lunes, 5 de septiembre de 2011

Bitácora editorial XXIII - Confesión del Millón

Cierro la puerta del ascensor, hago medio giro a la izquierda y avanzo por el palier de la planta baja. En segundos estaré en la calle y de camino a la Santería. Ya fui diez veces en el último mes y siempre la encontré cerrada. Hoy espero tener suerte.

Abro la puerta de calle. Lo hago muy lentamente y barro la vereda con la mirada. El policía no está. Saco medio cuerpo a la calle y, manguera en mano, aparece el portero: “Bosterito, como sufrieron para sacarnos un empate”. Del susto, doy un salto al frente, suelto el picaporte, la puerta se cierra y mis llaves quedan del lado de adentro. “Todavía seguís blanco, el primer tiempo casi les metemos dos pepas”. No contesto. Respiro profundamente para darle tiempo al corazón a que pare con su ataque de arritmia. El tipo sigue: “Arriba, les cambian las leyes del fútbol para hacer goles en orsay”. Le digo que lo felicito por el partido y que San Lorenzo nos tiene de hijos, que festejo el empate. Él me retruca: “Si, hoy tenemos que festejar que estamos vivos”. Y lo miro como queriendo decir qué mierda tiene que ver su frase con el empate entre Boca y San Lorenzo de la semana pasada. Como si interpretara mi gesto me pregunta “Se nota que estuviste guardado una semana ¿No leíste Clarín? ¿Dice que Villa Crespo está sufriendo una ola de robos? El barrio cambió, los chorritos se aprovechan cuando entrás al edificio y se te meten. Están atentos a los descuidados”. Miro mi llave, clavada en el tambor, del lado de adentro. El portero sigue la línea de mi mirada y aprovecha a retarme: “Si todos somos como vos, los pibitos del parque nos desvalijan”. Me quedo duro ¿sabrá que los pibes roban para mí? ¿Habrá hablado con el policía? Pego los labios, pongo cara de boludo, si abro la boca me vendo.

Sobre nuestras cabezas, como si fuese la voz de una diosa que cae del cielo, talla Adelma, la vieja del Primero A: “Por suerte el señor policía los está metiendo a todos en la cárcel. Llevo contados diez de esos de gorrita. Lo caza de a uno. Si no fuera por él, los drogadictos del parque se aprovecharían de los vecinos descuidados”. Doy tres pasos para pisar la vereda, salir de debajo del balcón y mirar a la cara a esa vieja argolluda para que me diga de frente lo que me tenga que decir. El portero entabla diálogo con la vieja: “Este barrio era tan tranquilo, ahora los pibes de gorrita se la pasan afanando. Mire, esto termina con una guerra civil: nosotros contra los chorros. En cualquier momento salgo con el pistolón del catorce. Yo le digo algo, señora Adelma, usted mata al jefe de esos pibes, encierra a los pendejos y se acabó todo”. El portero está a mi lado, con las manos calzadas debajo del cinturón y con la pera apuntando al balcón de la vieja chota del Primero A. La mujer avala los dichos del portero con un: “¡Pena de muerte!”, empieza a aplaudir y gritar: “Justicia-Justicia-Justicia”. El portero, aferrado a la manguera, aprueba el canto de la mujer con movimientos de cabeza.

Aprovecho para salir y dejo las llaves en la puerta. Más tarde le toco el timbre al portero para pedírselas y me como otra cagada a pedos del tipo. Mientras no me meta un cuetazo.

Encaro para Gallardo y doblo a la izquierda. Camino en sentido inverso a los autos que vienen por la avenida. El sol me da de frente, achino los ojos, me hago el que no veo a nadie.

En la esquina doblo a la izquierda y camino paralelo a la calle Vera. Mi vereda solo muestra las sombras proyectadas por los edificios de enfrente.

A mitad de cuadra, freno de cara a la vidriera de la Santería. Los estantes tienen los mismos productos que vengo viendo desde hace un mes. La única diferencia es que hay dos velas encendidas. Entusiasmado por esa señal, voy hasta la puerta. Giro le picaporte y ¡adentro!

Arrastro los pies, la puerta se cierra, me quedo duro y tuerzo el cogote para comprobar que se cerró sola. Vuelvo la vista los estantes. El humo de sahumerio, la baja luminosidad interior y las imágenes religiosas dan un aspecto lúgubre a la tienda. Es como si estuviese en un limbo, el bardo de las almas en pena, una especie de mundo paralelo de espíritus siniestros.

Pero estoy adentro de la Santería.

Sobre los estantes hay: estampitas de San Jorge y El Gauchito Gil, velas moradas, paños morados con las cinco estrellas en cruz de la secta de los Empleados del Millón, desodorante en pastillas con aroma de limón, ataditos de sahumerios, una pila de libros de El Alquimista de Coelho. Del perfil de una tabla cuelga un cartel escrito a mano y clavado con chinches que dice: “Sírvase usted mismo. El producto ya lo eligió”. Termino de leer y mi mano derecha (la que lleva el tatuaje de la cruz que me hicieron adentro del templo) manotea un manojo de sahumerios que nunca había pensado comprar. Me llevo el fajo a la nariz, es el perfume de los que usa el ex Mozo, devenido en Pastor, en las misas de los Empleados del Millón. Si dejar de respirar ese perfume, miro al fondo del pequeño local. Hay un mostrador. Desde la parte superior del mueble trepa, hasta el techo, una especie malla milimétrica. No veo qué o quién está del otro lado. Sobre esa malla hay otro cartel: “Antes de salir, pague. Él ve todo”.

Siento que me hablan a mí. Camino hacia el mostrador y quedo de frente a esa malla. Es del material que se usa en las ventanitas de los confesionarios de las iglesias para que no se vea la cara del sacerdote.

Me siente en la cola de un confesionario.

Recuerdo la pila de años que hace que no piso una iglesia. La última vez que lo hice, también fue mi última confesión. Se la hice a un cura irlandés con aliento a whisky y un español enrevesado (al sacerdote ya lo tenía de las misas porque no se le entendía un sorete lo que decía). Yo venía de dos años de reencuentro con la iglesia tras un accidente de autos que estuvo por pasarme al otro lado. Me había pegado la espiritualidad y la busqué en terreno conocido: la religión que me bautizó, comunionó y confirmó. Pero ese día, fue la despedida. Es que, en mi trance revisionista post-shock de estar a punto de tirar la pata, estaba contrariado con mi laburo de marketing. No me cerraba la historia de generar deseos en los chicos para consumir al pedo y, para peor, hacerse mierda el físico. Sentía mucha culpa de potenciar la obesidad infantil y el gasto en pelotudeces innecesarias como las golosinas. Estaba en cuclillas, dentro del confesionario, y le solté al cura irlandés eso que para mí era un gran pecado y me quedé en silencio. El sacerdote soltó un eructo con olor a whisky y me dijo: “no haga perder tiempou, pecadou ser otrou, piense mejor y vuelva”. Y me fui a pensar. A pensar que la a iglesia no volvía más.

Y ahora, estoy metido con una Secta, la de los Empleados del Millón, volví a la religiosidad. Y, para sumar combustible espiritual, estoy adentro de la Santería.

“Son veinte pesos”, dice una mujer con voz de estar muy resfriada. Me arrimo al mostrador para ver si por los puntos milimétricos de esa trama que llega hasta el techo puedo verla.

“Hermano, ¿quiere algo más?”, doy un paso atrás. Y, apurado por las circunstancias, y por sentirme otra vez de frente a un confesionario, y pensar que no sé cuándo va a abrir nuevamente este negocio, suelto la lengua y le digo que quiero que me aclaren qué pasa con mi vida y la secta de los Empleados del Millón. Sin esperar el consentimiento de esa mujer con la nariz tapada, suelto todo lo que me viene pasando desde que el ex – Mozo del bar se devino en Pastor, lo de la bolsa que me llevé del bar con el libro de Coelho y las monedas, las mierda de rata en mi balcón, las estrellas en forma de Cruz dibujadas en mi mano, los robos a mi favor de los pibes de gorrita, la guerra que me declaró el policía y la culpa por la muerte de la Faca Colorada a manos de esa puta escuálida (Puerta el libro) que quiere que le escriba un libro de auto ayuda y me paga con un cheque volador. “Basta, no quiero escuchar más”, me dice la mujer del otro lado del mostrador y me da la sensación que estoy por recibir una mandada a la mierda por mi confesión como me la hizo el cura irlandés, el borrachín. Me da vergüenza, me siento un pelotudo y un descuidado, acabo de soltar muchas cosas comprometedoras a alguien que no conozco.

Me tengo que ir, doy dos pasos atrás.

Sin quitar los ojos del mostrador y el mallado a lo confesionario, tanteo con la mano a mis espaldas, en el aire. Busco el picaporte para huir a la calle. Camino de espaldas a la salida y mi palma envuelve el frío metal del picaporte, abro la puerta, hago un semi giro y de cara a la calle me llega la voz de nariz tapada, detrás del mallado “Te lo descuento de la cuenta del bar, Juan”. La puerta de la Santería se cierra a mi espalda con dos giros de llave. Piso la vereda y empiezo a caminar lo más rápido que puedo.

05/09/2011