Se encienden los motores, el rugido ensordece, hace que se
te paren los pelitos del brazo, que achiques el pescuezo y quieras hacerte bien
chiquito. La punta de acero va partiendo el aire, las nubes. La estela hace
gris al cielo celeste y sangrante al sol. El primer cohete nazi, cabeza mortal,
acaba de trepar cinco kilómetros y, antes de caer en picada, se ha ordenado la
réplica en escala para provocar muerte masiva al otro lado del Canal de la
Mancha, donde los tipos toman té y conducen sus vehículos al revés del mundo.
En la cabeza de la creación no habrá cerebro. Este hijo
dilecto del hombre de la muerte, de piel de acero, tiene por materia gris casi
una tonelada de algo que explota feo, muy feo. Con esfuerzo y en la cuesta, a
los tipos, la producción le toma dos años. Trabajan cincuenta mil empleados
esclavos, de los cuales, veinte mil, mueren en las líneas de montaje.
Entrado el año ´44 salen disparados las cabezas mortales,
con sus colas de humo y los rugidos de averno. En Inglaterra las reciben, y se
llevan, siete mil almas. Se inaugura, entonces, una era de destrucción sobre
blancos civiles, operadas desde sillones distantes y pulcros, en los comandos
playstation.
El padre de esa cabeza mortal empieza a negociar la salida
del bando de los inminentes derrotados. Tiene dos opciones entre los Aliados.
Inicia una negociación feroz y termina acordado con los del tío Sam. Ellos, los hermanos grandes del Norte, saben
cómo robar talentos que traen negocio grande, contante y sonante, sin
preocuparse demasiado por el pasado.
Entonces, el padre de la cabeza mortal se pasa a las filas
de su enemigo, ahora patrón y aliado, para vomitar todos los saberes de la
muerte, esos conocimientos que mutan de bandera solo para seguir ganando la
guerra que los de a pie, siempre perdemos.
La cabeza mortal es el cohete V2, parido al cielo del
infierno un día como hoy, en el año 1942, por Wermher Von Braun, un nazi
devenido en héroe de la NASA.