Llego a la puerta del edificio donde vive mi analista.
Desde acá, veo al florista, está apoyado sobre mi bici (atada a un caño del
puesto), me apunta con la mirada, en la mano lleva el ramo de claveles
marchitos que, por estar atendiendo a una anciana, no me pudo enchufar. Lo
miro, levanto el brazo derecho y, con el dedo índice recto, giro la mano en
clara señal de “a la salida te lo compro”. Entre el manojo de tallitos
lánguidos, asoma su pulgar derecho. Respiro, al salir, encontraré mi bici sana
y salva.
Mientras espero a que pasen los dos minutos que restan
para la hora de mi sesión, al no ver a Adolfo, pienso qué al pedo, mientras
venía, estuve pensando cómo lo encaraba con el asunto de la rueda. Igual, arriba
de la bicisenda, no estuve tanto tiempo ocupado en él. A las cuadras, me
preocupé por otra cosa: los aires acondicionados. Desde la bici, hice una
interesante observación: todos los aparatos estaba encendidos, en una mañana
fresca. Y, se me ocurrió, que debe haber una memoria del calor; supongo que la
gente, en su gran mayoría, no se cree que aconteció un bajón de 18 grados de
temperatura y sigue sufriendo por el calor que ya no está en el aire. Ahora
bien, además de gastar electricidad al pedo, andar con el aire cuando está
fresco no puede más que cagarte la salud. Se me ocurre, entonces, que la gripe
es el puente que te trae del pasado caluroso al presente del fresco.
-¿Tiene algo para contar? –aparece Adolfo con una bola
roja del árbol el navidad en la mano izquierda y la figura del Jesús Niño del
pesebre en la derecha.
Sobresaltado, le digo que no. Él me mira en silencio.
Esquivo su mirada. A través de la puerta abierta, que él traba con el talón
izquierdo, visualizo (al fondo del palier) al árbol de navidad casi
desmantelado y rodeado de cajas. Vuelvo a mirarlo, le hablo del fresco salvador
que nos sacó del calor infernal.
-Ajá, fresco salvador, calor infernal, me interesa –frunce
el ceño y se acaricia el mentón con la punta de los dedos de la mano que
contiene al Niño Jesús -¿Y, te quema mucho?- calla, deja de mover la mano, el bebito del
pesebre queda pegado a sus labios.
Le contesto que, por suerte, soporto muy bien el calor
y paso el brazo delante de Adolfo, camino del timbre de mi analista.
El portero efectúa un paso al frente, mi brazo topa
con su pecho y vuelve a mí, sin lograr cumplir con la misión que le había
asignado.
-Entre el fuego y la luz, hay un puente, ¿cuál es ese
puente? –me tira a viva voz, mirando al cielo, con los brazos abiertos en cruz,
con la bola roja en la mano izquierda y el Niño Jesús en la derecha
Y pienso, me sale Gripe, yo que sé, hace dos minutos
estaba pensando en eso, lo del puente entre la memoria del calor y el presente
fresco; por ahí el tipo me leyó el pensamiento. Pero, no me sale decir nada.
Aprovecha mi silencio y, mientras inicia una marcha
lenta, suelta a grito pelado:
-El Alma, Juan, la respuesta es: El Alma –un taxista,
alertado por el grito, pisa los frenos, me mira como diciendo devolvele el Alma
al tipo o te cago a trompadas. De la cochera de enfrente sale el playero (quien
nunca recibe mi bici, ni cobrando, porque dice que tiene la cochera completa) y
también me mira acusadoramente.
Trabo la puerta con la punta de mi pie, estiro el
brazo, toco timbre, mi analista me atiende y le digo que paso.
Entro al palier, la puerta cierra, sobreviene un
estallido plástico, pasan a mi lado escamas rojas. Tuerzo el cogote, mientras
llamo al ascensor. Adolfo, parado del lado de afuera, hace canastita con las
dos manos, en el medio contiene al Niño Jesús.
Llega el ascensor, me meto, no quiero pensar que el
Portero de mi analista me tiró con la bola del árbol del navidad y que la
puerta me salvó de que me pegara. No voy a paranoiquearme, no es el momento, si
me manijeo es peor, no solo porque tengo por delante una hora de sesión con mi
analista, sino porque, en una hora, tengo que volver a atravesar la puerta por
donde acabo de pasar.