Ato
la bici a la base de un cartel de Prohibido Estacionar, frente al
edificio donde vive mi analista. La puerta del edificio está vacía, me
relajo, hoy no toca saludar al portero. Me río de mi mismo, me la pasé
todo el viaje, al pedo, pensando cómo iba a saludar al portero, si
Francisco o Adolfo; finalmente, había decidido decirle Buen día, Jefe.
Toco el timbre. Por el parlante sale la voz de mi
analista. Me pregunta “¿Está abierta la puerta”. Le contesto que no
porque no está el portero. “¿Quién?”, pregunta mi analista. La calle es
un quilombo automotor, entonces, a grito pelado le digo que quien no
está es Francisco. “¿Quién es Francisco?”, me pregunta mi analista. “El
muchacho quiso decir Adolfo, no baje que yo le abro”. Quien habla es el
portero del edificio de mi analista, aparecido de golpe, a mis espaldas.
Abre la puerta. Entro, con la mirada clavada en el piso. Llamo al
ascensor, miro a la puerta. El portero me está observando, se pasa la
mano derecha por el mentón, me suelta “Esto que te pasa, ¿te resuena en
algún lugar?, No me contestes ahora, pensalo y la semana que viene lo
charlamos”. Llega el ascensor. Abro la puerta y me meto sin saludarlo.