martes, 2 de noviembre de 2010

La Pulpería de las Luces en revista NM #18


La revista NM dirigida por Santiago Oviedo acaba de lanzar el número 18. Esta revista especializada en la literatura fantástica hispanoamericana convocó para escribir relatos sobre el Bicentenario. La Pulpería de las Luces narra en voz y tiempo presente de uno de los participantes de ese momento histórico (personaje que existe allí arriba en mi árbol genealógico), el encuentro de este comerciante con un pulpero, Fogwill y Laiseca el 25 de Mayo de 1810, dentro de una pulpería fantástica.

Este relato fue escrito antes de la muerte de Fog. Guardé de mostrárselo con la ilusión de darle la sorpresa una vez publicado. Espero que en la mirada de quienes lo hayan querido, logre llegar a la de él.

Una aclaración: en nuestro país "Pulpería" es un comercio de ramos generales, tragos y esparcimiento de los hombres en los tiempos de la colonia. Todavía se pueden encontrar algunos de esos comercios en parajes rurales. Lo aclaro porque nada tiene que ver con comercio de ventas de pulpos (España) o tiendas de ventas de golosinas (Centroamérica).
Para leer más deben entrar a www.revistanm.com.ar y cliquear en "HEMEROTECA". Se puede descargar la revista gratuitamente

Aquí va el comienzo del cuento:

LA PULPERÍA DE LAS LUCES
JUAN GUINOT
Allí voy; conozco el camino de memoria y hasta podría llegar con los ojos vendados. Como lo digo, parado en la puerta del Cabildo, de cara al puente de Gálvez, y al Sur, un día despejado (similar a uno de estos días diáfanos de Mayo), sin la ayuda de mi vista, llegaría a la Pulpería de las Luces. Y no lo lograría por aguzar mi olfato para subirme al camino aéreo del tufo de esa jauría de perros marrones, pura costilla y cuero, y reproducidos hasta en los manchones de la sarna, instalados al pie del palenque de la pulpería. No, no sería por ello. Llegaría allí porque, luego de andar por piedra y polvo, mis botas comenzarían a pisar suelo cenagoso y mi rostro recibiría los primeros gotones de esa lluvia perenne instalada sobre la Pulpería. Barro y lluvia, una referencia simple que me permitiría llegar allí, aunque tuviese los ojos vendados.
Llegar es fácil; por lo menos para mí, porque en lo que concierne a muchos de los que dicen manejar a su gusto este ángulo del Río de la Plata ni siquiera la verían si los llevara de la mano y los pusiese nariz contra puerta.
La Pulpería elije quién debe verla, quién debe entrar y quién debe salir.
Es media mañana y a mis espaldas dejé, paredes adentro, a los cabildantes derretidos en sus preocupaciones y, paredes afuera, a la efervescencia victoriosa de la Plaza de la Victoria. Los de afuera, al verme salir del Cabildo, me saludaron con los cuchillos en alto; es que yo los llevé a la plaza. Son los hombres del piquete que con rudeza clavaron en cuanta galera se les cruzase los retratos de Fernando VII y en las solapas las insignias blancas. Una jugada simple de marcación: quien no lleva el jirón blanco, será blanco de los disparos. Esos trocitos de tela blancas eran retales hechos en las mejoras hilanderías inglesas que tenía abarrotados en el almacén y sin poder vender. Se los había comprado hace cuatro años por migajas a un navío inglés atestado de telas. El buque estaba amarrado al desconcierto en el Puerto de las Conchas. Semanas antes se había echo a la mar desde Inglaterra, montado a una frenética carrera de cien naves mercantiles que habían zarpado con la ilusión que les despertó una circular enviada por Mr. Pophan a banqueros e industriales de Londres (reconozco mi mano en esas líneas), que tan desesperados andaban por colocar sus excedentes industriales tras el bloqueo napoleónico de los puertos europeos. Los bergantines izaron velas con bodegas a tope de productos industriales para vender en el Río de la Plata. Gran parte de esos navíos, en alta mar, pudieron ser reenviados a otros puertos al enterarse de que la invasión a esta Colonia había fracasado, pero el barco de los retales y un puñado más nunca recibieron las malas nuevas; llegaron aquí insuflados por la ilusión comercial y, para su sorpresa, no los esperaban los héroes escoceses. En el puerto los aguardábamos un simple servidor, un grupo de criollos armados (de estos que hoy tengo en la Plaza) y un traductor que les explicó que el mejor negocio que podían hacer era venderme sus bodegas cargadas (y su frustración) al precio de las raciones y barriles de agua que le permitiesen regresar, sin secuelas, con sus familias. No fueron fáciles de convencer; pidieron tres días, demasiado tiempo para las cavilaciones en este punto del mundo. Pero unas apariciones luminosas sobre el río, seguidas por gritos desgarradores, los atormentaron la primera noche en las que se sometieron a la reflexión. Al rayar el alba del segundo día, y ante la evaporación de cubierta de un puñado de marinos ingleses de la guardia nocturna, no hizo falta el intérprete para saber que habían aceptado mi oferta. Y cumplí con mi entrega de raciones, esa misma jornada, ni bien apareció la luna. Mis carretas tirados por bueyes se adentraban al río con barriles llenos de agua, charqui y sacos de harina, y volvían a la costa con los hilados ingleses. La operación culminó al alba.

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