Tengo casi
decidido que no voy a seguir haciendo terapia. No sé, hay cosas que no me
cierran, la terapia no me ayuda, mi vida no cambia una mierda, la conexión con
el terapeuta está trabada. Pero el fin no será hoy. Ya estoy en la puerta del
edificio donde vive mi analista, a cinco minutos del inicio de la sesión, solo.
En realidad, no tan solo, en la vereda está el tipo del Octavo Piso con el
perro Lanita y, en los canteros, Adolfo, manguera en mano. Pero me siento solo,
solo y solo porque no está Rosaura. Y no soy boludo, entendí, la semana pasada,
que Adolfo puso precio por ella. Eso se verá, no sé, no voy a discutirlo, cada
uno hace con la vida lo que puede, a mi analista también le pago y nadie se
alarma ni nadie me dice que ir a terapia no me ayuda una mierda y, arriba, hace
que me lo tenga que fumar a Adolfo, el portero, cada semana, en la previa a la
sesión. Y ya dije, lo tengo decidido, voy a dejar de hacer terapia. Y si vine
es solo para ver si estaba Rosaura. Desde hace una semana no dejo de pensar en
ella. Dijo que me iba a llamar, y nada. Tuve el celular encendido y en modo
normal hasta cuando me iba a dormir, que, dicho sea de paso, no fue mucho lo
que dormí porque la cabeza me quemaba de tan solo pensar en Rosaura. Rosaura,
Rosaura, Rosaura, repito en estos momentos soledad abisal. Y cada vez que la
nombro, para mis adentros, donde mis entrañas arden cual simas del infierno,
Adolfo aprieta la punta de la manguera y el chorro del agua sale recto. No
puede ser que me escuche, debe ser coincidencia. Se acerca el vecino del Octavo
Piso, me pregunta si me abre y, aunque falta un minuto para la sesión, y bien
que podría entrar, le digo que no, que le agradezco, que es temprano. Y no le
digo que me quedo para ver si entra Rosaura (y otra vez, el portero pasa a modo
chorro de agua recto). El vecino, al ver que Lanita mordisquea muy entretenida
los cordones de mi zapatilla, decide quedarse, el minuto de diversión le viene
bien al Caniche Toy y a mí, dice, así entramos juntos y la seguimos arriba del
ascensor, y no voy a interpretar eso como una tirada de onda, que el vecino, en
realidad, me está tirando los perros a mí, sino, prefiero suponer, de mí solo
quiere mi intervención lúdica con su tierna Lanita. Porque si me tira media
onda, que digo media, un cuartito de onda, le digo que soy todo para Rosaura (y
ahí está, la manguera de Adolfo pasa a modo chorro recto y el agua pasa de
lardo del jardín y golpea, furiosa, contra el asfalto). Estaría bueno que
Adolfo, por lo menos deje de darme la espalda, que se de vuelta, quedan segundos,
nomás, para que toque timbre. Si él se diera vuelta y viera mi cara de perrito
mojado, desamparado y en celo, se apiadaría de mí, la llamaría y, quien te
dice, a la salida o en un llamadito, ella reaparece (el chorro de la manguera,
operado por el portero, va curvo, sobre el jardín, que ya es un pantano, porque
dije mentalmente “ella” y no “Rosaura”, y otra vez, aprieta la punta, el chorro
sale recto, horadando el aire y los fantastmas). Desde el portero eléctrico
preguntan quién es y vecino del Octavo Piso dice ahí te lo subo a Juan y me
toca el hombre, me empuja, me doy la vuelta, entro al palier. El vecino del
Octavo no saca su mano el agarre de mi hombro, Lanita no deja de deshilachar el
cordón de mi zapatilla, ni siquiera cuando subimos al ascensor.