Gruesas cadenas
Puerta del libro me dijo que iban a publicar en la revista Ñ la convocatoria al concurso “Del campo a la Ciudad”, pero leí la revista de punta a punta (hay una nota a Laiseca impresionante) y no encontré ni una mísera línea que mencione el tema. Tal vez, no llegó a entregar la gacetilla. Ya sé qué pasó: la editora escuálida entregó la gacetilla después del cierre de edición de la revista a propósito para que no la publiquen y, de esa manera, me ahorró competidores. Igualmente, me da a dudar, ¿y si esto es un blef? Ya me pasó con una editorial madrileña que convocó a un concurso de novelas de ciencia ficción. Con entusiasmo escribí y envié mi novela “Torre Arco” y, al final, declararon desierto el premio porque no apareció el dinero del auspiciante. Pero esto que me trajo la editora escuálida es distinto, hay políticos metidos, tiene que ver con las elecciones y, para no dejar dudas, ya recibí la mitad del premio (la otra se la llevó la editora). Tengo el cheque, bué, mejor dicho, el cheque está en el bar porque el mozo de la noche me lo incautó para tenerlo “a cuenta de los consumos futuros”. Y, como el que más gasta a mi cuenta es el policía de la cuadra, se me ocurrió quemar el saldo a mi favor lo antes posible: el lunes pasado invité a mi esposa a cenar en el bar. Nos dimos una panzada de revuelto gramajo, milanesa a la napolitana, tomamos dos botellas de vino Valderrobles borgoña (en este país la denominación “borgoña” es para el tinto que no es, o sea, la mescolanza de los tintos que sobran; pobres franceses les hicimos mierda la denominación de origen) y dedicamos múltiples brindis de tinto por la cobranza de mi primera novela próxima a editar. El mozo retrató la velada con nuestra camarita digital y pidió a la concurrencia (el ferretero con su esposa e hijo) un cerrado aplauso por mi triunfo en el concurso (reconozco que con la lengua aflojada por el paso del vino tinto hablé de más, pero total ya gané, eso me aseguró la escuálida y está garantizado por el cheque que reposa en la caja del bar). Fue una noche mágica, ¡hasta postre pedimos! Yo comí flan con dulce de leche y mi mujer helado almendrado con un baño de chocolate grumoso más parecido a Nesquick pasado de hervor. Al final de la velada, el mozo de la noche tuvo la deferencia de invitarnos con una copa de champagne que sirvió en vaso de tubo alto (los que se usan para el Gancia con limón) y sabía a hepatalgina con soda. Como a caballo regalado no se le miran los dientes, chocamos nuestros vasos, nos miramos a los ojos y mandamos a la panza el champagne mientras, de melodía de fondo, sonaba el desplome oxidado de las cortinas del local. El mozo de la noche nos acompañó hasta la puerta (para salir del bar, tuvimos que pasar a través de una puertita recortada sobre la cortina metálica) y volvimos a casa riendo por cualquier tontería.
Desde el festejo de nuestro primer aniversario de casados que no vivíamos una velada así.
Es de locos, uno putea por la guita, pero es impresionante lo que uno cambia cuando le entra plata. Es como si la guita llenara de más sangre el cuerpo, hinchara los músculos, rearmara la estructura esquelética y recalcificara los huesos ¡Si hasta me veo más alto!
Esa fue la única salida que hice para dedicarme full time a la escritura de la novela que enviaré al concurso. Pero, el motivo real de no asomar la nariz ni siquiera al balcón es porque estoy un tanto paranoico con la historia de este concurso literario que gané antes de escribir. Que la movida venga por intereses político me chupa un huevo. Y, a estas alturas, que sea un libro sin alma y a pedido no me afecta. Pero, debo reconocer que escribo con las cortinas cerradas porque tengo miedo que alguien descubra esta chantada de la que soy cómplice y beneficiario.
Por lo menos, lo de tener las cortinas cerradas tiene un beneficio no buscado: desde hace días que no veo el balcón y el libro de Coelho con el veneno montado sobre la tapa, sus monedas y la orla de caquitas de rata.
Así estoy, metido en el departamento y metiéndole pata a la novela que me está quedando casi juvenil, más bien infantiloide. El personaje del libro (que debe retratar la historia de un joven que deja el campo para triunfar en la ciudad) es una especia de Paturuzú urbanamente mutado en Isidorito. Narro la novela en primera persona y para sacar un mejor registro evoqué mi lado más pajuerano. Si el narrador es torpe e inocente, el lector le perdonarán todos los cagadones que se mande y valorará mucho más (hasta la emoción) el tramo final de la historia (con tintes épicos) en el que se transforma en un ejecutivo exitoso. La imagen final es un homenaje (como dicen todos los autores que roban descaradamente lo que otros hacen) a la toma final de la película Metrópolis. En la peli de Fritz Lang se llega al final con las partes que se han enfrentado durante todo el film sellando la paz y una frase corona ese momento: “mediador entre el cerebro y la mano ha de ser el corazón”. En mi libro, el final es parecido. Busco el mensaje de unión de campo y ciudad en el marco de un evento popular y masivo: yo, o sea, el nuevo Isidorito, llego abrazado del cogote de una vaca, y ocupo el primer lugar de una extensa peregrinación de campesinos que desfilan por la Avenida 9 de Julio para encontrarse (al pie del Obelisco) con tribus urbanas. Bajo la sombra del Obelisco se produce la mágica fusión: góticos y gauchitos comparten las ubres de vaquitas lecheras, y skaters se deslizan sobre máquinas de siembra directa, y cumbieros tocan bombos de cueroy chacareros acompañas con maraquitas improvisadas con los envases de Actimel. La fiesta pasa a segundo plano e irrumpo para decir: “La unión del campo y la ciudad ha de ser el futuro. Fin”.
Esa será la frase final que soltará el narrador y la releo y me siento un filósofo de esos que largan algo para la posteridad y trasciende al autor. Pienso en el futuro e imagino niñitos diciendo que el futuro es la unión del campo y la ciudad y así se dirán sucesivamente futuro tras futuro ya sin acordarse de mi aporte desinteresado al pensamiento y la literatura. Así son las cosas, te hacés famoso y la obra ya no te pertenece, es del pueblo y vuela al infinito. Eso sí, a los derechos de la obra no se lo cedo ni al Cotolengo, el acuerdo con Puerta del libro y los políticos se cobra, centavo por centavo.
Ahora que tengo casi terminada la novela del concurso “del Campo a la Ciudad” organizado por la ciudad de Ameghino, será mejor que salga. No tengo que levantar sospechas. El policía debe saber que hay saldo para gastar en el bar y el mozo de la noche le debe haber chusmeado lo del premio. A ver si, todavía, por no verme la cara le dan ganas de trabajar de policía, emprende una investigación y descubre la gran mentira de este concurso. Y, además, salta que tengo antecedentes porque encuentra el libro de Coelho que me traje junto a las cinco monedas cuando robé la bolsa del ex mozo del bar devenido en pastor. Y ahí si que cago la fruta para siempre.
Tengo que buscar una pantalla y, siendo jueves, lo mejor que puedo hacer es volver a la Misa de los Empleados de Millón que empieza en quince minutos, poner cara de boludo y acá no pasó nada. Plata, no me van a pedir. En el cuaderno del bar están anotados mis diezmos y el cheque que duerme en la caja del bar sirvió (y servirá) para pagar diezmos por varios meses y ya que está pago, lo aprovecho.
Ya estoy dentro del templo. Desde mi departamento al templo (unos setenta pasos) anduve pancho, sin dejar traslucir las inquietudes que me atormentan y al pasar delante del bar saludé sin interesarme en si alguien me respondía. Al pasar por el supermercado Chino le acaricié la cabecita a la nieta de la China María que estaba chupando un tomate en la puerta. Llegué a la puerta del templo, los dos gorilas de seguridad se hicieron a un lado sin abrir la boca, es más me pareció que tensaban los músculos de la cara al presionar molares superiores con inferiores y que las miradas eran filosas. Dentro del templo, caminé por el sendero de baja lumbre, entre velitas encendidas, olfateando a limón de desodorante mixturado con grasa y gasoil del viajo taller.
El templo está lleno de le los feligreses Del Millón: los pibitos del parque que no se sacan la gorra ni dentro del templo. Y, mi lugar, sigue siendo el de la primera fila al lado del lugar que ocupa la moza de la mañana.
El juego de luces es el mismo de la vez anterior: oscuridad seguida de encendido de lamparita de bajo consumo (con palpadas de mis bolsillos incluidas). El ritual también es una réplica: el ex mozo de la mañana aparece en su función de Pastor con esa marcha de pie contra pie hasta llegar al atril. Enciende los sahumerios y dice “Bienvenidos a la Misa del Millón” y los pibitos repiten “Del Millón” y llego a decir “Millón”. Y el pastor dice “Un hermano ha robado a otro hermano Del Millón” y los feligreses responden “Del Millón” y me vuelvo a plegar al coro (en un libro de pensamiento político del Siglo XIX escrito por el Conde de Condorcet sugiere hacerse el pelotudo en los rituales religiosos que no se comparten para no llamar la atención de los fanáticos). El pastor desclava los sahumerios y me dirige las abrasadas puntas: “¿Hermano Juan puede explicarnos por qué metió un cheque sin fondos en el bar?” y los feligreses dicen “Del Millón” y ahora no puedo sumar mi “Del Millón” al coro porque se me hace un nudo adentro del cuerpo tan largo como la distancia que va desde los huevos a la garganta. El pastor dice “El que calla otorga y el que no paga pena por un Millón” y todos responden “Del Millón”. No sé que decir, miro por el rabillo la puerta de salida y los gorilas de la puerta, detrás de la cortina morada, me apuntan a través de sus pestañas-miras. Estoy en la lona. “Juan, parate con la cabeza gacha y levantá el brazo izquierdo” me dice la moza del bar, sentada a mi derecha. Y hago eso, no me queda otra. Y el pastor dice “La culpa trae el pago Del Millón” y los pibes de gorrita en coro dicen “Del Millón” y me vuelvo a sentar. El mozo devenido en pastor se retira a pasito de pan-queso-pan-queso con un sahumerio en cada mano. Se apaga la luz. Me meten la mano hasta en los sobacos, pero hoy si los cago, no traje ni una moneda. Vuelve la luz tenue. Y me retiro primero, cubierto por el silencio y las miradas de los feligreses del templo brotan debajo de las viseras, me enfocan. El silencio me tapa, me ahoga y cada paso me cuesta horrores como si los zapatos fuesen de acero o como si, desde mis tobillos, pendieran gruesas cadenas con bolas de acero.