Tormenta muda
Bajo del colectivo y al
refugio del 92. Llueve y mucho. La parada está a media cuadra del edificio
donde vive mi analista. Abro el paraguas, salgo del refugio. Charcos y baldosas
flojas ensopan mis medias. No me importa. Decidí que iría sin cargas, ni
preocupaciones. Empezando por la de recordar si el nombre portero del edificio
donde vive mi analista es Francisco o Adolfo. Si llego a toparme con él, ya lo
decidí, no voy a hablarle. Lo ignoraré. Iré directo al timbre y esperaré a que
mi analista me baje a abrir. Andar libre me hace sentir muy orgulloso de mí.
Estoy tan ancho que ni la tormenta me jode.
Llego. Descubro un
obstáculo. El portero está parado debajo del marco de la puerta, contra la
pared, pegado a la placa con los timbres de los departamentos. Con la excusa de
que el paraguas me tapa la visual, no lo saludo, sigo dos pasos más, me subo al
escalón de la entrada para guarecerme de la lluvia. Sin mirarlo, exagero mi
interés en la operación de cerrar el paraguas. Lo hago lento. Le doy tiempo
para que el tipo se mueva de ahí, mientras le transmite mi escaso interés en su
persona.
El portero sigue firme.
Escucho que carraspea, noto que me mira. Saco el celular, miro la pantalla.
Queda un minuto para la hora de sesión. Del paraguas, paso a mirar un charco.
Los golpes de las gotas generan burbujas. Eso significa que la lluvia viene
para largo. Podría decirle eso o qué fulero está el tiempo, pero no le voy a
hablar. Él no existe, para mí. El tipo respira profundo y suspira lento. Sobre
el charco se espeja un rayo, semiesferas de mercurio, parecen las burbujas
antes de explotar. Pienso en lo efímero de esos cuerpos líquidos. Me sobreviene
la idea del par dialéctico efímero-eterno, y eso me lleva a pensar que, a veces,
un microsegundo es un siglo y que, como ahora, un minuto parece eterno.
No aguanto más la
espera, miro la pantalla de mi celular. Es la hora. El Portero sigue sin
moverse. Enfoco un primer plano de la placa de bronce con los timbres. El
Portero, queda, en un segundo plano borroso. Paso el brazo derecho delante de
él (pienso toco el aire no te todo, toco el aire el aire es libre), y toco el
timbre de mi analista. Atiende, le digo quién soy y me dice: “Decila a Adolfo
que te abra”.
El portero respira
cortito por la nariz, como aspirando moquito flojo. Traigo el brazo hacia mi
dorso. Abatido, le solicito que me abra. “No te pongas mal”, me dice, “lo que
está pasando está muy bien, pudiste manifestar tu demanda. Diste un paso, eso
muy bueno; como dijo el astronauta un
pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad ”.
El tipo tiene una
sonrisa amable, nada revanchista, más bien caritativa y monacal. Pienso en que
fui una bestia en ponerme duro con él, que ningunearlo fue una estrategia de
mierda. Reblandecido, le pregunto si realmente cree que estoy mejorando. Hace
que sí con la cabeza y me regala una sonrisa sacerdotal. “Le digo, gracias por
tu ayuda Francisco”. La cara le cambia a Abad emponzoñador de El Nombre de la Rosa.
Se me viene el mundo
abajo, me siento como la vaca en camión jaula.
Abre la puerta, se hace
a un lado para que pase y larga, “como dijo Xuxa, un pasito para el frente, dos
pasitos para atrás. Pensátelo. Te veo la semana que viene”.
Trueno, granizo, bocinazos.
Arrastrando los pies,
llego a la puerta del ascensor. No tengo una palabra, solo un millón de
tormentas.