jueves, 27 de septiembre de 2012

Pavlov, lo escribí para Radio América/Nobleza Obliga


Campana del infierno, Por Juan Guinot
El perro esta muerto de hambre. Lleva veinticuatro horas sin probar un bocado. El dueño, al otro lado de la cucha, lo provoca con un pedazo de carne. El perro lo mira con casi nada de amor. El tipo da un portazo, lo deja solo. El perro se lengüetea los cuartos traseros. Mas que  afecto a la limpieza, su dedicación parece estar sometida al estudio de la deglución de su miembro inferior. A la hora, la puerta se abre, el hombre vuelve a pasar sobre la cucha con el pedazo de carne. El perro se da cuenta. Pero es tarde, el  patrón sale disparado.
Por  la noche, algo cambia. El dueño aparece con el mismo trozo de carne en la mano derecha y en la izquierda, trae una campanita. El perro esta casi decidido a comerse al patrón a tarascones limpios cuando escucha el tintineo de la campana y luego, la mano derecha que se abre y el trozo de carne cae al suelo. Las cuatro patas van a la carrera, caza el pedazo de carne y se lo come de un solo mordizco.
El pobre pichicho sigue con hambre. Se duerme.
En la madrugada, con la casa a oscuras, aparece el sonido de la campana. El perro babea, con broncas, se imagina la mano de su patrón, devenido en entretenedor musical, para comérsela. Sale de la cucha y, ve al patrón con un trozo de carne que tira al suelo. Va por la comida, desestima la idea de ir por el hombre. Empieza a aceptarlo con ese temita de los gustos por la campanita, piensa, el perro, si total, con seguirle el jueguito sádico logra su comida, que el pobre hombre haga lo que quiera. Y pasan las jornadas, el perro se llena la panza y, hasta babea para hacerle creer al tipo que esta enfurecido si no le da la comida.
El dueño lo anota todo en una libreta. Lo pasa a papeles prolijos. Lo lleva a la universidad. Se hace famoso y hasta recibe un Nobel, y todo por el experimento del perro y la campanita, ese que demuestra que los seres vivos reaccionan hacia el objetivo propuesto de acuerdo al estimulo. El tipo, enraizado en el sadismo, con ese papel cientificista acaba de abrir, para los hombres, las puertas de la manipulación social por cuanto medio, en el futuro, la especie desarrolle.
El perro come y come. El hombre, un tal Pavlov, acaba de abrir la puerta del conductismo.
El Senor Pavlov nació en Riazan, justo hoy, hace 163 anos.

martes, 25 de septiembre de 2012

¡Súper Jueves!

Este jueves 27-09 se juntan tres ciclos de lecturas y me las arreglaré para estar en los tres.
Acá va el flyer de Ciclo Cronopios, en el Bar Orsai, H. Primo 471 - 20,30hs
De ahí me mandaré a Galerna San Telmo y remato con Ciclo Carne Argentina.


Estuve leyendo en la Humbert Humbert

Este ciclo porteño es organizado por Hernán Lucas, Esteban Biera y Lucas Soare. Combinan literatura, música, artes visuales. Me despaché con "Mi Kenobi", relato incluido en la antología "Panorama Interzona" (Interzona, 2012).
Si te interesa ver todo lo bueno (y leer un fragmento de cada autor): http://nocheshumbert.blogspot.com.ar/2012/09/juan-guinot.html

jueves, 20 de septiembre de 2012

Florentino Ameghino. Lo escribí para Radio América/Nobleza Obliga



Capa de Tierra.
A mitad del almuerzo del domingo dije que había vuelto a ver a Capa de tierra sobre la barranca del río. Los cubiertos de mamá golpearon  sobre su plato cargado con puchero de gallina y me encaró: “Cortála con esa historia”.  Bajé de la silla, levanté mis cubiertos de la mesa. Papá en silencio, no le quitaba los ojos a la comida. A él no lo conmovían mis historias cuentos de esa tierra suspendida en el aire que envolvía una cabeza de pelos negros y que se aparecía en la costa de enfrente del río.
Esa misma tarde me fui a pescar. Caminé casi una hora costeando, en dirección del Oeste y aparecieron las barrancas de casi dos metros, mi lugar preferido. Desde la altura tiré a la costa mi caña y el tachito con las lombrices que había sacado del gallinero. Me lancé en trampolín por la pendiente de tierra floja y, a la vera del río, me reencontré con mis cosas.
La tarde de primavera venía ventosa. Los sauces de la otra costa golpeaban con sus  ramas el río y salpicaban a las tortugas echadas al rayo de sol.  Los juncos frenaban la correntada y mi boya ni se movía. Solo el sedal hacía panza en el aire cuando venía una racha de viento.
Clavé la caña en la arcilla y, para matar el tiempo, me puse a tirar piedras a la barranca de enfrente. Fue cuestión de segundos, pero mientras la potencia de mi brazo confluía con  la superficie jabonosa de la piedra en mi palma, mi mirada descubría que, sobre la barranca de enfrente, se corporizaba  Capa de tierra y, lo peor, mi piedra, siguió por sobre la barranca y perforó al aparecido.
Pensé en escapar, pero Capa de tierra me habló con voz de trueno: “¡Sabandija!”. Un frío recorrió mi espalda. En ese momento la boyita de corcho empezó a dar vuelta en círculos, la tanza estaba tensa y  la caña de tacuara se curvaba. Me afirmé a la caña. El viento empezó a soplar enfurecido y las ramas de los sauces latigueaban sobre la corriente y empapaban los caparazones con las cabezas de las tortugas metidas en ellos. Mi presa hacía fuerza, clavé los talones y un nuevo tirón me llevó a sentarme de traste y meter los pies en el agua, pero nunca solté la caña. Mis talones, bajo el agua, se clavaron en la costa, tiré con fuerza de mi caña y una anguila con cabeza de ratón saltó del río prendida a mi anzuelo, escribió una “ese” en el aire y su lomo espejó el destello anaranjado de la tarde. Cayó de nuevo al agua, nadó con fuerza, me doblé al medio, besé con mis labios el río cuando una mano firme me agarró de los fundillos y  me llevó para la barranca. Mi puño apretaba la mitad partida de mi caña de tacuara y la otra mitad flotaba contra corriente a la velocidad de una flecha.
Achicando el cuello para prever algún castigo mágico, oí, “¿Te lastimaste?”, era la voz de quien me había gritado, desde la barranca. Torcí el pescuezo y la cara del aparecido: el Capa de tierra era el director de la escuela municipal, Florentino Ameghino.
Florentino Ameghino, fue director de la escuela municipal de Mercedes. En las costas del río Lujan efectuó grandes hallazgos arqueológicos. Florentino Ameghino nació un día como hoy, del año1854.

martes, 18 de septiembre de 2012

jueves, 13 de septiembre de 2012

Entre telones, Buenos Aires, sábado pasado.


Anthony Perkins, lo escribí para Radio América (Nobleza Obliga)




Música para cuchillo.
El que canta no es un facón salido debajo del poncho, allá en pulpería. Ni la cuchillada certera del malevo, en el pasaje oscuro del Palermo que todavía no es soho y da miedo a los taxistas. Ni mucho menos es la faca flaca, punzante, del ronroneo tumbero de Devoto.
La música para cuchillo suena aguda: chi-chi-chi. Es un chirrido de expiación, en cuotas iguales, otorgadas al otro lado de una bañera, con la ducha abierta, en punto vapor, y con una chica dejándose mojar, y matar, en el mismo acto.
La música para cuchillo, es melodía de muerte. Se conoce adentro de esa casa, la de la película, esa que proyecta el terror en una especie de ola tsunami a futuro; después de verla, nunca más se saldrá del ahogo serial, de aquel asesino, de la gran pantalla. Filmada por uno de los mejores directores que dio el Séptimo Arte, ese film delimita, por siempre jamás, el territorio del terror.
El actor, luego de interpretar al asesino, recibe el reconocimiento de sus pares, de la crítica y el público. La película, la que estrena música para cuchillo, lo catapulta a la fama.
El hombre se desliza por la pringosa y dulce miel del éxito. En una irrefrenable pulsión de vivir la vida, la de la cresta de la ola del tsunami, come de los caramelos y “caramelas” más codiciados de la farándula. No parece encontrar límites a sus apetencias. Lo que quiere lo tiene: trabajo, dinero y, en la misma cama, hombres y mujeres.
Y se casa con una modelo, porque la ama, porque quiere tener hijos. Ella lo acepta en el dominio de su cama, la que debe dejarle libre cuando él lo pida, porque no puede pararlo y el actor manda en la comarca de sus pasiones.
La fama te catapulta. La fama de sepulta. Aprende, el actor, cuando ya no puede barrenar la cresta de la ola del tsunami y cae en picada libre. A medio camino del abismo, pesca ese virus que algunos dicen salió de los monos y otros señalan como fabricado para el exterminio de drogones y putones.
El tipo, sin red, siente que la sal de esa ola, la de la fama que te catapulta y sepulta con la misma potencia, le seca la piel, la carne y la música para cuchillo, réquiem de Anthony Perkins, suena en sus oídos, por última vez, un 12 de septiembre de 1992.
Y, paradojas del destino, cuando su viuda, en vuelo de American Airlines, regresa a casa, para recluirse y recordar los nueve años de no tenerlo a su lado, es testigo fatal de una nueva melodía del terror, para pantalla chica y en directo, mientras viaja en uno de los aviones secuestrados, que se estrellan contra la torre norte del World Trade Center, a las 8.46 am del 11 de septiembre de 2001.

viernes, 7 de septiembre de 2012

La Guerra del Gallo en el teatro - Reseña



Cuando parecía que ya se había dicho o visto todo sobre la Guerra de Malvinas, La guerra del Gallo plantea una mirada necesaria, la del que no pudo ir. Masi, un ex no combatiente, se propone cuarenta años después, en un futuro cercano, tomar revancha de aquella herida e ir por la conquista del Peñón de Gibraltar en manos de los “piratas” ingleses.
 Para ver la reseña:
http://orillasur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=572%3Ala-conquista-posible&catid=38%3Acandilejas&Itemid=37

jueves, 6 de septiembre de 2012

Freddy Mercuri, apertura que escribí para Radio América/Nobleza Obliga


Se cruzan guitarra eléctrica, bajo y batería. Al fondo del escenario, brotan dos lenguas de fuego que irradian a las tribunas. El público ruge porque una figura se mueve al pie de las llamas, parece una salamandra. Los reflectores enceguecen a la multitud en el estadio. Los destellos blancos se apagan y el haz lumínico de un seguidor recorta en escena al que todos esperan. Él camina a paso Real, bastón en mano, capa y gorro rojo. Los que dicen que no es un Rey, bien quisieran alistarse en su Corte.
Arriba de las tablas, se quita la capa mientras camina. Espalda recta y pecho inflado, avanza, paso a paso. Los espectadores reconocen que él los acaricia con sus pestañeos.
Se planta en el borde del escenario, jugando al equilibrista y, antes de pasar el aire por las cuerdas vocales, sin que persona alguna se haya dado cuenta, él ha hecho magia: los casi cien mil espectadores están en la palma de su mano izquierda. En la derecha, lleva esa vara que no es bastón, sino el soporte de un micrófono. En la punta redondeada y esponjosa del micrófono, pega sus labios, abre la boca, saltan hacia afuera los dientes y empieza a cantar.
El cantante va al piano de cola, toma un trago, apoya el vaso y se aleja del piano. En el centro del escenario lo espera el guitarrista, sentado en una banqueta. La mano izquierda del músico está apoyada sobre cuerdas y trastes, marcando el primer tono, pero la mano izquierda no se mueve.
Dice que cantará una canción que compuso para su querida Mary, a quien conoció gracias al guitarrista. Su colega, reclina su cabeza y esconde una sonrisa cómplice debajo de los rulos negros.
Mary está allí, entreverada entre los tira-cables y plomos de la banda, a un costado del escenario. Está acompañada por su hijito, ahijado del cantante de la banda. Cosas de este equilibrista de escenarios y la vida: la mamá de su ahijado es su ex – esposa y su actual, y futura, mejor amiga, la que heredará todos los derechos de sus canciones, el amor de su vida.
Los dedos de la mano izquierda del guitarrista presionan las cuerdas y los de la derecha inician el punteo. Un murmullo se derrama desde las tribunas con la potencia creciente de un alud. La canción dice “Amor de mi vida me heriste, has roto mi corazón y ahora me dejas”. El cantante abre sus brazos. Ahora, su gente canta en una voz de cien mil gargantas. El cantante mira a un costado, donde el chiquito, su ahijado, en punta de pies, pinta una sonrisa y Mary, abrazada al pequeño, suelta una lágrima.
El tema termina. Los aplausos cubren el vacío de un escenario, de repente oscuro. Vuelve el haz del seguidor. El cantante ha cambiado el vestuario y tiene maya blanca con batones negros. Está sentado en el piano. Los dedos golpean las teclas, la melodía se escapa por la cola del piano y su boca se pega al micrófono.
El público está expectante. La banda se prepara, Rapsodia Bohemia está a punto de pegar el primer salto musical dentro de una propuesta que, incluye en el mismo tema, un momento sinfónico y un cierre con un gong.
El concierto termina. Para el público no queda claro si pasó un minuto o tres horas. Cosas de la magia: el paso del tiempo en estado de encantamiento no se puede explicar.
La gente se aleja del estadio, primero una cuadra, luego un día, después semanas y años. Están en sus casas, recién cenados y viendo la tele. Es la noche del veinticuatro de noviembre de 1991 y la programación habitual es cortada por la noticia de último momento: ha muerto Freddy Mercuri. En cada casa donde habita un corazón cobijado por el Freddy Mercuri, los latidos espejan la ausencia en los tonos de Rapsodia bohemia.
Freddy Mercuri nació un 5 de septiembre de 1946.