“Se volvió a escapar” dicen en el mercado del pueblo. Pero, ya lo ha hecho tantas veces en los últimos años, que los cuentos de las fugas del muchachito (con cara de santo de estampita) no enganchan a la chusma.
Pero él impone nuevo tema para sacudir la frazada mortuoria de la siesta pueblerina y sale a la calle a los gritos con un cartel que dice “Muera dios”. La madre lo cacha de una oreja y lo lleva con el cura. El sacerdote los recibe en la vereda de enfrente de la iglesia. Le dice que lo bautizó y le dio la comunión, que ya no tiene más que hacer. La mujer abre la boca, el cura la para en seco, le dice que prefiere no escuchar su pedido de exorcizar al muchacho. La mujer se muerde los labios. El jovenzuelo pinta una sonrisa afilada.
De camino a casa, bajo la severa mirada de los vecinos, la madre le dice al chico que del pueblo no sale hasta que no limpie el alma y lo encierra en el cuarto.
Ella va a la cocina, llora antes de cortar una cebolla y golpea con el cuchillo sobre la tabla, sin tener nada que picar. Las piernas inquietas del muchacho hacen acrobacia por los techos, lleva del hombro un morral donde metió varias hojas con poemas de su autoría. Pisa la calle, corre, llega a la estación. Sube al primer tren que va a Paris y, antes de partir, el Guarda lo baja porque no tiene boleto. El Jefe de la estación da aviso a las milicias y queda detenido. A las semanas, regresa a su casa. Al pasar por el living, el padre levanta la vista y vuelve a su tarea de traducir el Corán al Francés (misión que el veterano de guerra se prometió cumplir mientras peleaba en Argelia). Durante semanas, dentro de esa casa, padre e hijo escriben, pero el alma de sus plumas, siquiera se rozan.
El jovencito vuelve a escapar: boleto en mano, bolsillos vacíos y con el morral lleno de poemas llega a Paris. Conoce escritores y respira con placer el aire de insurgencia.
Un reconocido escritor queda tan maravillado por la producción del muchacho que le envía el pasaje para regresar a Paris y albergarlo, junto a su esposa e hijos, en su casa.
Con diecisiete años, el muchacho retorna a
Los halagos no lo sosiegan. El consumo de hachís y absenta potencian su irreverencia. Los intelectuales ya no lo soportan. Sus piernas le dicen que hay que moverse y retorna a su casa familiar. Vuelve a no soportar la estadía en el pueblo y fuga a Paris. En Paris se reencuentra con el amigo poeta, ese que lo había albergado en su casa, el que estaba casado con hijos. Lo seduce con su belleza y lo sube a la loca carrera de sus piernas: huyen a Londres. Alcohol y hachís aceleran la fuerza centrífuga de una relación tormentosa que dispara a cada uno a un punto distinto del mapa. A las semanas, los caminos los encuentran en Bruselas, donde un balazo en la mano, disparado por su amante, lleva a este a la cárcel y al muchacho, a regresar, con las piernas cansadas, a su pueblo y la opresión de la casa familiar.
El muchacho, poeta y genio, ya es archi-conocido y preferido bien lejos, por todos.
Las piernas se mueven solas, “moverse es sobrevivir”, dijo mientras dejaba detrás de sí, una vez más, la gris postal del pueblo. Viajó a Londres, buscó un trabajo de esos que le darían independencia económica y libertad para que sus piernas vayan, donde quieran. Los horarios de oficina, el éxito en los negocios, solo fueron birlados por lo que sería su última producción literaria.
A los veintiún años de edad, enterado de la excarcelación del ex-amante (ese que le había descerrajado un tiro), escapó de Londres para encontrarlo en Alemania. A él, le entregó su escrito final, allí fue su último encuentro.
Hasta los treinta y siete años, dedica su vida a los negocios (esclavos y armas, incluido), y no para de viajar. Hasta que, en Etiopía, una de las piernas le duele, deja de pedir por más caminos. Visita al médico, le dice que tiene mil millones de rutas por andar, que le tiene que arreglar esa rodilla. No conforme con la cara de “le acompaño el sentimiento” del doctor, viaja a Francia. El estado avanzado del mal de su rodilla obliga la amputación. Él descubre, desde la altura de una almohada, su pierna mocha.
El corazón insurgente del poeta calla, unos meses después, mientras él mira el puerto de Marsella, y sus piernas fantasmas empiezan a moverse solas y, un 10 de noviembre de 1891, Arthur Rimbaud huye del agobio de esta tierra.