Estoy manipulando un cebo piramidal amarillo. Tengo puesto un guante de látex naranja que pienso tirar ni bien termine la operación de desratizado. Voy a abrir la ventana, pero me detengo. Los las yemas enguantadas presentan partículas amarillas sobre el látex naranja, no puedo tocar la ventana y pegarle el polvo ponzoñoso. Tendré que actuar sin las manos. Recuerdo que en la película Mi pie izquierdo Daniel Day Lewis hizo cosas increíbles con los dedos de los pies y trato de emularlo. Tirado en el piso, con el cebo arrebujado en mi mano enguantada, estiro el pie derecho, lo elevo. Esta lanza (mi miembro inferior) lleva como punta el dedo gordo. Tres intentos fallidos y, por fin, el cayo de la punta de mi dedo gordo levanta la traba de la ventana. Me pongo de pie, apoyo el hombro izquierdo sobre el vidrio del ventanal y, presionando con el dorso de mi cuerpo, corro de a milímetros la placa corrediza. Cuando la hendija creada da espacio suficiente para el paso del cebo, lo tiro y vuelvo a pegar el hombro izquierdo al vidrio y cierro el ventanal. Regreso al piso y bajo la traba con el dedo gordo del pie derecho y, echado en el llano, me enorgullezco de las habilidades motrices que acabo de descubrir.
Antes de irme al lavadero para quitarme los guantes y enjabonarme toda piel visible a más no poder, me incorporo y me quedo observando el triangulito mata ratas: tras el lanzamiento al espacio del balcón, la pirámide amarilla aterrizó sobre el libro de Coelho y arriba de la quinta moneda, como si lo hubiese atraído una fuerza extraña. Mejor me voy a enjabonar.
Ya sin los guantes y perfumando a jabón blanco, vuelvo a estar sentado y de frente a la computadora. A la izquierda de la pantalla está el ventanal que tiene, al otro lado del cristal, mi balcón con el cebo amarillo motado al libro El Alquimista y rodeado por una corona de eses de rata y cuatro monedas alistadas en forma de cruz (la quinta sigue debajo de la base del cebo piramidal).
Pasa una hora y no puedo retomar la escritura porque, a cada rato, miro para saber si el roedor endemoniado es atraído sexualmente por el cebo roe de la trampa y empieza a secarse por dentro (tal y como promociona el blister que lo contenía). Esto no debería fallar. El ferretero me dijo que esté preparado para muchas visitas porque la atracción sexual de la pirámide va por el aire y se me pueden venir los ratones calenturientos del Parque. Espero que no se cumpla su premonición, no soportaría una presencia masiva de ratas (ese ferretero ya no debería agregarme más temas, tiene bastante conmigo con las compras que le hice para el policía como para seguirme jodiendo).
No puedo sacar los ojos del balcón. Es increíble, me crié en el interior donde las lauchas (y esporádicamente ratones) irrumpían en nuestra casa. La colonia de ratas estaba en los vecinos: la casa abandonada de la CGT. Una vez, desde el techo de casa, vi como los ratones se habían comido un poster de Evita y otro de Perón. Desde que cerraron la casa de la CGT, nadie quería meter la trompa ahí adentro y ni siquiera ir a la Municipalidad de Mercedes para mencionar al intendente de Facto que la CGT tenía ratas. Decir CGT estaba prohibido y, el precio de cerrar la boca, (para nuestra familia) fue convivir con las ratas vecinas. Por eso, con toda esa experiencia y como tipo del interior tendría que controlar mi fobia.
Entra un mensaje a la mailera. Lo abro. Es de Puerta del Libro: “te espero a las 19 horas en el bar, tengo noticias muy importantes sobre el pago de los derechos de tu libro”.
Es la primera vez que el mail de la escuálida me pone contento. En el momento en que las finanzas de mi hogar flaquean (por tanto “gasto extra” generado por el policía de la cuadra) me habla de pagos. La segunda buena noticia, es que me cita a la misma hora que la Misa de los Empleados del Millón y me hace zafar de ir. Es más, le voy a dejar dicho a la moza que no fui a causa de una reunión que tendrá por testigo al universo del bar. Tal vez, pueda apuntar, de ahora en más, reuniones de trabajo todos los jueves a las siete de la tarde en el bar y así, faltazo tras faltazo, los del templo se olviden de mí.
Me apuro a escribir. Entro en un torbellino que no discrimina horas de minutos. Va saliendo el libro para la editorial tal y como lo quieren; ya casi no me da asco escribirlo sin pasión, lo único que quiero es mi paga.
Estoy en el bar. Son las siete y cinco y Puerta del libro no aparece. Voy por la mitad de mi taza de té de tilo y Crónica TV pasa un especial del malogrado actor Rolo Puente en el que aparece con la camiseta de Ferro y en la Peluquería de Don Mateo. Miro al patio, la bici Monark del ex Mozo devenido en Pastor está ahí. Me pregunto por qué no la sacó y por qué razón la moza de la mañana (que lo reemplazó a él en el bar y también asiste al templo) ni siquiera se la llevó. Mejor dejo de pensar en el templo.
“Hace mucho que me esperás, disculpame, me demoré por los cheques”, Puerta del libro habla de manera atropellada, como si estuviese pasada de café. Para sorprenderla saco de debajo de la mesa las cuarenta carillas que le escribí para la maldita novela de autoayuda con mi vida. “Eso guardalo, ya no nos sirve”, me dice y se me atraganta una gota de saliva. “No te pongas mal, lo que sigue es mejor” y abre una carpeta azul de tapas acolchadas. El mozo del turno tarde-noche le trae una café cortado. Ella hace a un lado la carpeta. Platito y pocillo efectúan un descenso vertical con la cadencia de un plato volador. El mozo le da un sobre con edulcorante y se retira sin sacarme los ojos de encima. Ella vuelve a hablarme y miro la carpeta abierta: “Juan, no te desesperes, todo cambió y es para mejor. La hago corta, no tenemos tiempo: vas a ganar un concurso literario con una novela que vas a escribir.” Le digo que la novela ya la estoy escribiendo y ella levanta el brazo derecho, lo pasa sobre el pocillo de café y deposita la mano (con el sobrecito de edulcorante anudado de los dedos) a una uña de mi boca. “Vos no hables, escuchá que esto es bueno. Está todo arreglado, el concurso se anuncia hoy jueves, el sábado sale en la Ñ, y la convocatoria cierra la semana que viene, para que casi nadie mande nada. Es de la ciudad de Ameghino provincia de Buenos Aires y se llama Del campo a la ciudad. Hay que escribir una novela en primera persona que cuente la experiencia de dejar la vida rural para emigrar a la Capital. Vos das perfecto.” Tiro la cabeza para atrás para ahondar la distancia entre su mano y mis labios y le suelto que si bien soy del interior, soy urbano, que ni sé andar a caballo y que las calles de tierra no me gustan y menos los gauchos y mucho menos los desfiles de las asociaciones gauchescas, la equitación y el polo. “Ya está”, me dice sin disimular su fastidio, mientras baja la mano a la altura del pocillo, sacude el sobre del edulcorante y con la mano izquierda arranca un vértice del papel y vuelca el polvo blanco sobre el café. “Te sacaste la bronquita ¿no? Digo, no podemos pasar por esto dos veces. Te recuerdo que sos un escritor profesional y tenemos un acuerdo y lo vas a cumplir. Estamos en algo pesado. Ameghino es un pueblo de la sección electoral del Ministro de Agricultura. El Ministro tiene vuelo político, apunta muy alto y, para llegar a donde quiere, debe achicar la brecha de enojo por lo del conflicto con el campo. La onda de la cultura es el parche elegido y vos serás el gran emparchador”. La editora se traga el café de un sorbo, recoloca la tacita. No llego a procesar nada de lo que me dije. Ella mete la mano en una solapa interior de la carpeta azul. “Acá tenemos los cheques, no sabés lo que me costó que lo hagan al portador. El que tiene fecha de hoy es para mí. El de fecha veinte de Junio es el tuyo. No me quiero clavar más con los cheques voladores, prefiero cobrar todo rápido, total vos no tenés apuro y sabés que un cheque es como tener la guita”. Manoteo el cheque, veo que está firmado con lapicera negra en el dibujo de un doble rulo con cinco puntos al final. Me acuerdo que los masones firmaban con tres puntos y mientras estoy metido en esa evocación la editora se pone de pie, me toca la espalda y en camino de la puerta me dice “Tenés cinco días, lo vas a hacer. Nada es imposible”. Y le contesto mentalmente que pienso completamente al revés que ella, que en la vida aprendí que todo es imposible, que si para ella nada es imposible entonces que me traiga de la muerte a mi viejo, que descontamine el río Luján, que me publiquen una de mis novelas sin tener que sobarle las bolas a nadie… pero es al pedo, se lo tendría que decir a ella, a grito pelada, si solo pienso y pienso lo que no digo me como la bronca me la morfo y eso me terminará destrozando.
Estiro el cheque con los dedos gordo e índice de cada mano. El emisor del cheque es una consultora. Se llama “DM Consultores”, tiene CUIT y toda la pelota. “A ver ese cheque”, dice el mozo del turno tarde-noche y me lo saca de las manos. Lo ausculta con pericia “una cagada que sea para Junio, pero yo se lo emboco a un proveedor”. Le pido que me devuelva el cheque. “Querido cliente, este valor es para reducir su cuenta en el bar y para garantizar que podrá afrontar los gastos de las próximas semanas (suyos y del policía) y el diezmo del templo. Le pregunto qué tiene que ver el Templo y me responde “Todo tiene que ver con el Templo”.
En directo asisto al despegue de un cheque volador que aterriza en la billetera del mozo.
El mozo se va a atender una mesa contigua, me llamo a silencio, no puedo hacerme fama de mal cliente, no me van a dejar entrar más.
Me tiro para atrás en la silla. Sobre la mesa del bar quedan la taza de te de tilo a medio tomar, el pocillo de Puerta del libro con la borra que no voy a leer, las cuarenta carillas del libro que ahora no quieren y el registro espectral de un cheque.
Levanto la cabeza, Crónica TV presenta imágenes del terremoto en España. La imagen muestra a un tipo debajo de muchos ladrillos con los brazos abiertos en cruz. Una chica gordita, a su lado, llora, se agarra la cabeza. La cámara ajusta el primer plano del crucificado por los ladrillos y, definitivamente estoy loco, ese que está ahí reventado soy yo.