La taza tiene líquido caliente. Muy caliente. Desde el aire,
un gotero frío suelta una gota. La superficie humeante reparte olas.
El hombre recibe en una fuente de plata, cucharita de plata
y servilletas de seda, la infusión que pidió para sobrellevar una larga noche
en vela.
Se enoja con el asistente, le dice que no es la primera vez
que remarca que a él le deben traer el té en taza de vidrio y nada de bandejas
y cubiertos de plata. El asistente muerde la lengua y esconde la mirada en su
halo de sombras. En la oscuridad, se pierde y guarece.
El hombre aparta la taza a un extremo del escritorio. El
vapor empaña sus lentes. Repasa los anteojos con la servilleta de seda, se los
vuelve a colocar. Las lentes acercan su mirada a los números de esos libros
contables. Números de muchas cifras y con destinos difusos del dinero. Aguza la
mirada y las páginas amarillas mutan a oro, las tripas le duelen, azorado,
descubre que el dinero va por un caudaloso curso que se ramifica en mil
regiones, y se pierde lejos de los terrenos áridos que debería irrigar.
El martilleo dentro del pecho hace eco en la gran
habitación. No le caben dudas, tiene delante de si la punta de un ovillo
siniestro.
Se echa atrás en la silla. Se pasa los dedos índice y mayor
por las sienes. La cabeza, le quema.
Trata de inspirar, de conseguir calma. Respira profundo y en
sus narinas entra una sutil traza de té. Mira la taza, acerca el torso a la
mesa, separa la espalda de la silla. El dedo índice de la mano derecha engancha
con el aza de porcelana, acerca la taza a sus labios. Los cristales de los
anteojos vuelven a empañarse. Borrosa la mirada, solo siente como el té
calienta la lengua, baja por la tráquea.
Le entran ganas de dormir. Es algo repentino. Tal vez, piensa, tanta
tensión pida que, por la menos unos minutos, cierre los ojos. Un cosquilleo
asciende por el cuello, la lengua, los labios. Caen los párpados. El tamborileo,
debajo del esternón, deja de sonar. Las narinas no traen aire, ni lo sueltan.
Entre las sombras, acechante, se esperan los minutos que prescribía el gotero
para dejar que la gota fría termine de desencadenar una tormenta infernal.
Albino Luciani nació un diecisiete de octubre de 1912.
Conocido como Juan Pablo I murió a los treinta y tres días de haber sido
nombrado Papa.