miércoles, 18 de diciembre de 2013

El portero de mi analista X - Manguera Santa

Paso la cadena entre los rayos de la rueda, la engancho en el caño del puesto de flores, cierro el candado y me reincorporo. Quedo de frente al florista. Llamativamente, no trae el ramo de flores marchitas para que se lo compre. Lo que si trae es una cara de asesino serial que, por suerte, apunta a algún lugar donde no estoy yo.
Sigo la línea de su mirada, doy medio giro y descubro que en la vereda del edificio donde vive mi analista hay cuatro pibitos. Los chicos se dejan mojar por el agua que escupe la manguera de Adolfo. El portero de mi analista, de gesto serio, alterna el chorro entre las cabecitas de los chiquilines.
Al llegar al portal del edificio, reconozco a los pibes, varias veces los ví pasar por acá con un cajón de frutas lleno de macetas con plantas de flores rojas. Una vez me ofrecieron una y me acuerdo que me salió un no tan feo que hasta lo trabajé en la terapia.
El portero del edificio donde vive mi analista, sin dejar de manguerear, y a viva voz, me dice “Estoy bautizando a estos pobres diablos de la Villa”. Las miradas aguachentas me miran de una manera que no me gusta y me dan ganas de decirle que yo no comulgo con esta idea de Adolfo, pero no les digo nada porque Adolfo me dice “En la Villa de Retiro está la mayor cantidad de humanos por metro cuadrado y acá, en Recoleta, tenemos la mayor cantidad de metros cuadrados por humano. Viste, uno elije donde estar.”
Y, pienso, uno no elije una mierda porque si fuera por mí, primero elegiría re cagarte a trompadas, portero facho y después te saco las llaves de tu departamentito (que vos no pagás) para meter a la familia de estos pibes, para que usen los metros cuadrados que te sobran.
Pero no lo digo, porque mientras pensaba como canalizar mi bronca en un discurso con mucha piña, Adolfo y la manguera se metieron en el garaje.
Miro a uno de los pibes. Simpáticamente, casi con caridad sacerdotal, le pregunto a uno de los ellos cómo se llama. Me responde “Francisco”. Me descoloca, pienso, no será hijo del portero, le puso su nombre. No, pero el portero, ¿no era Adolfo? Y, al toque, noto que regresé a mi ciclo de duda sobre el nombre del portero, y me enfrasco en esa, y los otros tres chicos se me quedan mirando como diciendo “a mí no me preguntás el nombre”.
Reaparece el portero. Viene abrazado a un cajón de frutas lleno de macetas con plantas de flores rojas. Se lo da al nene que me dijo que se llamaba… ¿Adolfo o Francisco? Bué, como se llame, ese pibe agarra el cajón y el portero ordena: “En una hora me traen la guita de la venta, sino les doy con la manguera”.
No puedo creer lo que está pasando. Me quedo mirando como los chiquitos, se van para el lado contrario del puesto de flores. Las zapatillas empapadas sueltan un “cuac-cuac” a cada paso. No puedo sacarles los ojos de encima. Entro en otra vuelta de indignación, este tipo se merece que alguien le diga que lo que hace es explotación infantil y que debería ir preso por eso.
Escucho la voz de mi analista que brota del parlante del portero eléctrico “¿Quién es?” . “Jefe, le llegó el paciente, se lo hago pasar”, retruca mi portero, todavía con el dedo índice derecho apoyado al lado del timbre que acaba de tocar.  “Mil gracias, Adolfo”, responde mi analista.
Entro al edificio para no pelear, con este tipo no se puede hablar.

Ni bien piso el hall, a mis espaldas, escucho al portero “¿Cuánto de tu infancia viste en esos chicos? Pensátelo. Nos vemos la semana que viene”. La puerta de calle se cierra.