Despunta el Siglo Veinte y en la costa porteña, del Río de la Plata, se gesta la gran batalla.
Procedente de Roma, montada a un navío de pesado andar y nada recomendable para quienes sufren de mareos, viene llegando la chica de los pantalones. El casco de la embarcación, hace un largo rato, dejó el lomo encrespado de las olas saladas y está cortando las lomitas dulces del río más ancho del mundo. El color del agua del río es bastante parecido al del líquido del vaso, donde la chica de los pantalones, alguna vez, ha lavado las cerdas de sus pinceles.
Ella, de mirada penetrante (esa mirada que logra ver más allá de su muerte), acaba de visualizar las costas y algunos edificios de varias plantas. Las palmas de las manos, plagadas de ampollas y callitos, se aferran a la baranda pegajosa de la proa. La humedad de Buenos Aires le dice que ha llegado el momento, el desembarco está por concretarse.
Pero no le será sencillo. En tierra, las mujeres de polleras largas intentarán repelarla. Ante la inminencia de la lucha, la resistencia se envalentona. En las rondas de la plaza, a la salida de la misa, han rememorado el próximo Centenario de las invasiones inglesas para arengar al batallón, se dijeron que era de ellas la nueva hora de la Patria, la escritura de la nueva página de la historia.
Para el combate, las mujeres de pollera larga, forman varias líneas.
La primera línea es la artillería del cotilleo. Se trata del cañoneo de lenguas viperinas y saliva ponzoñosa, dispuestas en fila, para resistir la aproximación del buque de la chica de los pantalones.
Pero si el desembarco, al fin sucede, la espera la segunda línea con las guerreras del ataque en bloque. Ellas se han pertrechado con trozos de mármol de carrara, productos de los martillazos del personal de servicio sobre las estatuas de las plazas. Esta segunda línea tiene por mecánica de ataque: arrojar las piedras y esconder las manos.
La tercera línea de la resistencia de las mujeres de pollera larga se ubica en las escalinatas de la Catedral desde donde manan una nube de susurros, de color plomizo y asfixiante.
Para la cuarta línea, a cincuenta metros de la plaza, en la naciente de la diagonal y las avenidas, se disponen las cargas de las plumas. Sus textos enrevesados, son una madeja de púas y óxido que desangrarían en tinta, el paso de cualquier idea de la chica de los pantalones.
Desde el Río de la Plata, la Sudestada sorprende y aproxima, de forma inesperada, el barco de la chica de los pantalones. En el cielo, la fuerte ventolera condensa la humedad de ambiente, el sol deja de verse, las aguas se agitan y suben al cielo: al paso del barco, dibujan arcos en el aire. Las olas fantásticas, pasan sobre la cabeza de la chica de los pantalones, pero no la mojan. Los crespones del agua enfilan para la tierra y rompen contra la costa.
La primera línea con las de los cotilleos, ante el inusitado espectáculo de las aguas, se tragan las palabras y reculan para no mojarse. Al replegarse, juntan fuerzas con la segunda línea.
La chica de los pantalones sigue en la proa, solo se le mueve la cabellera rebelde. No da órdenes, no quita las manos de la baranda pegajosa, observa.
Unidas las del cotilleo con las del bloque, recuperan el habla. Escalan el tono de las habladurías; dicen de la chica de los pantalones cosas que escandalizan y esas voces llegan al barco. La chica de los pantalones ríe y decenas de tritones emergen del agua montados a sus caballos marinos. Con las puntas de los tridentes señalan a la costa y con la música de sus soplidos, sobre las conchas marinas, agigantan las olas.
Ante el fantástico giro de la contienda, las mujeres de polleras larga, las de la primera y segunda línea, deciden huir. Dejan sobre las barrancas los trozos de mármol de carrara. Corren, se enredan las polleras en los tobillos, algunas caen al piso, se levantan y llegan totalmente desalineadas a las escalinatas de la Catedral. Allí las espera la nube de murmullo plomiza y asfixiante que las esconde.
La cuarta línea, la de las plumas cargadas, que percibe la inminente derrota, rápidamente se hace un ovillo de las palabras, se monta al primer tranvía camino de Recoleta, donde se desovillará en las tardes de té canasta.
Los tritones entran y salen del agua, al paso triunfal del barco de la chica de los pantalones. La música de sus instrumentos sosiega las olas, el Río de la Plata es un manto calmo por donde se desliza la embarcación. Ahora que el sol vuelve a colarse entre las nubes, se puede ver a un grupo de nereidas empujando la embarcación al muelle.
La chica de los pantalones no ha dejado de sonreír. La melodía ejecutada por los tritones se derrama en la tierra, eleva al aire los trozos de mármol de carrara. Del agua saltan un séquito de nereidas y tritones que impactan con los pedacitos de mármol y se transforman en una fuente.
La música calla, no hay viento y el sol barre el cielo de nubes.
Recién allí, la chica de los pantalones baja del barco, camina por el muelle y pisa la costa de Buenos Aires.
Hombres, niños y mujeres van a su encuentro. Ella los mira a los ojos, pero en realidad, está mirando a través de los ojos de los nietos de esa gente que se ha acercado para recibirla, y les dice que la fuente de Las Nereidas quedará allí para que nadie olvide la batalla, para que las mujeres de pollera larga sepan donde no meterse, porque, si lo hacen, los estará esperando la chica de los pantalones.
La heroína de la fuente de las Nereidas nació un 17 de noviembre de 1867 y se la conoció como Lola Mora.