lunes, 28 de noviembre de 2011

Diego Rivera - Apertura que escribí para Radio América AM 1190

La casa del Ángel tiembla. La cabeza de él tiembla porque presiente que vuelve a pasar lo mismo de siempre: ella se ha enterado que tiene una amante.

Salta del lecho donde todavía cree verse convaleciente. Esquiva la mesa de luz cargada con medicinas y pasa en puntas de pies, al lado de la señora que lo cuida.

Pisa las escaleras de cemento de su estudio. Recorre atriles cubiertos por mantas blancas y polvillo. Sobre la mesa están los pinceles con las cerdas duras, unas hojas tamaño sábana con bocetos trazados con carbonilla y las acuarelas resecas. Las ventanas, desde el estudio, le muestran un recorte algo más vivo: flashes de los relámpagos y gotones de impacto latoso hablan de la tormenta de la tarde.

Su cabeza acusa un nuevo temblor, se preguntan si son remezones finales o el principio de un gran terremoto. De lo que no tiene duda es del epicentro: ella. Su amada no necesita llamarlo por teléfono, mandar un emisario o pararse en la puerta de la Casa del Ángel para decirle lo que él ya sabe: lo descubrió con la otra.

No puede perder más tiempo, baja las escaleras agrietadas por el tonelaje de sus pisadas.

No mira su lecho, ni la señora que lo debería estar cuidando y encara para la calle. El escapismo es una de sus habilidades.

Al andar, se siente algo liviano, pero no se lo cree. Supone que es por esto de la cabeza que tampoco le deja pensar la mejor excusa, el mejor relato de su pedido de disculpas. Tiene que decir algo nuevo, ya no va lo de apelar a la borrachera, a la emoción de una chica que se entregó y no podía mandar de regreso a casa.

Un trueno lejano presagia el fin de la tormenta de la tarde. Es época de lluvia y en el DF las tormentas aparecen a las doce del mediodía y desaparecen detrás de las montañas a las cinco de la tarde. Las gotitas finas mutan a spray. El sol ardiente copa la parada del cielo y la lluvia asciende en hebras de vapor. Él debería transpirar a causa del sol, la humedad y su panzota. Pero de su piel no sale una gota. Y ni cuenta se da de ese detalle, su cabeza tiembla, piensa en lo difícil que es tratar a su esposa; tan difícil como pensarse sin ella.

Se traga una sonrisa que le explota dentro de la panza tonel porque encuentra la idea: le dirá que lo de ellos es una relación insular, que ellos son un país archipiélago, que ellos son las islas de ese país, todas las islas, y el mar la superficie de la confusión, el destierro, pero que la marea siempre los encontrará en tierra.

Se cruza a la vereda de enfrenta para seguir la marcha bajo la sombra de los árboles. Calcula que le quedan treinta minutos de caminata para llegar a la Casa Azul. Entrena como decir esa idea, la del país archipiélago. La repite no menos de diez veces, cambia los tonos, al principio le sale dramático y al final suena a humorada.

La cabeza vuelve a temblarle. Ella es dramática, no le va a gustar que sus ojos de sapo, tan delatores de su verdadero estado de ánimo, brillen para el lado de la risa.

El olor a chile lo distrae. Se detiene. En la vereda de enfrente hay un mercado. Entre cajones de pimientos, frutas, verduras y pollos pelados (y cabeza abajo) hay unos muchachones preparando algo al fuego. La boca se le hace agua, se sale de la vaina por cruzar la calle, decirle que le paga lo que quieran, pero que le den algo que le queme la boca. Se imagina sentado al pie de ese tacho con panza de fuego y tapado por una chapa encendida, girando los picantes con una palito, diciéndoles que eso es el paraíso y no la porquería de purés y caldos que le vienen metiendo desde hace días.

La cabeza le tiembla, ella es el epicentro, no puede parar para comer, tiene que seguir, ir a aclarar los tantos, dar las explicaciones, contar su idea de que son el país archipiélago.

Mira al frente y sigue camino.

Esta a una cuadra de la Casa Azul. Las paredes de la casa de ella reciben el golpe del sol de la tarde y se parece bastante al color del cielo. Se detiene. Se refugia detrás del tronco de un árbol, o eso cree, porque su barrigota, para ser escondida, necesitaría por lo menos un bosque. Repasa la idea, esa que lo hará zafar otra vez del enojo de ella. Se arenga que no debe salirse del guión, nada de hablar de que ella también ha tenidos amantes y mucho menos lo de su relación con León, ese ruso que casi los manda a la cárcel. Por esa discusión ya pasaron antes de volverse a casar. No, él no quiere otra separación. Tampoco va a apelar a una idea de ella quien lo cree un niño y viejo inmaduro. Ella no le perdonaría la falta de originalidad. Se imagina diciéndole que la falta de originalidad de él le duele mucho más su la infidelidad.

Él sale de detrás del tronco, o mejor dicho, el tronco sale de detrás de él. Va para la casa.

En la puerta de la Casa Azul hay gente agrupada. A él no lo miran y ni siquiera se hacen a un lado para que no les propine un panzazo. Ella sale de la casa, él baja los párpados y los ojos de sapo le quedan casi cerrados, reclina un poco la cabeza, compone un gesto lastimero.

Ella le estira los brazos, abre las manos y dibuja una sonrisa. Él se descoloca, estaba por soltar de un tirón la excusa, eso de que eran un archipiélago, pero ella lo enlaza con sus dedos, tira de él, pega su panzota a sus pechos, le da un beso en los labios.

Él cierra los ojos y se acuerda de otro momento, cuando, sin parar de llorar, la retrató en el momento que las llamas calcinaban el cuerpo muerto de ella. Cree que esto que está pasando no puede suceder. Hace fuerzas con las manos para separarse de ella, está confundido y ella, lo aferra más fuerte, le acerca la boca al oído y le dice: “Diego-inicio, Diego-constructor, Diego-mi niño, Diego-pintor, Diego-mi padre, Diego-mi hijo, Diego-mi amante, Diego-mi esposo, Diego-mi amigo, Diego-mi madre, Diego-yo, Diego-universo”.

Las paredes de la Casa Azul de Coyoacán son más cielo. Frida Kahlo y Diego Rivera se reencuentran para la eternidad, el veinticinco de noviembre de 1957.

Juan Guinot

25/11/11

"Nuestro juramento" - Café Tacuba: http://www.youtube.com/watch?v=zI4jINLvE44&feature=related