miércoles, 25 de abril de 2012
Emilio Salgari - apertura que escribí para Radio América ("Nobleza obliga")
Es un escritor y está al pie de un barranco, en una campiña italiana. La cuesta inclinada, que empieza a subir, es plana si se la compara con la que deja atrás: su vida.
Lleva algo en la mano derecha que apenas resplandece cuando espeja los destellos del sol matinal. En la otra mano, solo muestra restos de tinta, la que derramó cuando rompió la pluma, con la que escribió la última carta de despedida, dirigida a los editores que lo sometieron una vida miserable.
Avanza decidido, algo agitado por ese barranco donde vivió los mejores momentos de su viva. Echado en el pasto, imaginó aventuras en tierras remotas, plagadas de los más peligrosos animales, vegetaciones desbordantes. En esas tierras lejanas, componía la eterna lucha de los oprimidos por salvarse, alguna vez, de la explotación. En su set de acción actuaban Colonialistas y Nativos. Sus héroes siempre fueron los Nativos, los que sentían amor verdadero por su tierra y cultura. En sus escritos no hizo más que hablar de su vida. Es que el escritor conoció que el colonialismo opresor opera en todos los terrenos y a él le tocó sufrir el sometimiento de la maquinaria industrial de las editoriales, esas que ganaban fortunas con sus éxitos literarios y le ponían un precio vil al trabajo.
El escritor conoció el alma del explotador en el brillo de las monedas. El escritor peleó contra eso con la pluma como única arma. Lo escribió en historias de aventuras. Muchas de ellas, las imaginó en el barranco, donde ahora yace arrodillado, de cara al paisaje de Turín.
Barranca abajo, guarecidos por un techo endeble, y arropados por un caldero de fuego débil, quedan los cuatro hijos. Acaban de comer el fondo de la olla con lo que sobró de ayer. Y, como lo vienen haciendo desde siempre, mejor es dejar que el frío anestesie, y llegue el sueño, para no pensar en el hambre. Un poco más lejos, adentro de un loquero está su mujer, su heroína, la que nunca podía fallar, la que se murió, y empezó a matarlo, cuando los médicos le implantaron el rótulo de chiflada.
El barranco no es muy alto. Mira las nubes, mientras se acomoda el rulo de las puntas de su bigote. Invoca a la resaca de imaginación para pensarse en set nuevo: imagina estar en Japón, él es el héroe, el que acaba de perder una batalla, pero nunca el honor. El ejercicio da resultado, su cabeza empieza a montar en aquel set del barranco la historia y ya no está en Turín, está en Okinagwa, y su esposa ya no es la loca, es una hermosa japonesita de piel marmórea, labios púrpura, kimono de seda y pelo recogido sobre la cabeza, con dos palitos sosteniendo el rodete. A la mujer la acompañan los cuatro hijos, también japonesitos. Esa es su familia, la que heredará el imperio de él, el personaje de esta nueva historia que escucha, a lo lejos, la voz metálica de los opresores y siente cerca el llanto ardiente de los oprimidos. El escritor, en personaje japonés, empuña el cuchillo, lo apunta a su vientre y el relumbrar de la hoja se apaga cuando corta su piel y se hunde, y siente que salva el honor de su casta haciéndose un harakiri.
El escritor se desangra, El personaje que construyó, para esta oportunidad, también.
La historia que, mentalmente, está escribiendo, se va con la sangre que no deja de manarla de la panza.
El escritor, Emilio Salgari, cae al suelo y, de cara al cielo, ve como su nueva aventura se va más allá de las nubes.