martes, 24 de abril de 2012
A. Einstein - Radio América, apertura que escribí para "Nobleza obliga"
Muere un científico y genio.
El muerto deja un legado en la ciencia difícil de igualar. Con sus aportes se ha puesto en marcha el acelerador del conocimiento, el salto astronómico que pone a la humanidad más cerca de otros mundos.
El cuerpo yace en la camilla de la morgue de la universidad, están por venir a buscarlo para incinerarlo. El Dr. Thomas aprovecha la conmoción de la noticia, que todo el mundo está pendiente de antender a la prensa y entra a la morgue con dos frascos vacíos, de esos que su esposa para envasar la mermelada. Se apura a desenroscar las tapas y cargarlos con formol. Tiene que hacerlo muy rápido, no pueden descubrirlo.
El muerto, tendido sobre una camilla helada de la morgue, con los ojos cerrados y un rictus en los labios (que más bien parece una pincelada de gracias sobre la cara pálida), se despide del cerebro que va a parar adentro de los frascos.
El Dr. Thomas sutura el cuero cabelludo, entreteje los pelos, tapa toda evidencia y abandona la morgue en el momento en que llega a la universidad el servicio funerario que llevará el cadáver al horno.
De camino a casa, con los dos frascos apoyados sobre el asiento del acompañante, el Dr. Thomas se aferra al volante, tiene un sonrisa de oreja a oreja, mira las trazas de luz del auto sobre la ruta e imagina que con ese relumbrar se le abrirá el camino de la fama cuando desentrañe los secretos que guarda ese cerebro que acaba de robarse.
Pasa muchos días metido en el ático de la casa.
La mujer, que había agradecido al Señor en sus rezos íntimos el que le haya devuelto la alegría a su esposo, ahora implora en susurros a cuanto Santo se le viene a la cabeza para que “eso” que lo hace tan feliz, no lo aparte de ella.
Cansada de no verle un pelo por días, decide irrumpir en el ático. Él se queda duro. En la mano derecha tiene un escarpelo, en la izquierda un trocito esponjoso, de color gris. Ella no le saca la vista de los ojos, le pregunta por qué está distante y si lo que lo hace feliz es alguna alumna de la universidad. El esposo solo dice que está trabajando en una investigación muy importante.
Ella lo interrumpe y, socarrona, le increpa que no le venga con el cuento de que ahora investiga frascos de mermeladas. Thomas se violenta, la expulsa del ático y da un fuerte portazo. Al otro lado de la puerta, la escucha llorar y que habla con una amiga por teléfono. Thomas sale a toda prisa, le saca el auricular y lo cuelga en la horquilla.
Le dice que no tiene otra mujer, que está por descubrir como ser un genio, que una vez que lo haga, ella entenderá y se le pasará el mal humor. Y mientras se lo dice, ella no puede quitar la vista del escarpelo filoso en la mano derecha de su marido. La voz de ella suena temerosa, le pide que se tranquilice y le asegura que no volverá a hablar del asunto.
Thomas regresa al ático y termina de cortar el cerebro del genio en doscientos cuarenta partes.
Los días de Thomas transcurren con una frenética lectura de cada uno de los pedacitos grises. El rostro le empieza a oscurecer, su fantasía se evapora cuando se da cuenta que no podrá desentrañar el secreto de la genialidad de ese cerebro. De a poco vuelve a reincorporarse a las rutinas de hogar, a estar menos en el ático. A su esposa la cara mustia ya no le preocupa, mucho menos qué contenían esos frascos porque, después de tanto pedirle a Dios, su Thomas ha vuelto a su lado.
Varias décadas después, el propio doctor Thomas, con ochenta años de edad, y con la conciencia perforada por agujeros de gusano, se para delante de los periodistas para revelar al mundo que el cerebro el 18 de abril de 1955, ni bien había muerto el genial Albert Einstein, él se había robado el cerebro.
Juan Guinot, 18 de abril del 2012