Una ruleta gira, la bolilla es expulsada en sentido contrario, da varias vueltas circulares y empieza a saltar sobre los números. Un viejo, de mirada reconcentrada, está echado sobre la mesa de juego, casi volcado arriba de la ruleta. El tipo acaba de pedir nuevas fichas que no le traen y está convencido de que le ha hecho creer al dueño del Casino la idea de la reencarnación porque, a esta altura de la noche, debe lo que podrá pagar recién en la madurez de su quinta vida.
El dueño del Casino se le acerca, le dice que debe irse, que mañana lo espera para hablar de su deuda, pero que ya no le fiarán más fichas.
El viejo lo enfoca con odio, lo aparta de un manotazo, se dirige a la concurrencia para decirles que un día va a cambiar su suerte, y ese día gloriosos puede llegar si y solo si sigue jugando.
Algunos pocos jugadores ríen socarronamente, la mayoría lo ignora.
El dueño del casino indica con una mirada que deben aparecer los osos de seguridad.
El jugador mira al dueño del Casino, le dice que él sabe de lo que habla, sabe que la suerte llega, que si no él hoy no estaría en su Casino, porque cuando lo condenaron al patíbulo, e iba camino de la ejecución, la mano del azar, decidió que su carro lo dejara en una cárcel de Siberia. Que si no fuera por eso, hoy no se leerían sus novelas, ni sería un escritor reconocido fuera de Rusia, ni estaría gastando lo que le pagan las editoriales en la ruleta.
El encargado se le acerca, le apoya su mano en el hombro, le dice que todo el mundo conoce su historia, que para su Casino es un honor tenerlo cada día, sobro todo si regresa con algo de plata, para achicar deudas.
El viejo gruñe y debajo del bigote se les escapan algunos insultos.
En la puerta lo espera un carro. Se abre la puerta; desde el interior del carruaje lo invitan a pasar. Era morirse de frío o subir. Pisa el estribo. Adentro está se encuentra con un hombre armado y su editor.
Los caballos tiran por las calles nevadas y se detienen en la puerta de la casa del escritor. Salta de la carroza sin saludar y con una certeza: si en unas semanas no termina la novela prometida por contrato, la editorial se quedará con los derechos de toda su obra.
Eso le duele. No tanto por las monedas que le tira la editorial. El escritor no espera mayor dinero por su obra, en vida, porque sabe que su genialidad literaria es una acción del presente que reditúa con creces en un futuro que no lo contempla al genio vivo. El apriete del editor le duele por las penurias que llevaría a sus herederos.
Se encierra, prende la hoguera, hace cuentas: la novela está en su cabeza, pero si se pone a escribirla y, luego. Miró el almanaque y se dio cuenta que si se ponía a asarla a máquina no llega a tiempo. Necesita una secretaria para que escriba mientras él le dictaba. La secretaria llega, nunca pregunta cuál será su salario porque la mejor paga es acompañar al maestro admirado.
Fueron jornadas de trabajo que funden unos días con otros. La admiración que la chica tiene por el gran escritor muta a enamoramiento. El sabio, atento a los gestos de su asistente, se interesa por ella.
Una tarde, mientras él le dicta, hace un alto para pedirle un consejo sobre la psicología femenina de un personaje de la novela, una chica que era seducida por un viejo pintor. El escritor le pide a su asistente que se imagine que él es el pintor y ella la jovencita, y le pregunta qué respondería ella si él le pide que sea su esposa. Y ella dice que respondería que lo ama y lo amaría por siempre.
Del trabajo de ese dictado surgió el segundo matrimonio del escritor y su nueva novela “El Jugador”, que le permitiría salvar los derechos de su obra y hacerse de un poco de plata para ir al Casino.
Ese escritor se llama Fíodor Mijáilovich Dostoievsky y nació el 11 de noviembre de 1821 en Moscú.