viernes, 10 de febrero de 2012
Al gran Boris Karloff dedico la apertura que escribí para Radio América, programa "Acaricia mi ensueño".
El que hace de doctor en la película (rodada en el año1931) se parece a Mike Amigorena y está por mostrarnos su invento: armar un cuerpo con las partes de distintos cuerpos muertos. El científico está vestido con guardapolvo blanco y peinado con gomina, a lo lengüetazo de vaca. Está a un costado de la camilla donde yace aquello que lo catapultará a la cima científica, ese lugar tan ansiado por la ciencia, que te pone cara a cara con Dios, para coparle la parada.
Los cables cruzan el espacio de un laboratorio de baja lumbre, en blanco y negro, donde lo más blanco es gris. El ambiente bulle dentro de cuanto frasquito se presente. Los chisporroteos de las máquinas se solapan con los relámpagos del exterior de la casa. De la camilla cuelga un brazo. El doctor lo mira. Los dedos de ese brazo se mueven. Empieza a gritar en un ataque de locura, dice que su creación está viva y lo repite como disco rayado.
El ayudante de laboratorio, el que le había alcanzado el frasco con la etiqueta de cerebro anormal (cerebro que ahora tiene el invento del doctor dentro de su cabezota) lo mira temeroso. Y no es para menos. Intuye, más que piensa, que, con ese muerto vivo se le viene la noche. Y eso acontece una tarde: la creación de su jefe, lo cuelga del pescuezo con el látigo que este insoportable ayudante de científico utilizó para mortificar al que viene de estar muerto.
Entonces, el pequeño grandulón de zapatos de plataforma estilo Kiss, peinado a lo guachiturros, tornillos tipo piercing, y costuras epidérmicas de mala terminación, deja de ser el hijo dilecto para convertirse en una amenaza de su Creador, el científico, quien ahora escucha a un Dios socarrón decirle: “viste lo jodido que es crear”. El científico, ante su incapacidad para resolver el primer conflicto padre-hijo decide hacer lo que lo común de los mortales hacemos: al que subvierte lo llama monstruo.
La decisión de eliminar aquello que el hombre ha creado, llega a oídos del grandulón, que por más que tenga un cerebro no tan brillante, entiende que lo suyo es no morir de vuelta. Él, el monstruo, quiere volver a ver el día brillar, sentir la naturaleza; cumplir con las cuentas pendientes de la otra vida, y lo siente con la fuerza de todos los pedacitos de muertos que componen su cuerpo revivido. Huye.
De camino por el prado llega a una laguna. Se encuentra con una niña. Se dirá luego que era una pobre niña inocente. Pero, a favor de nuestro desdichado personaje, esa niñita con carita angelical le enseña al grandulón como tirar flores al agua. Los dos se divierten, están la mar de contentos. Y, al acabarse las flores, el hombretón cree que la niña se divertirá mucho más si en lugar de flores la tira a ella. La chiquilina patalea en el aire cuando el de metro ochenta la sube en sus brazos para provocarle un chapuzón. Aprende con dolor el pobre monstruo que las flores flotan y la nena no, y se retira de la escena enojado con su hallazgo.
Los pueblerinos de la aldea alemana enfurecen al saber de la muerte de la pequeñita. Toda la bronca tiene un destinatario. Se encienden antorchas, empuñan azadas, montan escopetas y se sale a la caza del monstruo.
Y tras dimes y diretes, quedan cara a cara Creador y Creado.
En el cielo, El Barba, el que opera en todos lados, pero que solo atiende en el cielo, contempla la escena echado en su sofá de nubes. Abajo, al nivel de la tierra, los hombres juegan a emularlo, y lo hacen tan bien, que el Creado hace con su Creador lo que siempre anhela: lo mata. Entonces, en ese estado de desconcierto, cuando el hombre se mete con quien no se debe, toca el turno de las llamas infernales de la destrucción. Las antorchas, empuñadas por los hombres, hacen de la casa del malogrado científico una pira. Cuando el fuego asciende al cielo estrellado y sobre el barro seco quedan cenizas, cada cual vuelve a su casa. Allí los esperan jarras de cervezas, la pata asada de un cerdo, la fuente de chucrut y los escotes pulposos de las patronas.
Pero, mientras todos cuentan lo vivido como una epopeya de héroes, nuestro monstruo, la creación del difunto doctor Frankestein, resurge debajo de la tierra, con la piel algo quemada, el flequillo chamuscado a lo rastafari y con muchas ganas de explicarle a estos héroes de barro que de la muerte se regresa para nunca más volver.
El Frankestein de esta película era el gran Boris Karloff. Boris Karloff murió en Sussex, Inglaterra, un dos de febrero de 1969.