miércoles, 1 de enero de 2014

El portero de mi analista XI - Rueda nueva


La insistente machedumbre del sol, hizo de mi cocina un horno. El calor copó el departamento. Me refugio en la única habitación con aire acondicionado. Debajo del chorro de aire frío, me cuelgo mirando por la ventana. La vereda de enfrente marca el límite; cruzarlo es estar en el silencio de los apagones. De aquel lado, ni siquiera las ambulancias, chillan. Desde mi ventana del piso doce, miro el parque, sufriendo a cuenta lo que todavía no me tocó, pero sé me va a tocar: un corte de luz.
Suena el teléfono. El ring, en general me da palpitaciones. No sé por qué registro (de esta u otra vida) un llamado es, para mí, el contacto para dar una mala nueva.
Atiendo. “Hola, adiviná quién soy”, me dice una voz masculina. Y, con esto de los secuestros express y mi latente estado de paranoias, prefiero ser directo, decirle que no lo reconozco. “Te olvidás rápido de los amigos”, desafía.
Meto el buscador cerebral la palabra amigo, con el agregado Fin de Año, y aparece un conjunto de media centena de nombres. Arriesgo al decirle que es Pipo, un colega afecto a hacer jodas. “Ya vamos a ver, en otro momento, quién es ese Pipo en tu vida. Soy Adolfo”.
Adolfo en el conjunto amigos no aparece, me quedo en silencio, prefiero no repetir la imprudente acción de tirar un nombre. Avanza sobre mi silencio: “Soy el Adolfo a quien vos le decís Francisco”.
Largo un sí, disculpá, estaba con la cabeza en otro lado, justificándome, con culpa, en lugar de preguntar de dónde mierda sacó mi número de teléfono.
“Te llamo porque te olvidaste algo”, dice, cortante. Le suelto un qué me olvidé dubitativo y con cola de silencio para darle espacio a su verba y que muestre las cartas. “Un tornillo no es porque ese se te cayó hace rato”, él ríe, yo no. “Dejaste una rueda de la bicicleta en la puerta del edificio”. Algo descolado, le contesto que no dejé rueda alguna porque, de la última sesión, volví pedaleando. “Vos no sabés ni dónde estás parado, por favor, andá a fijarte si no te falta una rueda”, me ataca con tono de padre enojado.
Sumiso, salgo de la habitación, a cagarme de calor, con el celular pegado al oído. Llego al balcón y, con cierto alivio, confirmo mis dichos, mi bici tiene las dos ruedas. Se lo digo. Adolfo dispara, “¿Estás seguro de que no te dejaste esta rueda?” En el tono de un soldado que le habla al Sargento, le suelto un sí, estoy seguro.
“¿Desde cuando vos estás seguro de algo? Mirá, es recomendable hacerse cargo de lo que se deja, esta rueda es el pasado, negarla es no meterte con vos y si no encarás ese laburo, por más que tengas rueda nueva, nunca podrás empezar un Año Nuevo”. Calla. Me quedo en silencio. Sé que no cortó, oigo su respiración.
Miro mi bici, no tengo dudas de que nunca le cambié las ruedas y que Adolfo se confunde con otra bici. Eso le digo.
“Si no reconocés tu propia rueda, difícilmente encontrarás tu camino. Eso es todo por hoy, trabajalo, cualquier cualquier cosita me llamás antes, sino hablamos la semana que viene. Feliz Año Nuevo”
Me sale corresponderle el deseo buen comienzo de año, pero no me oye, porque corta y me deja hablando solo, con la vista clavada en mi bici, con sus dos ruedas.
Bajo la cortina que da al balcón. Vuelvo al cuarto con aire acondicionado. Está tan caliente como el resto del departamento porque, mientras iba a ver la bici, dejé la puerta abierta.
Cierro la puerta, apoyo el celular en el escritorio, estoy por empezar a elucubrar cómo mierda este tipo consiguió mi celular y se corta la luz. Y ya no pienso más nada. En la órbita del ahogo, mi territorio es silencio de apagones.