viernes, 8 de noviembre de 2013

El portero de mi analista V

Tormenta muda
Bajo del colectivo y al refugio del 92. Llueve y mucho. La parada está a media cuadra del edificio donde vive mi analista. Abro el paraguas, salgo del refugio. Charcos y baldosas flojas ensopan mis medias. No me importa. Decidí que iría sin cargas, ni preocupaciones. Empezando por la de recordar si el nombre portero del edificio donde vive mi analista es Francisco o Adolfo. Si llego a toparme con él, ya lo decidí, no voy a hablarle. Lo ignoraré. Iré directo al timbre y esperaré a que mi analista me baje a abrir. Andar libre me hace sentir muy orgulloso de mí. Estoy tan ancho que ni la tormenta me jode.
Llego. Descubro un obstáculo. El portero está parado debajo del marco de la puerta, contra la pared, pegado a la placa con los timbres de los departamentos. Con la excusa de que el paraguas me tapa la visual, no lo saludo, sigo dos pasos más, me subo al escalón de la entrada para guarecerme de la lluvia. Sin mirarlo, exagero mi interés en la operación de cerrar el paraguas. Lo hago lento. Le doy tiempo para que el tipo se mueva de ahí, mientras le transmite mi escaso interés en su persona.
El portero sigue firme. Escucho que carraspea, noto que me mira. Saco el celular, miro la pantalla. Queda un minuto para la hora de sesión. Del paraguas, paso a mirar un charco. Los golpes de las gotas generan burbujas. Eso significa que la lluvia viene para largo. Podría decirle eso o qué fulero está el tiempo, pero no le voy a hablar. Él no existe, para mí. El tipo respira profundo y suspira lento. Sobre el charco se espeja un rayo, semiesferas de mercurio, parecen las burbujas antes de explotar. Pienso en lo efímero de esos cuerpos líquidos. Me sobreviene la idea del par dialéctico efímero-eterno, y eso me lleva a pensar que, a veces, un microsegundo es un siglo y que, como ahora, un minuto parece eterno.
No aguanto más la espera, miro la pantalla de mi celular. Es la hora. El Portero sigue sin moverse. Enfoco un primer plano de la placa de bronce con los timbres. El Portero, queda, en un segundo plano borroso. Paso el brazo derecho delante de él (pienso toco el aire no te todo, toco el aire el aire es libre), y toco el timbre de mi analista. Atiende, le digo quién soy y me dice: “Decila a Adolfo que te abra”.
El portero respira cortito por la nariz, como aspirando moquito flojo. Traigo el brazo hacia mi dorso. Abatido, le solicito que me abra. “No te pongas mal”, me dice, “lo que está pasando está muy bien, pudiste manifestar tu demanda. Diste un paso, eso muy bueno; como dijo el astronauta un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad ”.
El tipo tiene una sonrisa amable, nada revanchista, más bien caritativa y monacal. Pienso en que fui una bestia en ponerme duro con él, que ningunearlo fue una estrategia de mierda. Reblandecido, le pregunto si realmente cree que estoy mejorando. Hace que sí con la cabeza y me regala una sonrisa sacerdotal. “Le digo, gracias por tu ayuda Francisco”. La cara le cambia a Abad emponzoñador de El Nombre de la Rosa.
Se me viene el mundo abajo, me siento como la vaca en camión jaula.
Abre la puerta, se hace a un lado para que pase y larga, “como dijo Xuxa, un pasito para el frente, dos pasitos para atrás. Pensátelo. Te veo la semana que viene”.
Trueno, granizo, bocinazos.

Arrastrando los pies, llego a la puerta del ascensor. No tengo una palabra, solo un millón de tormentas.