fondo, también cruzo. Sobre las vías hay perfume a tren, con estación incluida. Ese perfume sigue intacto, suspendido en el aire, como el alma errante de un tren que deambula sobre rieles caducos, cargado con aquellos pasajeros que pelearon por una causa ferroviaria. Y pensar en esto, descubro que la distancia entre Scalabrini Ortíz y estas vías de la calle Velazco, también en Villa Crespo, es muchos más que unas pocas cuadras. Huelo al tren fantasma, ese que también detecta esta campanilla del cruce que no para de chillar. Ese tren errante que percibo, pero no veo, no encuentra vías de futuro y viaja, irremediablemente, a la estación del olvido.
Un día como hoy nació el director Fernando Pino Solanas. El arte de su ojo llevó al cine imágenes del tren y sus fantasmas.

2022 LA GUERRA DEL GALLO en Conocer al autor, España

Acceso para entrar al vídeo
http://www.conoceralautor.com/libros/ver/MjQzNA==

sábado, 11 de febrero de 2012

Pushkin - Apertura que escribí para Radio América AM 1190


Natalia es una de las mujeres más deseadas de la burguesía de San Petersburgo. Siempre brilló con luz propia, pero nunca pensó que al salir de Moscú, esa luz iba a llegar a quemar allí, donde late el corazón de ese famoso escritor que ahora la lleva de la mano.
Esta fría noche de invierno en San Petersburgo, ha pagado una fastuosa fiesta.
Por suerte, la exitosa repercusión de su revista literaria le permite costear los caprichos de su Natalia. Los ingresos por las ventas de la revista también le alivian sus deudas, en gran parte, originadas en su afición por el juego.
Natalia está en el medio del salón, los tipos de San Petersburgo, esos tipos que envidian el suceso del escritor, saben que por capacidad intelectual no podrán dañarlo. Solo les queda un flanco para herirlo mortalmente: Natalia.
El escritor se separa de su mujer y se mete en la cocina.
Los tipos de la envidia confabulan, ven en la presencia solitaria de Natalia, la oportunidad para atacar. Y con quién hacerlo.
El elegido es el sobrino del Embajador Holandés, un galancete francés que mira a todo el mundo por arriba de su hombro, que huele a perfume parisino y provoca en las doncellas encantamientos, con sus palabras de champagne.
El escritor acaba de repasar cada uno de las bandejas que salen en tropel desde la cocina. Llega al salón y la noche se planta en su mirada. Su Natalia se ríe, las mejillas enrojecen, los ojos le brillan, mientras el francés le sopla al oído palabras de champagne. El escritor enfurece, empuja mozos y fuentes. No piensa, solo siente que debe salvar su honor y lo reta a duelo.
Al aire libre, los duelistas se miran. El francés sonríe. El escritor arde.
Llega la orden de presionar los gatillos. El escritor siente la descarga de su oponente quemar en su pecho. La pistola, adrede desactivada, cae de su mano. El corro de envidiosos celebra el triunfo. Natalia hunde su cara en el pecho ensangrentado de su esposo. Su cara, roja, se pone fea. Y ella se apaga, mientras, el escritor Aleksander Pushkin, con treinta y ocho años de edad, da el primer paso a la muerte, a la historia de la gloria pasada de Rusia, al futuro de la literatura.

viernes, 10 de febrero de 2012

Al gran Boris Karloff dedico la apertura que escribí para Radio América, programa "Acaricia mi ensueño".


El que hace de doctor en la película (rodada en el año1931) se parece a Mike Amigorena y está por mostrarnos su invento: armar un cuerpo con las partes de distintos cuerpos muertos. El científico está vestido con guardapolvo blanco y peinado con gomina, a lo lengüetazo de vaca. Está a un costado de la camilla donde yace aquello que lo catapultará a la cima científica, ese lugar tan ansiado por la ciencia, que te pone cara a cara con Dios, para coparle la parada.
Los cables cruzan el espacio de un laboratorio de baja lumbre, en blanco y negro, donde lo más blanco es gris. El ambiente bulle dentro de cuanto frasquito se presente. Los chisporroteos de las máquinas se solapan con los relámpagos del exterior de la casa. De la camilla cuelga un brazo. El doctor lo mira. Los dedos de ese brazo se mueven. Empieza a gritar en un ataque de locura, dice que su creación está viva y lo repite como disco rayado.
El ayudante de laboratorio, el que le había alcanzado el frasco con la etiqueta de cerebro anormal (cerebro que ahora tiene el invento del doctor dentro de su cabezota) lo mira temeroso. Y no es para menos. Intuye, más que piensa, que, con ese muerto vivo se le viene la noche. Y eso acontece una tarde: la creación de su jefe, lo cuelga del pescuezo con el látigo que este insoportable ayudante de científico utilizó para mortificar al que viene de estar muerto.
Entonces, el pequeño grandulón de zapatos de plataforma estilo Kiss, peinado a lo guachiturros, tornillos tipo piercing, y costuras epidérmicas de mala terminación, deja de ser el hijo dilecto para convertirse en una amenaza de su Creador, el científico, quien ahora escucha a un Dios socarrón decirle: “viste lo jodido que es crear”. El científico, ante su incapacidad para resolver el primer conflicto padre-hijo decide hacer lo que lo común de los mortales hacemos: al que subvierte lo llama monstruo.
La decisión de eliminar aquello que el hombre ha creado, llega a oídos del grandulón, que por más que tenga un cerebro no tan brillante, entiende que lo suyo es no morir de vuelta. Él, el monstruo, quiere volver a ver el día brillar, sentir la naturaleza; cumplir con las cuentas pendientes de la otra vida, y lo siente con la fuerza de todos los pedacitos de muertos que componen su cuerpo revivido. Huye.
De camino por el prado llega a una laguna. Se encuentra con una niña. Se dirá luego que era una pobre niña inocente. Pero, a favor de nuestro desdichado personaje, esa niñita con carita angelical le enseña al grandulón como tirar flores al agua. Los dos se divierten, están la mar de contentos. Y, al acabarse las flores, el hombretón cree que la niña se divertirá mucho más si en lugar de flores la tira a ella. La chiquilina patalea en el aire cuando el de metro ochenta la sube en sus brazos para provocarle un chapuzón. Aprende con dolor el pobre monstruo que las flores flotan y la nena no, y se retira de la escena enojado con su hallazgo.
Los pueblerinos de la aldea alemana enfurecen al saber de la muerte de la pequeñita. Toda la bronca tiene un destinatario. Se encienden antorchas, empuñan azadas, montan escopetas y se sale a la caza del monstruo.
Y tras dimes y diretes, quedan cara a cara Creador y Creado.
En el cielo, El Barba, el que opera en todos lados, pero que solo atiende en el cielo, contempla la escena echado en su sofá de nubes. Abajo, al nivel de la tierra, los hombres juegan a emularlo, y lo hacen tan bien, que el Creado hace con su Creador lo que siempre anhela: lo mata. Entonces, en ese estado de desconcierto, cuando el hombre se mete con quien no se debe, toca el turno de las llamas infernales de la destrucción. Las antorchas, empuñadas por los hombres, hacen de la casa del malogrado científico una pira. Cuando el fuego asciende al cielo estrellado y sobre el barro seco quedan cenizas, cada cual vuelve a su casa. Allí los esperan jarras de cervezas, la pata asada de un cerdo, la fuente de chucrut y los escotes pulposos de las patronas.
Pero, mientras todos cuentan lo vivido como una epopeya de héroes, nuestro monstruo, la creación del difunto doctor Frankestein, resurge debajo de la tierra, con la piel algo quemada, el flequillo chamuscado a lo rastafari y con muchas ganas de explicarle a estos héroes de barro que de la muerte se regresa para nunca más volver.
El Frankestein de esta película era el gran Boris Karloff. Boris Karloff murió en Sussex, Inglaterra, un dos de febrero de 1969.

Bill Halley, apertura que escribí para Radio América AM 1190 - "Nobleza obliga"


Le cayó un apellido casi igual al nombre del famoso cometa que en los albores del Siglo XX se arrimó a la tierra con promesas apocalípticas. El cometa había pasado quince años antes de su nacimiento y ni tan siquiera la cola chispeante acarició la órbita del planeta. Entonces, los vecinos que se guardaron temblorosos ante el fin del tiempo, al ver que nada había pasado, decidieron reírse de los infortunados que, con pulso firme y la cabeza alterada, se habían quitado la vida para no sufrir con lo que, fue para ellos, el final del tiempo.
Imaginate como la pasarías en la niñez si tu apellido suena parecido al del cometa del que todo el mundo se ríe. Él pequeño eligió la guitarra para contrarrestar con acordes el acoso de sus coleguitas de clase.
La música no solo lo protegió, sino que lo hizo despegar lejos de la atmósfera opresiva de su pueblo. Pisando acordes, trepó la escalera más codiciada, la de los famosos. Y un productor, uno de esos que cree en el enganche de los nombres para vender músicos, lo convenció de ponerle Los Cometas a su banda de rock. Ahora, en las alturas de las estrellato, nadie se rie de que asociaran su apellido al cometa.
En el mapa celeste del rock, los ídolos destellan hasta que otro cuerpo los eclipse. Eso pasa con nuestro ídolo cuando aparece el músico que mueve la pelvis como nadie y lo condena al tránsito menguante.
En franca retirada prueba suerte en Europa. Después sigue por México, canta en español y se sumerge en las aguas revueltas de Latinoamérica.
Muchos años después, la piel se le llena de arrugas, pero no en el saco, la camisa, la corbata y ese rulo con forma de gancho que se dibuja en la frente, cuando está al frente del último show.
La luz de esta estrella es débil y se apaga en Texas donde un día como hoy del año 1981, cuando Bill Halley muere.
El mismo 9 de febrero, pero en el año 1985, el cometa Halley pasa cerca de la tierra. Dicen que, sobre el cielo de Texas, su cola brilló con más intensidad.

Acá va un registro de 1956: http://www.youtube.com/watch?v=F5fsqYctXgM

jueves, 9 de febrero de 2012

Bitácora editorial XXVI – Epílogo

Hace pocos días que llegué de España. Viajé presentar una novela que me publicó la editorial madrileña Talentura. Para que nada ni nadie conspiraran contra mi publicación, decidí no escribir las bitácoras antes y durante mi viaje. La estrategia dio resultado, el alguien que me podía joder era la editora Puerta del Libro. El silencio, o sea, la no aparición de las bitácoras editoriales dio resultado: Puerta del Libro se enteró de la salida a las calles españolas de 2022 La Guerra del Gallo por facebook. Y ya me dejó un mensajito con tono meloso, diría casi seductor: “Enhorabuena Juan, espero publicar alguna de tus novelas”.
Lo que la editora escuálida sabe es que mi desesperación por ser un escritor no edito desapareció. Mi desesperación por verme editado era el combustible para la máquina opresora que ella había instalado en mi vida. Así fue que me enganchó con mi firma del contrato psicológico para escribirle un libro de auto ayuda, para su editorial. Ahora, Puerta del Libro se queda en la puerta, si, en la puerta de mi libro.
Entonces, la bitácora editorial emprende el camino de la despedida. Ya lo tenía decidido antes de despegar para Madrid. Por eso, ni bien llegué a casa, con las casi trece horas del trayecto Barajas-Ezeiza, subí a mi escritorio, abrí las cortinas y me encontré con el balcón sin el libro El Alquimista de Coelho. Tampoco estaban las monedas y coronas de caca de ratitas que rodeaban el libro y el veneno piramidal para roedores.
No me quiero quemar la cabeza, pero hace días que intento reconstruir como desaparecieron esos objetos de mi balcón.
Se me ocurrió que, tal vez, alguien trepó a mi balcón para limpiarlo. Me refiero a alguien de la secta de los Empleados del Millón. El ex Mozo devenido en Pastor pudo haber enviado a uno de los pibes del parque (esos son mejores que Peter Parker para trepar balcones) para recuperar su Alquimista (ignífugo e impermeable) con las cinco moneditas que le arrebaté.
Si no fue así, tengo que pensar en algo más increíble, como decirlo, mágico. A lo mejor, como esos objetos llegaron a mis manos luego de que la editora escuálida me metiera en el juego de sus presiones, al haber editado mi primer libro, sanseacabó mi presión, y se terminó el gualicho.
El gualicho de la secta de los Empleados del Millón no se fue del todo. En mi mano tengo la estrella que me habían dibujado los pibitos del parque en una de las misas. Eso sí, la estrella del medio se borró. Salí del medio, pero ¿del medio de quién? ¡Cortala! Se borró y punto. Bastante tengo con cargar la cruz de cuatro estrellas en la mano, lo que significa que no estoy del todo liberado de la secta.
Para aclarar las cosas podría ir a la Santería, hablar con la Faca Colorada, la ex Moza del bar,y preguntarle qué significa. No, no tiene sentido. Tengo que tomar distancia de todo ese mundo oscuro, dejar de pensar en los Empleados del Millón.
Mejor me voy a caminar al parque.
Por ahí me encuentro con el vecino Ronsino. Siempre nos topamos en las caminatas del barrio. Cada uno camina en sus pensamientos, pero cuando nos cruzamos nos damos un abrazo, decimos algo del barrio, chismes inocuos, nunca hablamos de literatura. Así era con otro escritor que tenía de vecino en Palermo: Fogwill. Él vivía a la vuelta de mi casa. Cada vez que nos cruzábamos, nos pasábamos la data de la mejor granola y miel orgánica del barrio o del último chusmerío de los porteros de la cuadra. También actualizábamos la estadística de madres jóvenes que iban a la placita de Soler y Medrano.
Doy la primera vuelta al Parque Centenario y no me lo cruzo a Ronsino, ni a nadie del barrio con quien charlar, necesito limpiar mi cabeza.
Encaro para la laguna del parque. Hay una vieja que se hace la pelotuda y está con su perrito labrador que no para de chapotear en la laguna, para terror de los patos que no paran de aletear sobre la superficie de agua. Hay un cartel que dice claramente que no se puede ingresar a esa área del parque con perros. No puedo encararla, tienen que hacerlo los placeros, ese es su trabajo.
Miro para un lado y para el otro. No encuentro a los placeros. A esos solo los veo cuando arman el asadito atrás de la calesita o cuando lanzan el asedio de silbatos porque es la hora de cierre. Pero cuando tienen que laburar no aparece ni uno.
Dudo si atacar en solitario a la vieja, ya la tengo vista, viene siempre. Mejor busco un cómplice, no debo ser yo el único que la tiene fichada.
Ahí hay un vejete leyendo un libro. Lo voy a encarar para afiliarlo a mi cruzada contra la vieja y su perro. Estoy a dos pasos del anciano. El libro que tiene en sus manos es El Alquimista de Coelho. Dejo de caminar, se me ponen todos los pelos de punta. El vejete me mira. Dice “hola Juan”, suelta la mano derecha de la contra tapa del libro y con esa mano toca el banco, me dice que me siente a su lado.
No entiendo, no sé de donde me conoce, pero acato su invitación.
NI bien poso el traste en el asiento, el vejete me dice que lo mire bien, me pregunta si no me acuerdo de él. Le digo que no con la cabeza. Insiste en que haga memoria, que me acuerde del bar, “el que está debajo de tu casa”, remarca.
Hago esfuerzo y si, tiene razón, me acuerdo de él, era el viejo que estaba sentado en la mesa que está al lado de la puerta de calle, lo ví la última vez que entré al bar. Le voy a manifestar mi hallazgo, pero se adelanta a mis palabras: “me alegra que lo recuerde”; estira su mano derecha, mientras que con la izquierda lleva el libro de Coelho a descansar sobre sus muslos.
Después de separar nuestras manos, dice “me alegra lo de su novela y que haya logrado editar un libro”. Apoya su mano derecha en mi hombro izquierdo y larga, con solemnidad: “Debería agradecerle al Arquitecto que todo lo ordena”, y mira al cielo.
Muevo la cabeza asintiendo, pero no puedo abrir la boca, tengo los maxilares duros, los labios pegados.
El vejete separa su mano de mi hombro, la lleva al libro en su regazo y dice “Coincido con usted, ya no tiene que escribir las Bitácoras, ahora mucha gente sabe de esa editora escuálida y de la Iglesia”.
Hace un silencio. Con las dos manos agarra El Alquimista y se lo lleva al pecho. Me mira fijo: “Soy El Obispo de los Hermanos del Millón, el creador de la nueva Iglesia que sacará al mundo de las penurias económicas”.
Nota mi cara de sorpresa y me cruza: “No se preocupe más. Ni Puerta del Libro, ni el policía, ni el ex Mozo devenido en Pastor, ni la Faca Colorada, ni los Pibes del Parque, ni nadie de su Iglesia se va a meter conmigo. Eso sí, para lograr ese beneficio, usted me tiene que mi historia y escribir. No. No me meto en su arte, se lo que le hincha las pelotas que le condiciones la escritura. Yo le voy a contar, nos vamos a encontrar en las mañanas acá, en el Parque Centenario, de frente al lago. Lo que yo le cuente lo mete en su nueva novela, de la manera que quiera”.
El viejito se calla, me mira serio y me aclara, con tono amenazante: “Ni se le ocurra publicar algo de nuestros encuentros en la Bitácora editoria, eso ya se terminó, usted ya lo decidió”.
Quiero decirle que sí, pero no puedo hablar, ni sacar los ojos de los de él.
Y así me quedo, a su lado, mientras de los labios del vejete, El Obispo de la Iglesia de los Empleados del Millón, brota una historia que mis manos, al dejar esta bitácora, empezarán a escribir.
Juan Guinot 09/02/2012

sábado, 4 de febrero de 2012

La Bamba - Apertura que escribí para Radio América AM 1190, "Nobleza obliga "


Radio América estrena nuevo programa: "Nobleza obliga". Va de lunes a viernes de 21 a 23hs. Colaboro con las aperturas. Acá va la primera:

En medio de la gira de Rock por el Lejano Oeste, junto a otras estrellas del rock de finales de los cincuenta, un roquero cansado del frío del ómnibus que los transporta, decide alquilar una avioneta. Invita a dos músicos, pero les dice que queda una silla. Ricardo mira a su competidor y le propone echarlo a la suerte. Ricardo bien sabe que la diosa fortuna decide si te sube o baja el pulgar.
Su colega acepta, pero elige primero, dice cara. Ricardo saca una moneda y la tira al cielo. La moneda da seis piruetas en el aire y vuelve a su mano, impregnada del frío impiadoso del crudo invierno. Abre los dedos de la mano izquierda y muestra que salió ceca. El perdedor se enoja. Ricardo le dice que no es él, que es la suerte. Y el colega lo mira feo, se le pone nariz contra nariz, le dice que “su” suerte ya le arrebató una chica y ahora un vuelo. Ricardo da un paso atrás, le da una palmadita sobradora en el hombro derecho y sigue camino. No va a discutir, con pocos meses titilando en el firmamento del rock se acostumbró a ver la envidia en cada afrenta.
En Iowa es casi medianoche y nieva a más no poder. Las inclemencias del tiempo no impiden que un centenar de chicas estén en el aeropuerto despidiendo al jovencito de dieciocho años que copa al mundo del rock. Él, desde el último peldaño de la escalerilla, las saluda levantado el brazo izquierdo. El puño de la otra mano esconde la moneda de la suerte. Entra a la nave, se sienta en la plaza que ganó en el sorteo. Coloca la guitarra entre sus piernas. Mira por la ventanilla; la tormenta de nieve borra la imagen de sus fans.
Comienza el carreteo. La avioneta levanta la trompa, las ruedas se despegan del suelo y una racha de viento les pega un sacudón. La guitarra de Ricardo golpea el techo y no lo perfora porque su dueño la atenaza con los brazos y se la lleva al pecho. Otro sacudón los pone de costado, les muestra el campo tapado por nieve, el avión recupera la estabilidad. El piloto se da vuelta, levanta el pulgar del dedo derecho, les dice que todo está bien, un nuevo sacudón hace que rote la mano, el pulgar apunta para abajo. Ricardo aprieta la moneda con su mano derecha. El piloto se aferra al comando. Los roqueros sienten un cosquilleo en la panza. El piloto enceguecido por llevar de pasajeros a las estrellas de rock, no distingue, entre nube y nieve, el arriba del abajo. El avión se estrella a poco de subir.
Ricardo, abrazo a su guitarra, está tendido sobre un suelo blanco. La mano derecha abierta ya soltó la moneda que, poco a poco, se hunde en la nieve. Ricardo, es Ritchie Valens, una fugaz estrella de rock que popularizó La Bamba
La Bamba: http://www.youtube.com/watch?v=Jp6j5HJ-Cok&feature=player_embedded#!

miércoles, 1 de febrero de 2012

Hace treinta años me anoté para pelear en la Guerra de Malvinas.


En unos días (más precisamente el 2 de abril) se cumplirán treinta años del desembarco argentino en las Islas Malvinas. También, esa fecha, se cumplirán treinta años de mi declaración enamoradiza a la guerra (por escrito) que, por suerte, nunca fue correspondida.
Cuando yo estaba metido en la locura de la guerra (como gran parte de mis conciudadanos) y con tan solo trece años de edad vos, Príncipe Guillermo, navegabas por el océano amniótico de Lady Di. Para ese día, William transitabas el séptimo mes del último paseo feliz de tu historia junto a tu carismática madre.
Te llevo, William, trece años. Justo la cantidad de años que hubiese vivido si realmente la Junta Militar hubiese aceptado mi solicitud para alistarme en el Ejército. Tranquilamente, podrías ser mi hermano. Y es por eso que me tomo este atrevimiento de contarte algo: con el fin de la guerra pude enterarme de la estupidez y delirio de esos días; muchos años sopesaron sobre mis espaldas los fantasmas de aquel desastre y lo mal que me hubiese ido si entraba al juego lo de tiros y bombas. Quisiera hacerte ver lo complicado que es jugar con fuego y explicarte que ciertos acontecimientos dolorosos, por más que pasen los años, nunca cicatrizan y que si se mete la mano, o peor, se aterriza un helicóptero artillado sobre la carne herida, no se hace más que apuntalar el dolor.
No voy a juzgar la atmósfera de tu universo. A cada uno le toca lo que le toca y sobrevive con el poco oxígeno limpio que pescan las narices. Pero, William, si tal vez pensaras en ese mes siete de tu navegación amniótica, que mientras estabas acoplado a un cuerpo (que años más tarde colisionó con los planetas que hoy guían tu órbita) afuera, en el lejano Sur, seres de mi país y el tuyo entraban a jugar el peor de los partidos. No vale la pena tropezar dos veces con las mismas piedras, de las mismas Islas.
Si tal vez, te sacaras tus cascos telescópicos con mirillas de PlayStation y te vinieras acá, a Villa Crespo, un barrio tanguero en el corazón de Buenos Aires, y te arriesgaras a tomar conmigo unos mates amargos, pueda contarte cómo me dolió la Guerra de Malvinas y como hice para construir, a partir de ese dolor, una novela de un chico de trece años que, a diferencia de mi caso, se queda con las ganas de su Segunda Guerra de Malvinas y se monta a un estado de delirio tan delirante como la guerra misma.