Hace pocos días que llegué de España. Viajé presentar una novela que me publicó la editorial madrileña Talentura. Para que nada ni nadie conspiraran contra mi publicación, decidí no escribir las bitácoras antes y durante mi viaje. La estrategia dio resultado, el alguien que me podía joder era la editora Puerta del Libro. El silencio, o sea, la no aparición de las bitácoras editoriales dio resultado: Puerta del Libro se enteró de la salida a las calles españolas de 2022 La Guerra del Gallo por facebook. Y ya me dejó un mensajito con tono meloso, diría casi seductor: “Enhorabuena Juan, espero publicar alguna de tus novelas”.
Lo que la editora escuálida sabe es que mi desesperación por ser un escritor no edito desapareció. Mi desesperación por verme editado era el combustible para la máquina opresora que ella había instalado en mi vida. Así fue que me enganchó con mi firma del contrato psicológico para escribirle un libro de auto ayuda, para su editorial. Ahora, Puerta del Libro se queda en la puerta, si, en la puerta de mi libro.
Entonces, la bitácora editorial emprende el camino de la despedida. Ya lo tenía decidido antes de despegar para Madrid. Por eso, ni bien llegué a casa, con las casi trece horas del trayecto Barajas-Ezeiza, subí a mi escritorio, abrí las cortinas y me encontré con el balcón sin el libro El Alquimista de Coelho. Tampoco estaban las monedas y coronas de caca de ratitas que rodeaban el libro y el veneno piramidal para roedores.
No me quiero quemar la cabeza, pero hace días que intento reconstruir como desaparecieron esos objetos de mi balcón.
Se me ocurrió que, tal vez, alguien trepó a mi balcón para limpiarlo. Me refiero a alguien de la secta de los Empleados del Millón. El ex Mozo devenido en Pastor pudo haber enviado a uno de los pibes del parque (esos son mejores que Peter Parker para trepar balcones) para recuperar su Alquimista (ignífugo e impermeable) con las cinco moneditas que le arrebaté.
Si no fue así, tengo que pensar en algo más increíble, como decirlo, mágico. A lo mejor, como esos objetos llegaron a mis manos luego de que la editora escuálida me metiera en el juego de sus presiones, al haber editado mi primer libro, sanseacabó mi presión, y se terminó el gualicho.
El gualicho de la secta de los Empleados del Millón no se fue del todo. En mi mano tengo la estrella que me habían dibujado los pibitos del parque en una de las misas. Eso sí, la estrella del medio se borró. Salí del medio, pero ¿del medio de quién? ¡Cortala! Se borró y punto. Bastante tengo con cargar la cruz de cuatro estrellas en la mano, lo que significa que no estoy del todo liberado de la secta.
Para aclarar las cosas podría ir a la Santería, hablar con la Faca Colorada, la ex Moza del bar,y preguntarle qué significa. No, no tiene sentido. Tengo que tomar distancia de todo ese mundo oscuro, dejar de pensar en los Empleados del Millón.
Mejor me voy a caminar al parque.
Por ahí me encuentro con el vecino Ronsino. Siempre nos topamos en las caminatas del barrio. Cada uno camina en sus pensamientos, pero cuando nos cruzamos nos damos un abrazo, decimos algo del barrio, chismes inocuos, nunca hablamos de literatura. Así era con otro escritor que tenía de vecino en Palermo: Fogwill. Él vivía a la vuelta de mi casa. Cada vez que nos cruzábamos, nos pasábamos la data de la mejor granola y miel orgánica del barrio o del último chusmerío de los porteros de la cuadra. También actualizábamos la estadística de madres jóvenes que iban a la placita de Soler y Medrano.
Doy la primera vuelta al Parque Centenario y no me lo cruzo a Ronsino, ni a nadie del barrio con quien charlar, necesito limpiar mi cabeza.
Encaro para la laguna del parque. Hay una vieja que se hace la pelotuda y está con su perrito labrador que no para de chapotear en la laguna, para terror de los patos que no paran de aletear sobre la superficie de agua. Hay un cartel que dice claramente que no se puede ingresar a esa área del parque con perros. No puedo encararla, tienen que hacerlo los placeros, ese es su trabajo.
Miro para un lado y para el otro. No encuentro a los placeros. A esos solo los veo cuando arman el asadito atrás de la calesita o cuando lanzan el asedio de silbatos porque es la hora de cierre. Pero cuando tienen que laburar no aparece ni uno.
Dudo si atacar en solitario a la vieja, ya la tengo vista, viene siempre. Mejor busco un cómplice, no debo ser yo el único que la tiene fichada.
Ahí hay un vejete leyendo un libro. Lo voy a encarar para afiliarlo a mi cruzada contra la vieja y su perro. Estoy a dos pasos del anciano. El libro que tiene en sus manos es El Alquimista de Coelho. Dejo de caminar, se me ponen todos los pelos de punta. El vejete me mira. Dice “hola Juan”, suelta la mano derecha de la contra tapa del libro y con esa mano toca el banco, me dice que me siente a su lado.
No entiendo, no sé de donde me conoce, pero acato su invitación.
NI bien poso el traste en el asiento, el vejete me dice que lo mire bien, me pregunta si no me acuerdo de él. Le digo que no con la cabeza. Insiste en que haga memoria, que me acuerde del bar, “el que está debajo de tu casa”, remarca.
Hago esfuerzo y si, tiene razón, me acuerdo de él, era el viejo que estaba sentado en la mesa que está al lado de la puerta de calle, lo ví la última vez que entré al bar. Le voy a manifestar mi hallazgo, pero se adelanta a mis palabras: “me alegra que lo recuerde”; estira su mano derecha, mientras que con la izquierda lleva el libro de Coelho a descansar sobre sus muslos.
Después de separar nuestras manos, dice “me alegra lo de su novela y que haya logrado editar un libro”. Apoya su mano derecha en mi hombro izquierdo y larga, con solemnidad: “Debería agradecerle al Arquitecto que todo lo ordena”, y mira al cielo.
Muevo la cabeza asintiendo, pero no puedo abrir la boca, tengo los maxilares duros, los labios pegados.
El vejete separa su mano de mi hombro, la lleva al libro en su regazo y dice “Coincido con usted, ya no tiene que escribir las Bitácoras, ahora mucha gente sabe de esa editora escuálida y de la Iglesia”.
Hace un silencio. Con las dos manos agarra El Alquimista y se lo lleva al pecho. Me mira fijo: “Soy El Obispo de los Hermanos del Millón, el creador de la nueva Iglesia que sacará al mundo de las penurias económicas”.
Nota mi cara de sorpresa y me cruza: “No se preocupe más. Ni Puerta del Libro, ni el policía, ni el ex Mozo devenido en Pastor, ni la Faca Colorada, ni los Pibes del Parque, ni nadie de su Iglesia se va a meter conmigo. Eso sí, para lograr ese beneficio, usted me tiene que mi historia y escribir. No. No me meto en su arte, se lo que le hincha las pelotas que le condiciones la escritura. Yo le voy a contar, nos vamos a encontrar en las mañanas acá, en el Parque Centenario, de frente al lago. Lo que yo le cuente lo mete en su nueva novela, de la manera que quiera”.
El viejito se calla, me mira serio y me aclara, con tono amenazante: “Ni se le ocurra publicar algo de nuestros encuentros en la Bitácora editoria, eso ya se terminó, usted ya lo decidió”.
Quiero decirle que sí, pero no puedo hablar, ni sacar los ojos de los de él.
Y así me quedo, a su lado, mientras de los labios del vejete, El Obispo de la Iglesia de los Empleados del Millón, brota una historia que mis manos, al dejar esta bitácora, empezarán a escribir.
Juan Guinot 09/02/2012