jueves, 31 de marzo de 2011

Bitácora editorial VIII - Libro duro de roer

Debajo del escritorio pulsa mi tobillo derecho. No hace falta que pliegue la mesita del teclado para verlo, puedo reconstruirlo mentalmente con la recepción de sensaciones: es una bola tamaño pomelo. Me lo torcí hace una semana, después de haber retirado el dinero del cajero automático (tras dos intentos fallidos de clave de seguridad) e ir al bar para pagar la cuenta de almuerzos del policía, que muy gentilmente me hizo compañía en toda la gestión. Entré al edificio de casa, el ascensor no funcionaba (suele pasar al menos una vez al mes), resbalé en el cuarto escalón y aterricé en la Planta Baja con el pie derecho metido para adentro. Mordí un grito y me cercioré que nadie haya visto mi acto de torpeza. Solo me apuntaba la cámara de seguridad colgada del cielorraso. El circuito cerrado de esa camarita puede verse en cualquier televisión de los ochenta departamentos que comparten con el mío este edificio. Se me hizo la imagen de gordas chismosas riéndose con mi desdicha. Hice los ocho pisos por escalera en dolorosa trepada.
Desde entonces no he vuelto a bajar. Por suerte, el ascensor volvió a funcionar y los servicios de delivery de comida me mantienen vivo. Paso el santo día sentado delante de la computadora. Alterno mi mirada entre la pantalla y el balcón que todavía tiene el libro ignífugo de Coelho y las cinco monedas. No he vuelto a abrir el ventanal, temo por esa rata. Ella anda por ahí y las cinco cagaditas negras alrededor de El Alquimista lo ratifican. La rata debe querer comerse el libro. Pero es un libro duro de roer. Este Alquimista tiene propiedades fantásticas. A las de ignífugas hay que sumarle repelente de agua. Es increíble, pero lo vi con mis propios ojos. La semana pasada pasó una tormenta de esas que hacen de Villa Crespo una Venecia y el libro ni se mojó. Los gotones se deslizaban por la tapa como si fueran gotas de mercurio para caer y perderse en la correntada del balcón.
Acaba de entrar un mail. Me reincorporo en la silla, manoteo el mouse y clickeo en bandeja de entradas. Es un mail de Puerta del libro. Como asunto dice “Gracias”. Lo abro: “Hola Juan. Quisiera agradecerle por poner mi e-mail en su simpática bitácora. Tiene seguidores. Ya he recibido cinco manuscritos de autores ignotos y eso se lo
debo a usted. Sabe mejor que yo como son sus colegas, tienen un olfato agudo, para ellos el editor es como el queso para las ratas, ni bien lo huelen avanzan. No es una queja de mi parte, tal vez, entre tanto material, reciba algo que me haga perder el interés en desarrollar su libro y le termine agradeciendo esto que en primer lugar me pareció un descuido de su parte. Ahora bien, volviendo al libro que nos tiene que escribir ¿puede pasarme las primeras veinte páginas? No es por presionarlo, solo quiero hacerle entender cuál es el ritmo de trabajo que he dispuesto para usted. Necesito sentirme segura, empiezo a dudar de sus capacidades, ¿está a la altura del desafío? Ayúdeme. ¡Ah! En cuanto al mozo (me refiero al mozo que es dueño de una bicicleta que está en el patio del bar y de una bolsa con un libro y unas monedas que están en su balcón) ¿yo me meto en su vida?”
La escuálida de columna combada y vértebras puntiagudas volvió y se me activa la sangre. Tengo ganas de ir a buscarla y decirle quién carajo se cree que es. Cómo mierda piensa tratar así a la gente. Pero estoy seguros que ella me va a contestar: “usted vino a nuestra editorial, sabe quiénes somos. Y usted, escritor inédito, ¿quién es?”. Y yo se que para ella soy ese libro que me quieren publicar, en el que debo contar algo muy importante para los demás.
Mejor pongo la pava en la hornalla y me preparo un té de tilo.
Lo tomo mirando por la ventana, busco bajar veinte cambios, me relajo un poco. Si busco el destello de la mañana y con la mirada me pierdo ahí, tal vez logre entrar en otro plano y afloren ideas. En la escuela mirar por la ventana me daba resultado, dejaba de oír a las maestras y entraba en mundos increíbles. Eso, la cosa va por ahí, por perderse en la luz del sol.
El timbre del teléfono serrucha el plano refulgente y astilla la paz. Atiendo, la voz me sale ronca. “Juan, los dos sabemos que la inseguridad es uno de los grandes flagelos de nuestra sociedad. Cada día que demore en recibir a Prosegur en su hogar más crecen las chances de sufrir el golpe letal de la mano del delito. Juan, viva tranquilo. Solo déme su número de tarjeta de crédito…” Corto y revoleo el teléfono. Vuelvo al balcón para ver si puedo recuperar esa placidez lumínica, pero nada, pienso en el hijo de puta que me metió el cagazo para venderme una alarma. Bajo la vista al piso del balcón. Ahí sigue el libro de Coelho, las cinco monedas y los seis soretes de rata. Pego la ñata al vidrio del ventanal y vuelvo a contar, ¿no eran cinco cagaditas? El torniquete de nuevo en la boca del estómago, en la garganta. ¡Ratas de mierda!

Juan Guinot

31/03/2011

martes, 22 de marzo de 2011

Bitácora editorial VII - Coelho ignífugo

No voy a volver al bar. No quiero que me carguen la deuda por el consumo del cana. Yo no le debo nada a nadie. De hecho, cuando me fui de la DGI y Arcor lo hice sin pedir un peso. Lo normal es que un ejecutivo “negocie salidas”. Yo no negocio mi independencia. De esos laburos solo me llevé el proporcional que me tocaba de vacaciones y aguinaldo, y experiencias. Tampoco me llevé una moneda que no me correspondía (eso que, tanto en la esfera pública como en la privada, tocan Bill Halley & The Comets con su retornos por debajo de la mesa). La bolsa me dice que mi reputación impecable se acabó. La bolsa del súper chino con la de Carrefour adentro que contiene El Alquimista de Coelho y 5 monedas me delata. No puedo ni mirarla porque me grita “Culpable”. Con la bolsa del bar, terminé por ensuciarme las manos. Esto me martiriza, me la tengo que sacar de la cabeza y de mi vida, expiar mis culpas. ¡Destrucción de la prueba! Eso es. Por caso llevo dos semanas desde que arranqué esta bolsa del manubrio de la bicicleta del mozo y nadie me ha endilgado el robo.
Es simple: si desaparece la bolsa, sanseacabó el delito.
¡Eliminación de la prueba!
Reaparezco en el cuarto con la revista del cable. Bajo la bolsa del último estante de la biblioteca. Abro la puerta que da al balcón. Los frenazos y bocinas me cubren con el manto anónimo de la calle. Abro la revista del cable, apoyo la bolsa del mozo en la raja de las páginas del medio, la doble página del horóscopo mensual. Doy un chispazo al encendedor y una llama erecta hacer arder la hoja del horóscopo. Sobre el papel avanza una cresta de fuego naranja-verde-amarilla-azul que ya se comió a Escorpio y arremete contra Virgo. Allí se topa con la bolsa del súper chino que se achicharra y descubre la de Carrefour. También se prende y la llama muta a rojo-blanco-azul. Cae el naylon derretido y se une al plastrón negro, gomoso, ardiente del cuerpo carbonizado de la bolsa de los chinos. La llama pasa sobre el libro. Mis ojos llamean excitación asesina, la pira dará cuenta de la prueba. Pero la llama sigue a la hoja siguiente (la de los horóscopos de la revista), prende Tauro y El Alquimista de Coelho continúa ahí, rodeado por las monedas. El libro de Coelho es ignífigo. Manoteo el trapo de piso y le empiezo a pegar al fuego que avanza y está por quemar Aries, mi signo, lo que puede ser un mal presagio. Ahogo la llama. En el aire quedan flotando las plumitas negras del papel quemado de la revista del cable y entran en bandada a mi cuarto. Me apuro a cerrar la puerta. El teclado de la computadora, el escritorio, los libros están cubierto por los residuos de esa nube carbonilla. Vuelvo a abrir la puerta del balcón y me quedo mirando al libro de Coelho, ni un rastro del paso el fuego. Es más, parece más brillante. Y hasta las cinco monedas refulgen como nunca. Ahora si me da cagazo este Coelho ignífugo. Me lo quedo mirando fijo; en segundo plano, recortado por la baranda y rejas del balcón, transcurre la película borrosa del movimiento urbano de mediodía. Así me quedo, derrotado, sometido al libro. Coelho ignífugo, conejo ignífugo, pienso en la línea de un chiste acorde a mi momento de tara. Y me acuerdo de los conejos de la Patagonia que si se prendieron fuego. Fue en Epuyen, cinco paisanos en pedo rociaron con grapa un conejo, lo prendieron fuego y lo largaron por romper los huevos nomás, y el conejo bola de fuego meta correr y morirse entre llamas, prendió fuego los bosques milenarios de cinco montañas. Y a este conejo-Coelho le resbala el fuego.
Sobre la imagen de ese segundo plano borroso de mi balcón aparece una mancha negra. La baranda del balcón pasa a primer plano y el actor principal es una rata. Me quedo duro, la rata también. La panza se me anuda y asciende por el centro de mi pecho un torniquete helado. Quedamos hociquito peludo contra labio fruncido. Solo nos separa El Alquimista de Coelho, solo nos une el espanto mutuo. No sé como, pero saco fuerzas resortíceas de mis piernas y me tiro para atrás, como lo hacen los buzos que se lanzan desde cubierta al abisal océano, para caer de espaldas en mi cuarto y desde el piso cerrar la puerta. Asciendo pegado a la placa, corro la cortina y miro el balcón: la rata partió. Me voy de acá.
Crispado, salgo a la calle. “Señor Juan, espere” es una voz de mujer, me doy vuelta. Una chica vestida con delantal morado se me acerca: “Perdone, soy la moza nueva del bar, el señor me dice que usted tiene que pagar sus cuentas”. Desde dentro del bar sale el policía de la cuadra. Con la mirada, salto entre los ojos de la moza y el policía varias veces para ver si encuentro, entre ambos, una soga que me haga salir de esta correntada sin tener que recurrir a una u otra costa. Pero la mirada severa del Oficial define mi decisión. Le digo que por supuesto pagaré, que nunca dejo deudas, que tengo una reputación impecable, pero que ando sin efectivo, que paso por el cajero y le pago. “Lo acompaño al cajero, con la inseguridad de hoy no se puede andar sacando plata así como así”, me dice el policía. Digo que con gusto y encaramos para la esquina.
A los pasos larga “temprano para hacer asadito, flor de quilombo armó en el balcón”. No respondo. El tipo me vio. Ahora alguien sabe de mi intento de destrucción de la prueba del delito. Le digo “el viento” y quiero decir, que el viento no deja hacer fuego, pero me sale “el viento” y el torniquete de hace un rato me cierra la garganta. Doblamos en la esquina, hay que caminar dos cuadras para ir al Banco Francés de Avenida Corrientes.
A los pasos, me veo a través de las miradas de mis vecinos: acompañado por el policía parezco un reo. Hasta los escucho decir “seguro se lo llevan por chorro, algo habrá hecho”. Pero lo que me vende es mi cara. La culpa por ese libro en el balcón me brota por los poros. No, no me puedo delatar. Le pregunto al policía si lee. “Si, Coelho”, me contesta con puntos suspensivos como para que yo diga algo. Se me anudan las cuerdas vocales y la lengua se me paraliza.
Mentalmente salgo de acá. Pienso en el Coelho ignífugo, las cinco monedas y la rata. Pienso en eso, para acordarme de la clave de la tarjeta de débito que justo ahora no recuerdo. Queda una cuadra y, para completarla, lo que me falta ahora es que no me acuerde la clave, delante del policía y me acuse de portar tarjetas mellizas.

martes, 15 de marzo de 2011

Bitácora editorial VI - Pagar las culpas

Suena el teléfono. El identificador muestra un número que no reconozco. Atiendo y pregunta si soy Juan Guinot, digo que sí, me dice que es el Comisario Váquez de la División Robos y Hurtos. Corto y desconecto el teléfono de línea. Después apago el celular. Vuelvo a mi computadora. Antes de encenderla, miro en el espejo de la pantalla apagada la bolsa que me “traje” del bar. Toda la semana la miré de soslayo. Está en el último nivel de la biblioteca. Las manijas rotas y anudadas guardan lo que tenían: el libro “El Alquimista” de Paulo Coelho (con una dedicatoria en lápiz y a medio escribir que decía “Para encontrar el camino”), dos monedas de cincuenta centavos y tres de veinticinco. Nada más y nada menos. Llevo siete días sin mirar la bolsa de frente, busco esquivarla, la evidencia de mi delito me retuerce las tripas. Prendo la máquina y el fulgor de la pantalla se la traga al ritmo de la musiquita de Windows. Miro la portada de dos periódicos digitales, no dan cuenta de un caso de robo de una bolsa dentro de un bar de Villa Crespo. Me separo del teclado y vuelvo a conectar el teléfono de línea. No hay mensaje. Enciendo el celular. Tampoco. Lo del comisario Vázquez debe haber sido una llamada al boleo de chorros que te hacen el cuento para sacarte algún nombre de un familiar que no esté en casa y, después de lograr eso, te dicen que en realidad son secuestradores y tienen ese familiar que soltaste el nombre atrapado en una guarida, te piden rescate con carga de créditos en celular, en el caso más simple o una bolsita de supermercado cargada de billetes. Hay más llamados de estos chorros que el de los otros, los que venden tarjetas de crédito y seguros. Me imagino que ya debe haber en algún lugar call centers que se dedican a este trabajo de los “secuestros express”. Si, debe ser eso. Suena el teléfono de línea; pinchazos fríos en réplica ascienden por mi columna y me trepanan el cerebro. Levanto el tuvo y corto. Ya no quiero escuchar el cuentito del policía. Vuelvo a la computadora, me parapeto detrás del respaldo de mi butaca, no le quito los ojos al teléfono. Un mensaje acaba de entrar en mi correo. A ver si todavía detrás de todo esto está Puerta del libro y me manda un mail con alguna pista, hace una semana que no me escribe. Meto mano al teclado, la bandeja de entrada muestra un mail en el que se promete un video porno de Natalie Portman. La Portman en Star Wars es la cúspide de la belleza, de ella ya no quiero ver nada más. Elimino el mail. Miro feo al iconito de mi antivirus (está al lado del reloj de la pantalla) y le digo que labure de una vez, que para qué mierda le pago, que no deje entrar mails infectados a mi máquina. Suena el teléfono. Subido a la ola de enojos, atiendo y le digo al supuesto comisario que me deje de hinchar la pelotas y que le haga un secuestro express a otro. “Amor, soy yo; ¿estás bien?” dice mi esposa del otro lado de la línea. Atropello mis palabras para al querer decir que pensaba que era una broma. “Desde cuando soy una broma”, me dice. Cambio de tema, de un tirón disparo una perdigonada y le pregunto como va el viaje, si el clima al otro lado del mundo se lleva bien, que si el terremoto de Japón y, literalmente, la mar en coche. Se corta el llamado. Me quedo mirando el aparato. Es de esos inalámbricos de Siemens que hay que usarlos no más de dos minutos porque se les acaba la batería. Con lo poco que me gusta hablar por teléfono, es la excusa perfecta para cortar los llamados.

Apoyo el inalámbrico sobre el futón. Vuelvo a la máquina, tal vez mi esposa está por entrar en el Skype. Se corta la luz. La pantalla se resume en un puntito refulgente que se escurre como una gota de mercurio. Las únicas dos páginas del capítulo veinte de mi nueva novela se fueron con el apagón. Me tiro de los pelos con los diez dedos y largo un encadenamiento de puteadas. Me aprieto los globos oculares con las yemas presionando sobre los párpados para no llorar. Libero los párpados, miro la pantalla. El espejo negro vuelve a mostrarme la bolsa que me robé. Debería bajar y devolvérsela al mozo. Si, ya es hora, hay que poner la cara. Vuelve la luz. Ya no prendo la computadora, los de Edesur deben andar toqueteando algunos cables de esos que pusieron en los noventa y que están a punto hacerse carbón. Suena el teléfono, me largo en vuelo y atiendo con voz dulce. “Qué amor ni ocho cuartos, Señor, soy el Comisario Váquez de Robos y Hurtos de la Policía Federal ¿me va cortar de nuevo o me va a obligar a que vaya a buscarlo y le corte los huevos?”. “Pì-pí” chilla el aparato y la batería del Siemens precipita el fin de la conversación. La puta madre, el cana era de verdad. Debe ser por la bolsa, ya la voy a devolver. Son las once y cinco de la mañana, el mozo debe estar ahí. Ni siquiera tengo bolsas de Carrefour para cambiar la que rompí, la meto en una bolsa blanca de los chinos, bajo, pongo la cara, le pido disculpas y le ofrezco un resarcimiento, no sé, algo de guita.

Ya estoy en la vereda. Con la aceleración a cuestas, abro la puerta del bar y le doy un portazo al respaldo de una silla. Un viejito escupe puteadas y migas, mientras me apunta con una medialuna por la mitad. La parte mordida está re-contra hinchada tras un ensopado en la tasa de café. Entre nosotros se interpone el mozo del turno tarde. El viejito sigue caliente y me tira la medialuna y en mi pecho queda una escarapela de migas y café. El viejo se retira del bar. Quiero pararlo, pedirle disculpas, pero el mozo me agarra del hombro derecho “No se preocupe, no es con usted, siempre arma quilombo para no pagar. ¿Le hago un té de tilo, le hago?” le digo que se lo agradezco, que me lo mande a la mesa del fondo y miro para el pasillo, la bicicleta del otro mozo sigue apoyada ahí y las ruedas desinfladas. “Vio, todavía no vino ese chanta”. El mozo se acerca a mi cara, para hablar en voz baja: “El Gallego cree que le afanó guita de la caja, que por eso no vuelve, por eso. Usted sabe, el ladrón, cuando es un ladrón de cuarta se arrepiente y después no le da la cara para pedir disculpas. Yo siempre digo, si afanás, afaná bien, algo muy grande y parate para siempre. Robar pelotudeces es como hacerse una paja. No podés contar que te sacudiste el ganso, no podés. Si la querés poner, ponela bien hasta el fondo y contáselo a Dios y María Santísima”. Le digo que tiene razón y anudo las manijas de mi bolsita de los chinos con la de Carrefour y mi deshonra adentro. Le digo al mozo que pare el té, que en un rato vuelvo. Salgo a la calle, uno de los policías de la consigna de la cuadra (ese que siempre está en la otra esquina cuando pasan los bicichorros para manotear celulares y los bolsos de las viejitas) me dice “Buen día, ¿todo en orden?”. Sin parar, le digo que sí y agrego “Oficial” para levantarle el ego y me llevo la mano a la frente en saludo de dos colegas de la fuerza. Me pone cara de culo y apuro el paso. “Deténgase”, me dice el policía, “¿Es gracioso?”. Le digo que no, que no sabe la seguridad que me da verlo cada vez que lo cruzo por la cuadra, que ni los bicichorros andan desde que está él. “No se haga el pelotudo”, me corta en seco, “usted sabe de lo que hablo”. Le digo que no sé de lo que habla. “De lo que tiene ahí”. El policía se me acerca, los dedos de mi mano derecha se aflojan y siento que las manijas de plástico se deslizan como agua entre mis falanges. Me pone un dedo en el pecho. “No se jode con los viejitos” y me martilla con el la punta del dedo índice varias veces sobre la escarapela de café y migas hinchadas. “Si se mete con el viejo, yo lo meto adentro para que lo atiendan los muchachos: Con una noche se lo dejan abierto como una flor”. Le digo que no lo haré más y le ofrezco una invitación de almuerzo para él y el viejo, cuando mande, a mi cuenta, en el bar. Con la misma mano que golpeó mi pecho me da un piñón cariñoso en el mentón: “Me alegro que acepte pagar sus culpas; cuando y cuánto voy a comer a su cuenta lo decido yo. Ahora siga camino”. Río con servilismo y atajo las manijas plásticas con el filo de las uñas, y garrapateo con mis dedos para recuperar el agarre. Mientra ingreso a mi edificio, veo que el policía entra al bar. Cagué fuego, ahora si que no vuelvo, que la cuenta la pague magoya.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Yolanka en revista miNatura (Cuba-España)


La revista miNatura, especializada en el género de ciencia ficción, terror y fantástico, lanza el número dedicado a Super héroes.
Especialmente para ellos, escribí Yolanka, un homenaje al peleador de Titanes en el Ring que dominó el espacio de gran parte de mi infancia.
Si querés conocer a Yolanka:
http://www.youtube.com/watch?v=F9zxTNWR4NY

Para acceder a la revista miNatura y disfrutar de la gran cantidad de minirelatos:
http://www.servercronos.net/bloglgc/index.php/minatura/2011/03/07/revista-digital-minatura-109

Yolanka
Es viernes y Titanes en el Ring presenta la pelea de cierre: Yolanka versus Karadagián. Mi cuchara raspa las paredes del pote de vidrio del yogurt Yolanka de Krasdorf, ese que me promete ser como mi héroe. En blanco y negro aparece la nave de Yolanka y desparrama humo sobre un ring donde cinco holandesas bailan. Yolanka pasa entra las cuerdas con su capa, capucha y escafandra. Se suma al baile de las holandesas y las gradas explotan. Zapateo sobre las baldosas de la cocina y mamá me pide que me siente. No le hago caso. El árbitro William Bu da indicaciones a los contrincantes y recibe los abucheos. La imagen de la tele se pierde. Es por culpa del viento del oeste y las nubes. La pantalla es trazada por líneas horizontales que replican a Yolanka y Karadagian entreverados. Papá me corre a un costado del telefunken, toca el buster y las rayas desaparecen. Vuelve el programa. Las cinco holandesas, en primera fila, comen yogur y saludan. Agito mi mano derecha y les muestro el frasco de yogur casi vacío. La pantalla vuelve a verse a los saltos y los parlantes de la tele largan un “RPQ 579, Río-Potosí-Quito 579”. Es Fischer, el radioaficionado; siempre nos interfiere en el televisor y en el momento menos indicado. Papá lo insulta y mete mano en el buster.

La pantalla se hace gris. Estoy por perderme la pelea. La cabeza arde. Voy del comedor al patio. En lugar de estrellas, el cielo está copado por nubarrones blanco y negro. Trepo a la casilla del gas, de ahí subo al techo. La espalda arde. Piso las chapas y llego a la torre. Me impacta la primera perdigonada de gotas. Aprieto fuerte el cable suelto de la antena. Las manos arden. Un rayo ramificado en mil cuchillas de plata une las puntas de todas las antenas del pueblo. Mis ojos arden.

El tronar de la nave ensordece. Estiro las manos hacia la noche. Es viernes y debo luchar en la pelea de cierre de Titanes en el Ring.

martes, 8 de marzo de 2011

Bitácora editorial V - Cobrar como en bolsa

Desde la cuenta de gmail de Puerta del libro recibo un mail a mi casilla de yahoo. La ansiedad hace más torpe mi torpeza motriz y, al querer abrirlo, clickeo sobre otro mail de la bandeja de entrada, lo abro y, al cerrarlo, lo elimino. Intento controlar mi pulso. Vuelvo a la bandeja de entrada, apoyo el cursor sobre el mail de la editora, lo abro. “Simpático lo que contó del IAE. Pude hablar con uno de los ejecutivos colegas de su graduación y validó todo. Eso si, a su colega, lo de cambiar el discurso le pareció una `imprudencia` de su parte. No se enoje conmigo, él me dijo: `Este Juan, cómo se va enojar porque le revisaran el discurso, uno debe expresar lo que quiere la institución o la empresa para la que se trabaja, no somos nosotros los que hablamos, es la empresa o la institución que habla a través de nosotros, por eso somos Master de elite y no un simple profesional universitario`. No se me enoje, es como si lo viera. Escuche este consejo: no se queme las neuronas, para su libro no vamos por ahí. Del Opus Dei se escribió demasiado y Dan Brown ya exprimió ese filón desde el folletín impreso hasta el Séptimo Arte. No se desanime con esto que le digo, más bien quiero alentarlo a que siga, se ha puesto a trabajar y eso es una buena noticia. Con lo que si no acuerdo es con sus expresiones hacia el mozo del bar, es injusto, él es una persona muy valiosa. Debería bajar, prestarle sus oídos, mire si justo escuchó o tiene algo de una mujer, sobre cierto libro a editar, que a usted le puede interesar. El bar no estuvo cerrado el lunes por este feriado improductivo de carnaval. Tal vez, hoy martes, puede darse una pasada, es temprano. Póngase una de sus máscaras y salga a disfrutar del carnaval”.

Releo el mail cuatro veces. En el reloj de la pantalla de la computadora dice nueve y nueve. Voy al bar por un té de tilo.

El bar está desierto. La tele apagada. Las aspas del ventilador de techo ejecutan una melodía monocorde que, con un tilo encima, vaticinan el advenimiento de un ataque de sueño de media mañana.

Detrás de la barra veo la espalda de guardapolvo morado del mozo. Me acerco a él y me llevo por delante una mesa, un rectángulo de porcelana con los sobres de azúcar y edulcorante estalla contra el piso. Me agacho y empiezo a juntar las porciones esparcidas del descalabro. A mi derecha aparece una pala y una escoba. “Levántese, no hay problemas, yo lo junto”. Asciendo con la mirada por los botones y, al superar la línea de las solapas del delantal morado, me encuentro con un mozo que nos el mozo que yo venía a buscar, o sea, el mozo de mis té de tilo. Me incorporo. El tipo me pregunta si me lastimó con la escoba y me pide que le muestre las manos, dice que tengo mala cara. Le digo que no es nada, que me sorprendí porque era la primera vez que lo veía, esperaba encontrarme con el otro mozo, me corta: “Ese forro, si supiera donde está, lo cago a patadas, lo cago. Hoy no vino a laburar y El Gallego me llamó a casa para que haga los dos turnos. Ayer, al cambiar el turno, me dijo que dejaba la bici porque se quedaba por el barrio, tenía que encontrarse con una mina. Dijo que después pasaba por el bar, antes del cierre, para volverse en bici a su pensión de Pompeya. Mire, para mí este hizo roncha toda la tarde en el Club, fue al corso de Scalabrini y Corrientes, y se terminó comiendo un caramelito de la comparsa de Almagro. Tan enconchado andará que ni siquiera llamó para preguntar por la bici o avisar que no venía; debe andar por el quinto polvo, debe andar”. Miro por el pasillo que da al patiecito y baños del bar. Ahí está la bicicleta del mozo con una bolsa de Carrefour anudada en el manubrio. Le pido que me lleve un té de tilo a la del fondo. Por las mañanas suelo sentarme ahí; casi siempre está vacía porque queda de paso a los baños. Me acomodo estratégicamente para observar la bicicleta y doy la espalda al salón desierto. Sin quitar los ojos de la bici empiezo a enganchar puntas: Puerta del libro me “sugirió” hoy martes hablar con el mozo; vengo y el tipo no está porque, justamente, se fue al terminar su turno para encontrarse con una mujer. De boludo trato de tener lo menos posible, esa mina es Puerta del libro y la muy turra quiere que me entere que arriba tiene algo con el mozo. ¿Qué gana con eso? ¿creerá que quiero tener algo con ella?¿ Le querrá sacar información mía al pobre mozo? Ya tocó un colega de mi master para sacar información sobre mí. Igual, si se lo garcha, que lo disfrute. Y si dice algo de mí, me chupa un huevo. Lo único que me interesa es que me publiquen un libro y punto.

El te de tilo llega y lo pago. Empiezo a tomar el té y no puedo sacar los ojos de la bicicleta. Mucho menos de esa bolsa plástica de Carrefour pendiendo del manubrio. La bolsa tiene algunas cosas adentro. Si tuviese la mirada de Superman para ver a través del polietileno ¿Y si voy a revisarla? Miro a la barra, la espalda con guardapolvo morado me dice que es el momento para ir. El corazón se acelera y los latidos estallan en las yemas de mis dedos. Trago el té de un saque, me quemo el primer tramo de mi aparato digestivo, el que va desde la lengua hasta el estómago. Exhalo vapores y trago aire. Me paro sin hacer ruidos. Por si alguien entra o el mozo me llega a ver por algún espejito, me toqueteo la bragueta y hago señas a los fantasmas con el dedo que voy para el baño. A mitad de pasillo me detengo. La bicicleta (una Monark de fines del setenta, de cuadro oxidado, cadena sin aceite, sillín triangular percudido, ausente de guardabarros y con dos amortiguadores de caucho desflecados en la rueda delantera) tiene atada en el manubrio la bolsa. Con el dedo pulgar estirado, ausculto desde fuera y la yema del dedo índice recibe un cosquilleo, quito el dedo. La bolsa está cargada, pero no reconozco qué hay dentro. Voy con las dos manos para ver si, unidas, leen más allá del velo de plástico. Es algo rectangular, tal vez un libro o anotador y chinchinean monedas. Escucho el vozarrón del portero de mi departamento dentro del bar “Hay algún hincha de Boca en este bar”. Me quedo duro, es como si hubiese dicho “Piedra libre a Juan en el pasillo”. Y, con mi torpeza a cuesta, decido que mis manos pasen de la adivinación al hurto sin paradas intermedias. Tiro de la bolsa, trabo la bici con mi rodilla izquierda para que no caiga al piso, las manijas de plástico se estiran como chicle y se cortan. Meto la bolsa debajo de mi camisa suelta y encaro para el salón del bar. “Vení bosterito, vení que te explico algo de fútbol”. Sin sacar las manos de la camisa y la panza con su secreto en gestación, le digo que ando mal, que tengo cagadera. Me dice que me lleve la bosta a mi chiquero y que si queremos jugar como Vélez, vamos a tener que pagarle a Bianchi porque Falcioni no puede ni darle las manos al arquerito García”. La humillación de la derrota es insoportable, pero, en esta ocasión, cobrar como en bolsa me sirve para salir del bar, con la bolsa del mozo.