jueves, 31 de marzo de 2011

Bitácora editorial VIII - Libro duro de roer

Debajo del escritorio pulsa mi tobillo derecho. No hace falta que pliegue la mesita del teclado para verlo, puedo reconstruirlo mentalmente con la recepción de sensaciones: es una bola tamaño pomelo. Me lo torcí hace una semana, después de haber retirado el dinero del cajero automático (tras dos intentos fallidos de clave de seguridad) e ir al bar para pagar la cuenta de almuerzos del policía, que muy gentilmente me hizo compañía en toda la gestión. Entré al edificio de casa, el ascensor no funcionaba (suele pasar al menos una vez al mes), resbalé en el cuarto escalón y aterricé en la Planta Baja con el pie derecho metido para adentro. Mordí un grito y me cercioré que nadie haya visto mi acto de torpeza. Solo me apuntaba la cámara de seguridad colgada del cielorraso. El circuito cerrado de esa camarita puede verse en cualquier televisión de los ochenta departamentos que comparten con el mío este edificio. Se me hizo la imagen de gordas chismosas riéndose con mi desdicha. Hice los ocho pisos por escalera en dolorosa trepada.
Desde entonces no he vuelto a bajar. Por suerte, el ascensor volvió a funcionar y los servicios de delivery de comida me mantienen vivo. Paso el santo día sentado delante de la computadora. Alterno mi mirada entre la pantalla y el balcón que todavía tiene el libro ignífugo de Coelho y las cinco monedas. No he vuelto a abrir el ventanal, temo por esa rata. Ella anda por ahí y las cinco cagaditas negras alrededor de El Alquimista lo ratifican. La rata debe querer comerse el libro. Pero es un libro duro de roer. Este Alquimista tiene propiedades fantásticas. A las de ignífugas hay que sumarle repelente de agua. Es increíble, pero lo vi con mis propios ojos. La semana pasada pasó una tormenta de esas que hacen de Villa Crespo una Venecia y el libro ni se mojó. Los gotones se deslizaban por la tapa como si fueran gotas de mercurio para caer y perderse en la correntada del balcón.
Acaba de entrar un mail. Me reincorporo en la silla, manoteo el mouse y clickeo en bandeja de entradas. Es un mail de Puerta del libro. Como asunto dice “Gracias”. Lo abro: “Hola Juan. Quisiera agradecerle por poner mi e-mail en su simpática bitácora. Tiene seguidores. Ya he recibido cinco manuscritos de autores ignotos y eso se lo
debo a usted. Sabe mejor que yo como son sus colegas, tienen un olfato agudo, para ellos el editor es como el queso para las ratas, ni bien lo huelen avanzan. No es una queja de mi parte, tal vez, entre tanto material, reciba algo que me haga perder el interés en desarrollar su libro y le termine agradeciendo esto que en primer lugar me pareció un descuido de su parte. Ahora bien, volviendo al libro que nos tiene que escribir ¿puede pasarme las primeras veinte páginas? No es por presionarlo, solo quiero hacerle entender cuál es el ritmo de trabajo que he dispuesto para usted. Necesito sentirme segura, empiezo a dudar de sus capacidades, ¿está a la altura del desafío? Ayúdeme. ¡Ah! En cuanto al mozo (me refiero al mozo que es dueño de una bicicleta que está en el patio del bar y de una bolsa con un libro y unas monedas que están en su balcón) ¿yo me meto en su vida?”
La escuálida de columna combada y vértebras puntiagudas volvió y se me activa la sangre. Tengo ganas de ir a buscarla y decirle quién carajo se cree que es. Cómo mierda piensa tratar así a la gente. Pero estoy seguros que ella me va a contestar: “usted vino a nuestra editorial, sabe quiénes somos. Y usted, escritor inédito, ¿quién es?”. Y yo se que para ella soy ese libro que me quieren publicar, en el que debo contar algo muy importante para los demás.
Mejor pongo la pava en la hornalla y me preparo un té de tilo.
Lo tomo mirando por la ventana, busco bajar veinte cambios, me relajo un poco. Si busco el destello de la mañana y con la mirada me pierdo ahí, tal vez logre entrar en otro plano y afloren ideas. En la escuela mirar por la ventana me daba resultado, dejaba de oír a las maestras y entraba en mundos increíbles. Eso, la cosa va por ahí, por perderse en la luz del sol.
El timbre del teléfono serrucha el plano refulgente y astilla la paz. Atiendo, la voz me sale ronca. “Juan, los dos sabemos que la inseguridad es uno de los grandes flagelos de nuestra sociedad. Cada día que demore en recibir a Prosegur en su hogar más crecen las chances de sufrir el golpe letal de la mano del delito. Juan, viva tranquilo. Solo déme su número de tarjeta de crédito…” Corto y revoleo el teléfono. Vuelvo al balcón para ver si puedo recuperar esa placidez lumínica, pero nada, pienso en el hijo de puta que me metió el cagazo para venderme una alarma. Bajo la vista al piso del balcón. Ahí sigue el libro de Coelho, las cinco monedas y los seis soretes de rata. Pego la ñata al vidrio del ventanal y vuelvo a contar, ¿no eran cinco cagaditas? El torniquete de nuevo en la boca del estómago, en la garganta. ¡Ratas de mierda!

Juan Guinot

31/03/2011