lunes, 30 de diciembre de 2013

Secuelas de la Fiesta de Fin de Año



En el Salón de los Mates, Yoda y Vater aconsejan a Lea, el Bicho Verde, R2 y el Petiso (y Copeteado).
Yoda dice: "Calentar Año Fin tibio es"

La Banda Robotera quedó muy alterada con la movida de el Petiso Calentón (y Copeteado) con R2. Están tomando declaración a todo aquel que haya visto y/o escuchado algo.
En la foto, verás como lo aprietan al lagarto de Gaudí (que se joda, eso le pasa por colarse a la Fiesta de Fin de Año).
Mr. Burns está repasando la coartada con la Srita. Rottenmayer (van a embocarlo a Homero)Añadir leyenda

Descubrimos a dónde se mudó Han. Fue idea de Chewy. El amigo peludo (y gruñón) me vió con la cámara.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Fiesta de Fin de Año junto a mi equipo

Y llegó la fiesta que esperamos todo el año.
Acá van las fotos.

Foto grupal, ni bien empieza la Fiesta.


La música corrió por cuenta de la Banda Dominguera. ¡Tienen toda la onda!


Bailamos haciendo el trencito. Acá Chewy hace el primer blooper de la noche. Se pega un porrazo y casi aplasta a la Señorita Rottenmayer.
Si prestás atención, los vagones del trencito anticipan las movidas del Petiso Calentón (y copeteado) y de Leía con el Bicho Verde.


La Banda Dominguera arranca con el tema "El que no baila es un aburrido", Chewy agita y hacemos bardo con Darth Vader. Un clásico de todas las Fiestas de Fin de Año.


El petiso calentón (y copeteado) confundió un cambio de aceite de R2 con una provocación.
La banda robotera, como no podía ser de otra manera, se alteró y se le está yendo al humo
al petiso calentón (y copeteado)


Encontramos a Leia transando con el Bicho Verde.


Lo de Leia y El Bicho Verde, si bien se podía preveer por cómo se agarraban en el baile del trencito, terminó con la fiesta.
C3PO, un robot con códigos, putea al Bicho Verde, mientras Leia consuela a Han Solo (con el corazón partido por la infidelidad), el Petiso Caletón (y copeteado) quiere consolarse con Leia (detrás de él está la banda robotera que lo quiere cagar a piñas por lo que había hecho con R2).
Bué, se armó goma. Cuando hay quilombo aparecen todos (hasta el lagarto de Gaudí, colado en la fiesta).
Amigo, esto quería mostrarte.
Mi equipo es así. Derrapamos para romper lo poco que queda del año y arrancar 0KM el 2014.
¡Chin-chin!

miércoles, 18 de diciembre de 2013

El portero de mi analista X - Manguera Santa

Paso la cadena entre los rayos de la rueda, la engancho en el caño del puesto de flores, cierro el candado y me reincorporo. Quedo de frente al florista. Llamativamente, no trae el ramo de flores marchitas para que se lo compre. Lo que si trae es una cara de asesino serial que, por suerte, apunta a algún lugar donde no estoy yo.
Sigo la línea de su mirada, doy medio giro y descubro que en la vereda del edificio donde vive mi analista hay cuatro pibitos. Los chicos se dejan mojar por el agua que escupe la manguera de Adolfo. El portero de mi analista, de gesto serio, alterna el chorro entre las cabecitas de los chiquilines.
Al llegar al portal del edificio, reconozco a los pibes, varias veces los ví pasar por acá con un cajón de frutas lleno de macetas con plantas de flores rojas. Una vez me ofrecieron una y me acuerdo que me salió un no tan feo que hasta lo trabajé en la terapia.
El portero del edificio donde vive mi analista, sin dejar de manguerear, y a viva voz, me dice “Estoy bautizando a estos pobres diablos de la Villa”. Las miradas aguachentas me miran de una manera que no me gusta y me dan ganas de decirle que yo no comulgo con esta idea de Adolfo, pero no les digo nada porque Adolfo me dice “En la Villa de Retiro está la mayor cantidad de humanos por metro cuadrado y acá, en Recoleta, tenemos la mayor cantidad de metros cuadrados por humano. Viste, uno elije donde estar.”
Y, pienso, uno no elije una mierda porque si fuera por mí, primero elegiría re cagarte a trompadas, portero facho y después te saco las llaves de tu departamentito (que vos no pagás) para meter a la familia de estos pibes, para que usen los metros cuadrados que te sobran.
Pero no lo digo, porque mientras pensaba como canalizar mi bronca en un discurso con mucha piña, Adolfo y la manguera se metieron en el garaje.
Miro a uno de los pibes. Simpáticamente, casi con caridad sacerdotal, le pregunto a uno de los ellos cómo se llama. Me responde “Francisco”. Me descoloca, pienso, no será hijo del portero, le puso su nombre. No, pero el portero, ¿no era Adolfo? Y, al toque, noto que regresé a mi ciclo de duda sobre el nombre del portero, y me enfrasco en esa, y los otros tres chicos se me quedan mirando como diciendo “a mí no me preguntás el nombre”.
Reaparece el portero. Viene abrazado a un cajón de frutas lleno de macetas con plantas de flores rojas. Se lo da al nene que me dijo que se llamaba… ¿Adolfo o Francisco? Bué, como se llame, ese pibe agarra el cajón y el portero ordena: “En una hora me traen la guita de la venta, sino les doy con la manguera”.
No puedo creer lo que está pasando. Me quedo mirando como los chiquitos, se van para el lado contrario del puesto de flores. Las zapatillas empapadas sueltan un “cuac-cuac” a cada paso. No puedo sacarles los ojos de encima. Entro en otra vuelta de indignación, este tipo se merece que alguien le diga que lo que hace es explotación infantil y que debería ir preso por eso.
Escucho la voz de mi analista que brota del parlante del portero eléctrico “¿Quién es?” . “Jefe, le llegó el paciente, se lo hago pasar”, retruca mi portero, todavía con el dedo índice derecho apoyado al lado del timbre que acaba de tocar.  “Mil gracias, Adolfo”, responde mi analista.
Entro al edificio para no pelear, con este tipo no se puede hablar.

Ni bien piso el hall, a mis espaldas, escucho al portero “¿Cuánto de tu infancia viste en esos chicos? Pensátelo. Nos vemos la semana que viene”. La puerta de calle se cierra.

martes, 17 de diciembre de 2013

Gambeta cero, antología de cuentos futboleros

Andrés Monferrand antologó este libro. Mi cuento se llama La Diosa Diabla.

viernes, 13 de diciembre de 2013

El portero de mi analista IX Pino-Navidad

Estoy en la puerta el edificio donde vive mi analista. La bici quedó en la cochera de enfrente. Pagarla me saldrá más barato que el ramo de flores marchitas que me enchufa el florista de la esquina para “mirarme” la bici.
Miro la pantalla del celu. Faltan cuatro minutos para mi cesión. En el hall del edificio veo a Adolfo. Está operando sobre el arbolito de navidad. Todavía no me vio. Desaparece. Las luces del arbolito se encienden, inician un circuito de parpadeos. El ciclo de destellos lleva el ritmo de dos segundos todas prendidas a la vez, cuatro segundos de prende y apaga, dos segundos de solo se prenden las amarillas y vuelta a empezar. Me quedo embobado mirando las luces. Me tildo. Cuando era chico me quedaba así, colgado, mirando el árbol de navidad, podía estar toda la noche y más de una vez terminaba dormido, arriba del pesebre.
“Amigo, cómo dice que le va”, me sorprende la voz del portero del edificio de mi analista, lo veo por el reflejo del vidrio del portal, está detrás de mío, sobre la vereda.
Sin salir del estado meditativo, con un hilo de saliva cayéndome por la comisura derecha del labio, le digo un hola Adolfo.
Una sonrisa se dibuja en la cara del portero. Mueve la cabeza afirmativamente. Se lleva la mano a mentón, se lo acaricia con los dedos, como si hiciera de manera sedosa el gesto de chiva-calenchu.
Envuelto en el buen clima del reencuentro, tras semanas sin tener contacto, me limito a contemplar, no quiero preguntarle cómo hizo para salir del hall del edificio sin pasar por la puerta, de frente a mí, cerrada. No, no quiero entrar en esa. Hoy es un día de gloria, el tipo reapareció y me salió el nombre sin error. Con tantas situaciones de mierda, cuando una sale bien, ya lo aprendí, no hay que ir por más, hay que tomar esa ganancia, esperar, no hace falta acelerar las jugadas. Entonces, vuelvo a mirar el arbolito, haga un estimado de los ciclos lumínicos, calculo debe faltar un minuto para mi hora de sesión.
El portero sigue a mis espaldas, mirándome, todavía con los deditos jugueteando sobre la piel del mentón, para decirme “¿El pino te tapa la navidad o la navidad te tapa el pino?”
La pregunta me saca de lugar. Las cejas cargadas y renegridas del portero se enarcan, los ojos casi no parpadean, me escruta como si me pasara por los pensamientos con una mirada de rayos X. Y no sé qué responder. Para no mirarlo en el reflejo, miro el pino, como haciendo que estoy buscando la respuesta en el objeto convocado en la pregunta. No me olvido la sesión de terapia, tampoco que hace un minuto estaba feliz, sin pensar en nada y este tipo con una pregunta tira la punta de un hilo que me lleva a un sinfín de contradicciones que tengo con la fiesta que si es religiosa o comercial. Rememoro los años de transitar el par dialéctico misa de Gallo-mesa de Gula. Evoco los seis años que me dediqué a marketinearle al pueblo turrones de navidad de Arcor. O haber nacido sabiendo que Papá Noél era una mentira y que los colores del traje cambiaron por orden de Coca-Cola. Y ni hablar de las navidades que me dormía mirando el parpadeo de las luces, ilusionado porque aparezcan unos regalos que, mis padres, me habían dado en mano dos semanas antes como acto revolucionario contra el sistema comercial de las Navidades.

Y descubro que la pregunta del portero me pone en un estado blando. No voy a contestarle. Estiro la mano para tocar el timbre de mi analista. Mientras toco, busco al portero en el reflejo del vidrio de la puerta. Desapareció. Mi analista me atiende, me dice que pase, le voy a decir que va a tener que bajar a abrirme, pero Adolfo, del lado de adentro del edificio, me abre. Paso rápido, no quiero preguntarle cómo hizo de nuevo para reaparecer ahí sin que me diera cuenta, no quiero demostrarle mi sorpresa ni inquietud, intento caminar resuelto. Le digo un Gracias, Adolfo, para ponerme en el punto de seguridad inicial y camino raudamente hacia el ascensor. La puerta de calle se cierra. Entro al ascensor, cierro la puerta, cuando estoy por apretar el botón del piso de mi analista, escucho, al otro lado, “Pensalo, “¿El pino te tapa la navidad o la navidad te tapa el pino?. Nos vemos la semana que viene”. Presiono el botón, el ascensor sube.

Gambeta Cero - antología de cuento futboleros

Chelén libros se manda a la edición. Andrés Montferrand hizo el pan-queso y armó los equipos. Ahí estamos con Mercedinos emigrados y vecinos, junto a invitados de otros baldíos, que se vinieron a jugar un picado en los Jarrones, al costado de la estación.
El sábado a las 20hs el libro se presenta en el Club del Progreso, Mercedes.
Mis relatos son dos homenajes. En "Yo estuve ahí" te cuento algo del Loco Lorusso y en "Diosa Diabla" vas a conocer a la chica que, desde las gradas, le ponía los pechos al partido.

jueves, 5 de diciembre de 2013

El portero de mi analista VIII - Bloqueo pastoral

Voy montado a la bici, doblo en la esquina, esquivo a un paseador de perros con el manojo de canes a cuesta y encaro la cuadra final del recorrido. Con el viento golpeándome en la cara, entrecierro los párpados y enfoco la mirada en mi destino. Algo no está bien. La vereda del edificio donde vive mi analista está llena de gente. Aflojo la tracción de mis piernas, paso a modo “pedaleo sutil”, me pongo en la actitud del chimango que, sin dejar de volar, manda su mirada de aumento para escrutar la zona objetivo.
Cuando se junta gente, algo pasó. Pienso en un robo, la captura de un chorro por parte del vecindario. La gente es de juntarse mucho cuando el ladrón está imposibilitado de actuar y he visto descargar furia asesina de las manos de las víctimas de la inseguridad.
Me apuro en atar la bici en el caño del cartel de Contra Mano, voy a meterme, sacar a la clase vecina de su plataforma de justicia por mano propia.
Cierro el candado, me reincorporo, miro al tumulto y pienso que, tal vez, lo que hay en el centro de esa montonera, agrupada en redondo, sea un suicida. Ahí la cosa me gusta menos. No tolero el contacto con un muerto. No puedo ni acercarme. Y, como quien no quiere la cosa, se me ocurre pensar si el suicida no será Adolfo, el portero del edificio donde vive mi analista.
Subo con la mirada los pisos del edificio y conjeturo que, de haberse tirado, debe haber sido desde la terraza, porque los porteros viven en la Planta Baja y no me lo imagino tocando timbre en un departamento para pedirle prestado el balcón para suicidarse.
Con la mirada, bajo lentamente desde la terraza, balcón por balcón, con una cadencia que no debe haber tenido el cuerpo en caída libre. Llego a la vereda y pienso si el tipo al tirarse no se habrá llevado puesto a un transeúnte y, por la no aparición de ambulancia, y policía, supongo que lo que pasó acaba de suceder, entonces, pienso, que de reverendo pedo no cayó arriba mío, porque, tranquilamente podría haber llegado dos minutos antes, como lo hago cada semana a esta hora, a la espera de que sea la hora de mi sesión con el analista.
Y, en tren de encadenar ideas, por lo antes dicho, no me es difícil suponer que, tal vez, el portero suicida optó por tirarse desde la terraza a esta hora llevarme puesto a mí. Sería un cierre trágico a nuestra breve relación.
Tomo impulso, tengo que enterarme qué pasó con Adolfo. A medida que me acerco, distingo cuatro cabezas masculinas y una docena femenina. Los veo de espaldas, en círculo, vestidos de traje, ellos, y de blusas y largas polleras, ellas.
No hay llantos, ni lamentaciones. El espanto, cuando arremete en tu vida de la manera imprevista, suele provocar una parálisis de los sentimientos. Es una pausa. Dura poco, porque la memoria del cuerpo (todavía ocupada en la tarea que estaba por hacer) bloquea todo avance de los sentimientos. Pero cuando los sentimientos afloran, agarrate.
Me apuro a ver qué pasó antes que los vecinos saquen a relucir el dolor y deba contenerlos.
El sorprendido soy yo. La cara de Adolfo, orbita entre las cabezas apiñadas en la vereda. El portero parpadea, mueve la cabeza, mira atento a una señora que le habla.
Avanzo con la idea anterior, mi cuerpo cree que debe ir a asistir a un suicida, mientras mi mente procesa lo que veo. Me paralizo, quedo a dos pasos del tumulto. Escucho la voz de la señora que habla del Apocalipsis, del Señor, el Paraíso y la erradicación del Mal “si le entregas el alma a Cristo”.
Cambio abrupto de planes. Bajo la mirada, si a esta gente la mirás a los ojos, te convierten o, en el mejor de los casos, te afanan valiosos minutos de tu vida para darte clases de cómo vivir con Dios si y solo si vivís para su secta.
Me desplazo sigiloso, de costado, trepo el escalón del portal del edificio donde vive mi analista. La puerta de acceso está trabaja por un balde. Toco timbre en el portero eléctrico y sin esperar a que mi analista pregunte quién es, cosa que alertaría a la horda religiosa de mi presencia, me cuelo en el edificio.

Antes de entrar al ascensor, miro a la vereda. De Adolfo nada. Solo veo las cabezas de los pastores, agrupadas como rebaño.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

BRINDIS ZOMBI

El miércoles 11/12 a las 20hs BRINDIS ZOMBI en Suburbano Music Club (Gallo 769, Abasto).
Nos juntamos para brindar por la antología de cuentos zombis.
Podrás conocer a los autores y saber a qué saben sus cerebros.


lunes, 2 de diciembre de 2013

Noche de los Bodegones - Mercedes





Fotos Natalia Giumelli.-

viernes, 29 de noviembre de 2013

El portero de mi analista VII - Duelo de clavel

Duelo de clavel
Voy con el tiempo justo para tocar el timbre. No quiero pisar el portal más tiempo de lo debido, nada de sufrir con cada evocación de quien ya no está entre nosotros. Solo miro el futuro. Borrón y cuenta nueva. Pasado pisado.
Ato la bici a un caño del puesto de flores. El florista me encara, “Comprá esta ganga, cinco claveles, dos pesos”. Pago el ramito de flores marchitas, no por las flores, sino por asegurar mi reencuentro con la bici tal y como la dejo.
Llego al portal del edificio donde vive mi analista. Al detenerme, la estela del perfume del ramo de claveles me envuelve con olor a cementerio. Sacudo la cabeza, nada de asociar ideas. Hago que no lo huelo, me convenzo de que tengo la nariz tapada por culpa de mi rinitis alérgica a las pelusitas de los plátanos, acá no pasa nada.
Toco timbre y eso es lo único que me importa ¡Dejá de  pensar! me digo enojado y a viva voz. “Pienso en lo que se me canta en las pelotas” dice mi analista al otro lado del aparato y me apuro a decir quién soy, que no le hablaba a él. Silencio. Ruido en el parlante. El analista me habla como si recién atendiera. “Bajo a abrirte”.
Ese “bajo a abrirte”, en lugar de “Decile que te abra”, es la confirmación de mis temores.
Adolfo, ya no está. Huelo clavel de cementerio. No puedo contener las evocaciones. Lo imagino acá, como tantas mañanas, esa sonrisa resuelta, la mirada de altura, el habla llena de pausas y de oraciones económicas y pregnantes.
Ya nada tabica mi dolor por la pérdida. Entre los párpados, se filtra una lágrima, después un lagrimón y, al final, sobre la superficie de mi cara, arrasa el caudal torrentoso del llanto.
Chirrido en el garaje. La puerta se eleva hasta ponerse paralela al piso. No voy a dejar de llorar, no voy a ocultar mi dolor al conductor anónimo oculto detrás de una ventanilla polarizada.
Estoy en latidos terminales, como David Carradine después de recibir el golpe de los cinco puntos y palma de la mano derecha Umma Truman, en Kill Bill 2.
Mi mirada acuosa se encuentra con un chorro de agua que sale del garaje. Manguera en mano, aparece el portero del edificio donde vive mi analista.
El tipo mira hacia mí, pero no me ve, gira la cabeza, avanza hacia la calle.
No puedo abrir la boca, ni moverme, el brote repentino de alegría sobre el campo del dolor, trae parálisis.
El portero detiene el andar en el cantero. Con el chorro de agua, hace un pozo en la tierra, después lo convierte en barro, charco, lagunita y desborde.
Adolfo no me registra. Soy para él como un mail Spam, ese que nadie se interesa en leer, ni saber quién envió, y que queda en la carpeta de las Spam para su programada autoeliminación.
Escucho que la puerta se abre. Pienso, si es mi analista, pero no, el palier está vacío. No quiero entrar en pánico, nada de pensar en pelotudeces, por ahí estaba mal cerrada y un golpe de aire la abrió. Entro a las apuradas. La puerta de calle se cierra a mis espaldas. Llamo al ascensor, no miro para atrás, solo adelante donde me espera mi hora de terapia y la contención de mi analista.

El repentino golpe del chorro del agua contra el lado externo del portal me hace mirar hacia afuera. El vidrio de la puerta recibe los latigazos de agua que manda el portero. El vidrio es una pantalla líquida para ver el afuera, donde Adolfo es una mancha difusa, espectral.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Marte Bradbury en Revista miNatura

Está disponible el nuevo número de revista miNatura, dedicada a Rad Bradbury.
Acá te anticipo mi colaboración.
Marte Bradbury
Dentro de un mundo gelatinoso, líquido, placentero, ve todo teñido de rojo. Una fuerza inesperada lo abducciona, va por un tubo angosto, de paredes anaranjadas con un final de luz blanca. Miembros inquietos lo cazan al vuelo, lo ponen cabeza abajo. Suena un chasquido metálico. Entreabre los ojos. La manguera del agua y el alimento flamea en el aire seco, del nuevo mundo impregnado de perfumes penetrantes y ruidos.
La acción de los miembros que lo agarran, lo vuelve a girar. Él no abre la boca, tampoco respira. Un golpe seco en el traste, lo estremece y él contragolpea con un grito desgarrador que es ahogado por un manto celeste, que lo enrolla.
Los miembros movedizos y firmes lo siguen teniendo en el aire, bien agarrado.
Él mete y saca aire del cuerpo.
La fuerza externa lo lleva en vuelo sobre una superficie irregular, de cumbres y llanos pálidos. El viaje termina cuando su cabeza aterriza sobre un acolchado rojo. Vuelve a berrear, no tanto por el  contacto sino porque, sin siquiera pedirlo, lo han sacado de su planeta rojo, ese, donde era tan feliz.
Tal vez así haya sido el nacimiento de Ray Bradbury, tal vez por ello, cuando soltó las riendas de su imaginación literaria y lo plasmó en una obra fenomenal, buscó el planeta más rojo del barrio solar.
Hoy, noventa y cuatro años después de aquel alumbramiento, mientras en el planeta Marte un robot de la NASA rola sus ruedas de lata y saca, a repetición, fotos digitales, con la afición criminal de la captura de imágenes, tan de estos tiempos, muy probablemente, otro marciano es expulsado del vientre de una terrícola, para tomar la posta que ha dejado Bradbury.


Potrillo loco


Mi viejo me decía "potrillo loco".
Por eso no me extraña que a esta altura de mi vida ya no esté para ciertos trotes.
Por cierto, como nunca lo estuve, ni para el trote, ni para el paso.
Estoy, como lo he estado siempre, para estampidas y corcoveos, sin riendas, ni monturas, ni jinetes, ni alambrados.

jueves, 21 de noviembre de 2013

El portero de mi analista VII

Sesión cancelada
Llama mi analista para decirme que suspende la sesión por un asunto personal. “Nos vemos la semana que viene”, dice y yo le respondo bueno, nos vemos, chau.
Me quedo mirando el teléfono, por qué no le pregunté los motivos que lo llevaron la cancelación del turno. No sé, mínimo eso. Es lo que él hubiese hecho conmigo, tenerme una sesión entera hablando del asunto, como lo hace cuando llego un minuto tarde.
Contengo mi bronca, la contraataco con una idea positiva, pienso, suspendida la sesión, ganada la mañana.
Pero no logro cambiar mi estado porque me acuerdo del portero del edificio donde vive mi analista.
Me pregunto si mi analista le habrá avisado al portero que no voy.
Con esta serán dos semanas sin verlo. Pasaré siete días más sin saber por qué faltó al trabajo la semana pasado y, el pobre, sobrellevará catorce días sin verme.
Podría subirme a la bici, pasar por la puerta, ver si el tipo está y, como haciendo que pasé de pedo, lo saludo y lo tranquilizo, le hago notar que sigo vivito y coleando. Lo dejo tranquilo.
Está bueno dar señales claras. Que el tipo no sepa nada de mí, eso es jodido. Estar en ascuas, sin definiciones, metido en un tránsito nebulósico, eso es choto-choto.
Pero bué, no se puede, hay que respetar el tiempo que marca mi analista y el portero va a tener que aguantar. Una semana en la vida es nada, pasa como pedo, es un suspiro.
Suspiro. Giro sobre mi silla rotatoria y quedo mirando por la ventana. Cuelgo mi mirada en la franja aérea que está entre las nubes y los techos de Villa Crespo.
El tránsito de ese espacio me torna casi etéreo, soy una especie de alma errante, un espítiru. Espíritu, alma errante y me asalta una idea horrible. No, no puedo pensar que el portero del edificio donde vive mi analista murió. Mucho menos que mi analista me suspendió la cesión porque fue a su velorio. Pero lo pienso y se me parte el alma. Tengo ganas de llorar, brota una puntada en la boca de mi estómago.

Dejo de mirar la ventana, recupero el giro sobre mi silla, miro la pantalla de la compu, busco distraerme, dar con algún videíto, algo. Pero no puedo sacarme la idea de que al portero le haya llegado la hora y, para peor, que tendré que sobrellevar siete días de espera para saber si estiró la pata, siete jornadas indefinidas, de tránsito nebulósico, o sea, me espera una semana de mierda.

viernes, 15 de noviembre de 2013

El portero de mi analista VI

Soledad
Mientras ato la bici al palo de la luz, hago mi primera observación de campo. El portero del edificio donde vive mi analista no está.
Camino hacia el portal, chequeo la hora, faltan cuatro minutos. Mucho tiempo para Adolfo. Porque Adolfo puede aparecer en cualquier momento y no sea cosa que Adolfo justo hoy no venga cuando me acuerdo perfectamente que se llama Adolfo. Y, hasta digo “Adolfo” en voz alta, canchereando y una mina que está recontra buena me dice “¿Qué te pasa enfermo?” y no le contesto. No me importa. No es con ella es con A-dol-fo, el portero.
Inspecciono a izquierda y derecha, no lo veo. Hago un recorrido esperanzador al llevar la mirada a la vereda de enfrente; tampoco lo veo. Miro el reloj, quedan dos minutos para la hora de mi sesión.
Me sereno, dos minutos es muchísimo, la de imperios que se construyeron en dos minutos, reflexiono y, enseguida, someto a análisis la frase que acabo de tirar y no me viene a la cabeza ningún imperio, y no sé por qué dije lo que dije, y como soy tozudo escarbo en mi memoria, busco Imperio, me sale Romano y al toque César y de un César paso a Alejandro y paro. Me doy cuenta, a tiempo, de que este jueguito mental me lleva a más nombres, y se trata de un mecanismo autodestructivo de mi cabecita. Y yo, justamente hoy, no necesito meter más nombres, porque me acuerdo muy bien del nombre. ADOLFO.
Miro la pantalla del celu, queda menos de un minuto. El tipo no aparece, pienso si no viene a propósito o si algo que hice o dije la semana pasada le jodió y, sabiendo (él) qué día y a qué hora vengo, me evita. Porque cuatro minutos es nada en la vida de un portero que se la pasa todo el reverendo día al pedo, tiene casa gratis, tampoco paga el cable, las boletas de luz y gas, el teléfono fijo y los canales porno. Miro la hora ¡Hijo de puta! Justo hoy que me acuerdo de su nombre no viene.
Recaliente, toco el timbre de mi analista. Me pregunta “¿Te abre?” y sé que me pregunta por él, porque si no diría “Te Abren” y yo le contesto que Adolfo no está, mientras un bocinazo de un auto más una sobrecarga de artillería de malas palabras se solapan a mi voz. “¿Quién no está?” Brota la consulta de mi analista por el parlante y pesco a dónde va el tono de la voz, que le salió como “hago de cuenta que no te escuché, respondé de nuevo”; es el tono del profesor gamba que en un final oral hace que no te escuchó la respuesta, te pide que la repitas por la otra para que apruebes.
Me agarro de esa soga que me acaba de tirar el analista y, con decisión, corrijo “No está Francisco”. “¿Quién es Francisco?” retruca mi analista, descolocado. Se me aflojan las piernas, me duele la panza, los labios me tiemblan, y me quedo en silencio, preso de un nuevo fracaso.
Un señor aparece con un caniche toys. El perrito huele la punta de mis dedos salidas de las sandalias, se mete en la charla y le dice a mi analista “No bajés, yo le abro al pibe”.

El buen vecino abre la puerta, se hace a un lado, avanzo. El perrito tensa la correa, mis dedos de los pies son su norte. Abro la puerta del ascensor, entramos, los tres.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

El Ansia.

Te cuento cómo fue mi despedida de soltero, en el 2006, con Laiseca y Leonardo Oyola.

La Guerra del Gallo - Libro y obra de teatro - Bahía Blanca


viernes, 8 de noviembre de 2013

El portero de mi analista V

Tormenta muda
Bajo del colectivo y al refugio del 92. Llueve y mucho. La parada está a media cuadra del edificio donde vive mi analista. Abro el paraguas, salgo del refugio. Charcos y baldosas flojas ensopan mis medias. No me importa. Decidí que iría sin cargas, ni preocupaciones. Empezando por la de recordar si el nombre portero del edificio donde vive mi analista es Francisco o Adolfo. Si llego a toparme con él, ya lo decidí, no voy a hablarle. Lo ignoraré. Iré directo al timbre y esperaré a que mi analista me baje a abrir. Andar libre me hace sentir muy orgulloso de mí. Estoy tan ancho que ni la tormenta me jode.
Llego. Descubro un obstáculo. El portero está parado debajo del marco de la puerta, contra la pared, pegado a la placa con los timbres de los departamentos. Con la excusa de que el paraguas me tapa la visual, no lo saludo, sigo dos pasos más, me subo al escalón de la entrada para guarecerme de la lluvia. Sin mirarlo, exagero mi interés en la operación de cerrar el paraguas. Lo hago lento. Le doy tiempo para que el tipo se mueva de ahí, mientras le transmite mi escaso interés en su persona.
El portero sigue firme. Escucho que carraspea, noto que me mira. Saco el celular, miro la pantalla. Queda un minuto para la hora de sesión. Del paraguas, paso a mirar un charco. Los golpes de las gotas generan burbujas. Eso significa que la lluvia viene para largo. Podría decirle eso o qué fulero está el tiempo, pero no le voy a hablar. Él no existe, para mí. El tipo respira profundo y suspira lento. Sobre el charco se espeja un rayo, semiesferas de mercurio, parecen las burbujas antes de explotar. Pienso en lo efímero de esos cuerpos líquidos. Me sobreviene la idea del par dialéctico efímero-eterno, y eso me lleva a pensar que, a veces, un microsegundo es un siglo y que, como ahora, un minuto parece eterno.
No aguanto más la espera, miro la pantalla de mi celular. Es la hora. El Portero sigue sin moverse. Enfoco un primer plano de la placa de bronce con los timbres. El Portero, queda, en un segundo plano borroso. Paso el brazo derecho delante de él (pienso toco el aire no te todo, toco el aire el aire es libre), y toco el timbre de mi analista. Atiende, le digo quién soy y me dice: “Decila a Adolfo que te abra”.
El portero respira cortito por la nariz, como aspirando moquito flojo. Traigo el brazo hacia mi dorso. Abatido, le solicito que me abra. “No te pongas mal”, me dice, “lo que está pasando está muy bien, pudiste manifestar tu demanda. Diste un paso, eso muy bueno; como dijo el astronauta un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad ”.
El tipo tiene una sonrisa amable, nada revanchista, más bien caritativa y monacal. Pienso en que fui una bestia en ponerme duro con él, que ningunearlo fue una estrategia de mierda. Reblandecido, le pregunto si realmente cree que estoy mejorando. Hace que sí con la cabeza y me regala una sonrisa sacerdotal. “Le digo, gracias por tu ayuda Francisco”. La cara le cambia a Abad emponzoñador de El Nombre de la Rosa.
Se me viene el mundo abajo, me siento como la vaca en camión jaula.
Abre la puerta, se hace a un lado para que pase y larga, “como dijo Xuxa, un pasito para el frente, dos pasitos para atrás. Pensátelo. Te veo la semana que viene”.
Trueno, granizo, bocinazos.

Arrastrando los pies, llego a la puerta del ascensor. No tengo una palabra, solo un millón de tormentas.

martes, 5 de noviembre de 2013

Uña de gato




Leí que la Iglesia de la Cienciología llegó a Buenos Aires. Uno de los aspectos más conocidos de este grupo religioso es que los padres se comen la placenta de sus hijos.
Esto me hace recordar a La Miya, la gata de mi niñez. Después de parir a Monina (su primera cría) salió un pedacito de carne. En mi rol de asistente de parto, capturé esa carne con mi mano. La Miya me la sacó de los dedos con un zarpazo y se la tragó sin masticar. Después de Monina, esa noche, parió cinco gatos más y repitió lo de comerse la placenta. Ya no metí mano. En la yema del dedo gordo, tenía el dibujo del uñazo de la gata.
Un día, me enteré por un compañero del colegio que, cuando nacemos, también venimos con placenta. Le fui a preguntar a la japonesa Iukie si eso era cierto. Ella, desde que me había convidado de su cigarrillo, era la persona para compartir un secreto. Me confirmó lo que había dicho mi compañero y agregó que, en el hospital, tiraban las placentas de los bebés a los tachos de basura, que después van los gatos y se las comen, porque les encantan. Me pareció un bolazo y ella soltó “No oíste que los gatos lloran como bebé”, se dio media vuelta y se fue a hacer origamis.
Esta noche, en que cielo de Buenos Aires tiene la luna (como dice Selva Almada) como uña de gato, conecto la noticia con el recuerdo. Se me ocurre pensar si esa marca en el cielo, no es una gato-señal, una especie de advertencia, la última oportunidad para que los de la iglesia de los come placenta vuelvan por donde vinieron.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Fin "hitórico"

Desclavo los aguijones de los aniversarios y los días festivos. No más días “hitóricos”, nada de mojones ni fronteras. Festejo o lloro sin pensar en el día. Nada de reglas; en este territorio se borran las marcas de los milímetros, y con las reglas ciegas, se hace aserrín y que, de ellas, decida el viento. Con mi luna abotonada al zodiáco de la revista del domingo y el regente chamuscándome la crisma, ya sabés, mapa del cielo, sobre qué tierra, desde hoy, llueven tus brillos.

Oración de la Sección (literaria)



Salva al crítico literario, a quien los textos se les plantan orgánicos y pregnantes.
Cuídalo del acoso de la poética que se le aparece a cada rato, sobre todo, cuando no lee poesía. Desátale los nudos narrativos y libéralo del encorsetamiento de las unidades de tiempo.
Ayúdalo a superar el ninguneo del libro que, mientras lo lee, dialoga o es interpelado por otros libros o seres.
Por último, despégale el sticker de erudición-chasco que le cubre el tercer ojo. Ayúdalo a activar la glándula pineal, antes de que se le reseque y pase un Hannibal Lecter Jefe de Redacción y se las coma como molleja.
Empújalo a sentir, a que me cuente si el libro que leyó, simplemente, les gustó (con un “me gusta facebook”, me conformo).
Dale valor para que cuente si en algún tramo de la novela le dieron ganas de ir garchar; si odió o amó al personaje de un relato; si lloró en medio del drama; si, mientras leía, se cagó de risa o se pegó un embole de novela. ¡Por favor! Que me diga si el libro que leyó, por más best seller que sea el autor, es un texto tramposo.
Dale al crítico literario valor para soltar la experiencia de la lectura, lejos de la relación extorsiva “visitador-médico” del ejecutivo de cuentas de la editorial. Sácalos del redil de los compromisos, del toma-daca, del  “como te adulo, tu editorial, luego, me publica”.
Por eso, más que nunca, te suplico, salva a los críticos literarios.