viernes, 19 de agosto de 2011

Bitácora editorial XXII - Guerra espiralada

Fui tres veces a la Santería y siempre la encontré cerrada. Los productos de la vidriera estaban cubiertos por una capa de hollín que se cuela por la doble rendija de la cortina/puerta. Estoy convencido de que ahí no entra nadie desde hace días y empiezo a desmoralizarme porque ilusionaba con saber algo más de la secta, ya que allí venden productos de los Empleados del Millón.

Todo se complica.

Para colmo la editora, Puerta del libro, me envió un email para preguntarme cómo voy con la novela autobiográfica y de autoayuda que debo escribirle. Ella me presiona y hace como si nada hubiese pasado. Como si ese cheque sin fondos que me dio para el supuesto premio del concurso literario “Del Campo a la Ciudad” que tenía ganado antes de presentarme nunca hubiese existido.

Mi vida se ha tornado miserable porque mi miseria me llevó hace casi un año a tocar la puerta de esa editorial para entrevistarme con el amigo de mi amigo, el Gerente General, para pedirle que me publique mi primera novela (una de las tantas que tengo escritas y metidas en el ostracismo de un baúl). Mi miseria hizo que cediera a la tentación de la asistente de ese Gerente, la editora, la flaca escuálida, Puerta del libro quien me propuso escribir lo del libro de autoayuda. Ella me enganchó y me tiene hace diez meses laburando para su editorial sin ver un peso. Me mueve como se le canta y acomoda mi mundo a sus conveniencias. Y todo, por culpa de mi miseria.

El domingo pasado, leí en el libro El Casamiento del Laucha de Roberto J. Payró: La miseria, como buena vieja brava, hace con el hombre lo que se le antoja.

Mi miseria me domina y Puerta del libro gestiona mi miseria.

Por ella hoy tengo una guerra declarada con el policía de la esquina porque le saqué a los pibes del Parque, un compromiso semanal con la secta de Los Empleados del Millón, una pila de papeles escritos sin pasión y una doble carga culposa por la bolsa que me robé del bar (con el libro de Coelho y las cinco monedas) más mi responsabilidad en el posible fatal destino de la Moza del bar, La Faca Colorada, a manos de la escuálida, Puerta del libro.

Y, como si no tuviera poco, la editora, Puerta del libro, me presiona con su email para que le termine de escribir la novelita autobiográfica con corte de autoayuda.

Estoy con la soga al cuello y a punto de que se abra el piso del cadalso.

Para distraerme, miro al balcón. Allí están el libro de Coelho con el veneno piramidal (bastante roído por la lluvia no por las mordidas) montado sobre moneda y tapa, rodeado por las otras cuatro monedas en cruz y la corona de cacas de ratas.

Mejor enfoco al cielo. La mañana lluviosa trae otro día de esta semana sin sol. Me pregunto cuándo mierda va a dejar de llover. El techo de nubes y la llovizna eterna es lo peor que me puede pasar, no me dan ganas de nada. En estos días solo salí el jueves para ir a la misa de los Empleados del Millón, pasar tres veces por la Santería (que, como dije, seguía cerrada) y gastar en comida el último billete de cien pesos recaudado por los Pibes del Parque.

Durante estos últimos días, evité ir al bar, pero voy a tener que reaparecer porque necesito la plata que ahí me dejan los pibes. Plata que ganan con el sudor de la frente y la aspiración de sus bolsitas con Poxiram.

Tengo que hacer tiempo para que se haga media mañana. Tengo que caer al bar en un momento en el que no haya ni el loro. Nadie puede escuchar que voy a pedir mi guita producida por los atracos de los pibes del Parque. Y, el que no tiene que verme usufructuando ese beneficio es el policía de la esquina, ahora, mi competidor directo.

Mato el tiempo de la espera reacomodando mi escritorio y sin darme cuenta emprendo una de esas limpiezas a fondo que hacen descargue toda la furia que me carcome por dentro. Y encuentro un objetivo para mi acción: las carpetas de mi Master en Dirección de Empresas del IAE. Son más de veinte carpetas de tapas mullidas y de color bordó (el mismo color que el cortinado del templo de los Empleados del Millón). Separo carpetas de hojas y empiezo a cargar dos bolsas de consorcio con papeles de educación de alta gama que serán materia prima del proceso industrial de los cartoneros. Y, mientras tiro todo a las bolsas del consorcio, recuerdo lo que un profesor del Master nos dijo un día: “Ustedes son la elite de la Argentina, el futuro, los líderes de este País” y mientras el tipo largaba esa arenga, yo codeaba a Eddy, mi compañero de banco en el aula y le preguntaba por lo bajo si ese profe era un pelotudo o se hacía y Eddy me decía mordiendo sus palabras “Callate culiao que nos van a echar a la mierda y este master me costó treinta lucas verdes”. El profesor siguió con su decálogo del líder en el cual los cuarenta alumnos calzábamos perfecto y yo me mordía la lengua, me quería poner de pie y gritarle al profe moldeado a los McDonald´s que no me tome de imbécil y que se dedique a dar clases y no hacer lavado de cabeza, pero tuve la lucidez de mirar las caras de mis colegas antes de abrir la boca. Mis compañeros seguían con atención y, para mi sorpresa, clara aceptación los dichos de ese perejil parado delante del pizarrón. O sea, mis colegas realmente se creían que iban a ser los futuros líderes del país, la casta de privilegiados que dominarían a la inmensa mayoría de incultos, y preferí cerrar el pico. Desde entonces, durante los dos años del Master, me dediqué a poner cara de estampita, sacarme buenas notas y escribir un diario clandestino llamada The Campito donde, con humor, sacaba a la luz mucho de lo que me perturbaba. Eso me permitió sobrellevar los dos años de estudios de posgrado dentro de esa “elite”, llevar el diploma a casa, escribir una gran cantidad de diarios clandestinos que se leían en el Master con gran atención y llenar mi biblioteca con carpetas bordó. Justo, esas carpetas estoy tirando dentro de grandes bolsas plásticas negras.

Cuando termine me voy para el bar.

Ya es media mañana y estoy en la planta baja con las dos bolsas negras. Le pido al portero que me deje guardarlas en el sótano del edificio para sacarlas a la vereda en la tardecita cuando pasa el cartonero y me dice “Hiciste papelitos para ir a la Bombonera. Esta semana estás dulce, bosterito, cuatro goles no se meten todos los días” y me río, le festejo la ocurrencia, todo con tal que me agarre las bolsas y se encargue de sacarlas más tarde.

Piso la vereda, me detengo y miro a ambos lados. Primera señal, buena, el policía de la cuadra no está. Camino a paso apurado y me meto en el bar. Segunda buena señal: el bar está vacío. Encaro a la barra y veo al Mozo, el del turno tarde-noche, de nuevo en el turno mañana. Tercera señal, pero mala: la moza, la Faca Colorada, tampoco vino a trabajar y recuerdo que el jueves de nuevo faltó a la misa de los Empleados del Millón y, mientras empiezo a pensar en el triste final que imagino para la Faca Colorada, el mozo me grita “¿Venís a buscar la guita de los pibes?” y confirmo con un gesto de la cabeza. El Mozo de la tarde-noche se acerca, los ojos le lagrimean por el efecto de la cebolla recién cortada. Se pasa el dorso de la mano por la nariz para limpiar dos mocos gelatinosos y me larga: “Los pibitos son una capos, la juntan de todos los colores, la juntan”. No abro la boca y sigo moviendo afirmativamente la cabeza como esos perritos plásticos chinos de cogote y cabeza móvil que van sentaditos detrás de los parabrisas de los autos. El mozo mete la mano en la caja y saca un fajito de billetes. Me lo da diciendo: “No sé cómo hiciste, pero yo para ganar un mango laburo hasta por el turno de la culona colorada que sigue sin aparecer. A la conchuda le debe seguir bajando sangre, le debe. Pero yo te digo, cuando esa venga, me la cobro como sea, me la cobro” y compone un gestito depravado que, de reaparecer la Faca Colorada, capará de la faz de su rostro con el mejor de sus filos.

Meto la plata que me da en el bolsillo y le digo que me lleve a la mesa un té de tilo.

Me acomodo en la mesa, miro Crónica TV. Están pasando las imágenes del festejo del oficialismo por el resultado de las Elecciones Primarias. El Ministro de Economía, candidato a Vice, va montado arriba de alguien, en medio de una turba partidaria, que lo lleva a correr tras una especie de baile tribal de dibujo espiralado. Se me ocurre pensar si ese no será el baile de la inflación espiralada. Chiste tonto que le debo a mis carreras universitarias y que no arregla la escalada de precios que en pocos días me hará más pobre. Eso sí, ese Ministro, pocos años mayor que yo, también estudió un Master en Empresarias como el mío, pero en el CEMA, que es competencia de mi casa de formación, el IAE. Si a él le dieron cátedra de líder ilustrado de la masa como a mí, está llegando a la meta.

Dejo de mirar la tele. En el patio está la bicicleta del ex - Mozo, devenido en Pastor, hecha una herrumbre. La lluvia fue impiadosa y el óxido brotó por donde pudo. La naturaleza es implacable cuando enfrenta la dejadez.

El mozo tarda en traerme el té, me paro y le grito que lo descuente de mi saldo a favor, pero que mejor me voy. No me contesta, tampoco creo que se haya acordado de hacerme el té. Mejor me voy a casa con la guita.

Piso la vereda del bar y en la esquina veo al policía, el que me declaró la guerra, con ese nuevo chaleco fosforescente que les enchufaron a los de la Policía Federal y que los tiene a todos con cara de culo (solo falta que la Ministra les ponga el traje de Piñón Fijo para hacerlos más visibles). Igual, la señora Ministra a mí me hizo un favor, puedo ver al policía antes de que él me vea a mí y así esquivar su propuesta combativa. Doy un paso atrás y quedo cubierto por la entrada del bar. Contemplo con calma el movimiento del policía, ni bien me dé la espalda salgo corriendo y me meto en casa.

Saco la cabeza, el policía inmóvil. Vuelvo a esconderme. Tampoco puedo estar toda la mañana así.

Para no levantar sospechas de los vecinos de los balcones de la vereda de enfrente, hago que me acomodo los zapatos y que reviso la suela como si estuviese buscando mierda recién pisada.

Bajo el pie al piso, vuelvo a asomarme por el perfil de la entrada del bar y en la esquina está el policía, pero no de pie. Está con una pierna flexionada y la otra con la rodilla sobre la espalda de un pibito del Parque. El ulular de un patrullero irrumpe por la calle Drago y pasa echando furias delante de mí. Se detiene en la esquina. Los vecinos empiezan a arracimarse, los autos se frenan por el silbato de otro Oficial de chaleco chillón parado en la esquina de Frías y Drago. En Avenida Gallardo se detiene una ambulancia del SAME. El policía de la esquina mete al pibito de gorrita adentro del patrullero. El pibito parece grogui. Aprovecho el apelotonamiento de gente y la confusión para saltar a la vereda e ir derecho a casa.

Al encarar la puerta de mi edificio me choco con el Portero y el topetazo me hace volver sobre mis pasos y caer de traste el piso. “¿Qué mierda pasa que hay tanto quilombo?” dice el portero al viento sin percatarse de la colisión que acabamos de protagonizar y camina en dirección de la esquina. Me pongo de pie, encaro para entrar a casa. Mientras doy una vuelta de llave a la cerradura y plancho mi palma izquierda en la puerta para empujarla, miro por última vez la esquina. El patrullero sale con la sirena a todo lo que da. Detrás va la ambulancia del Same. El manojo de curiosos rodea al policía que brinda una especie de conferencia de prensa al vecindario y no pierde la oportunidad para clavarme una mirada siniestra que me dice que, en nuestra guerra, acabamos de pasar el umbral de la primer baja.

19/08/2011