Desde hace una semana que estoy recluido en casa y llevo nueve páginas escritas para la editorial de Puerta del libro. Mientras escribo y releo el material me siento un oficinista, un burócrata; soy la versión más parecida a lo que fui en mis tiempos mozos de empleado público. Cada página encierra un esquema de fórmula. En esa fórmula manda la linealidad. En la acción de escribir no soy más que el eslabón de carne y hueso (y alma vendida) dentro de la línea de montaje literaria. Y de burócrata público me veo (también en versión pasada) un burócrata ejecutivo: de estos tipeos sobre el teclado saldrá un producto envueltito y presto para el mercado masivo; lectura sin esfuerzo y fácil digestibilidad. Así es el mercado masivo, objetos del todo fácil, de la comida pre-masticada. Dentro de poco nos van a meter la comida en la boca del estómago (“papillita digerida”) para liberaremos del gran esfuerzo que es morder. Puerta del libro ¡qué asco me da hacer esto! ¡Qué asco me da llegar a mi primer libro editado de esta manera!
Debajo de la pantalla, sobre el escritorio, tengo un plan de escritura. Eso hago habitualmente con mis novelas. El plan rector de este libro es: “Escriba ciento cincuenta páginas, a doble espacio, veinticuatro líneas por carilla”, eso me envió desde su cuenta de gmail el mismo día del encuentro en el bar. En este plan de escritura no hay ideas desopilantes, imágenes, personajes, conflictos, solo páginas a rellenar con una historia que ni yo creo haber vivido.
Para sumarle más tormentos a mi vida, varios pisos más abajo, hay un policía que almuerza y toma whisky a mi cuenta, que gasta en la ferretería también a mi cuenta y para dinamizar a los micro-emprendedores del hurto del Parque. También merodea el Mozo. Sé que no está muerto, ni muy lejos del barrio porque lo ví con mis propios ojos. Es más, a esta hora fue que lo individualicé desde mi balcón. Tengo que encontrarlo, él es el dueño de este libro y las monedas, y de la bicicleta abandonada en el patio del bar. Él tiene algo que ver con Puerta del libro y debe tener alguna punta de donde tirar para aclarar el panorama.
También está El Alquimista junto a las cacas de ratas en multipicación milagrosa y las cinco monedas. Eso sí, una de las monedas se montó al libro. Qué venga alguien y me explique si el viento puede mover y subirla a un libro, y acomodar las otras cuatro forma de una cruz alrededor del libro. Y la moneda en el medio. La figura me suena a algo. Si, al dibujo de uno de los tatuajes de la moza. ¿Otra señal para descifrar?
Me estoy volviendo loco.
¿Cómo va a dibujar una rata una corona de mierditas entorno al libro? ¿Cómo se dibujó esa cruz de monedas? No me da ni para contárselo a mi esposa. Si pudiera salir al balcón, si la ratafobia se me pasara, podría descubrir de donde viene el vivo que se divierte a mi cuesta. Lo mejor es tomar coraje, abrir la ventana y copar el balcón. Me paro con decisión y mis muslos sacuden la mesita móvil del teclado. El teclado vuela por el aire y regresa por el tirón del cable que lo une a la CPU. Pero la tecla del espaciador, sin amarre, va a parar a un rincón donde habitan radios del siglo pasado, o sea, de mi niñez. Mi torpeza otra vez. En otro momento busco la tecla, ahora es el tiempo de recuperar territorio; el corazón me late, la sangre fluye con hervor combativo, esta es mi hora, la hora de héroe y al abrir la ventana me quedo duro como se debe haber quedado el Bin Laden al encontrarse con la trompa de un helicóptero armado hasta los tornillos justo cuando se disponía a ver una de las siguientes mil noches que jamás verá: en la vereda de enfrente está el mozo, aquel que desapareció del bar. Toca timbre en el edificio, debe estar buscando trabajo de encargado de edificios. Me sorprende el look: traje negro, camisa blanca, corbata negra y pelo rasurado a lo milico y me sorprende también un manchón de mi aliento en el vidrio. Separo la nariz de la ventana. El vidrio luce un lamparón de un metro de diámetro. Salgo a la calle para ver al mozo que quiere ser portero.
En Planta Baja me eyecto del ascensor, hago eslalon con los zapatos sobre las baldosas recién lustradas del palier y llego al portal con la llave en la mano derecha, la emboco con la velocidad que traigo a cuestas, giro dos veces el tambor, empujo y salgo a la calle. El despelote urbano otra vez me aturde y fijo la mirada en la vereda de enfrente para no dejarme ganar por los mareos que me provoca el ruido. El mozo no está. Cruzo la calle sin mirar a los costados y me como un bocinazo y un rosario de puteadas de un conductor y, desde la esquina, la mirada inquisidora del policía. Me apuro a tocar timbre en el edificio. Martillo con el dedo índice derecho sobre el botón del portero eléctrico que dice “Encargado”. Por las dudas toco otros pisos.
Emerge desde el fondo de un pasillo lúgubre un hombre de tamaño y paso de mamut, abre la puerta y me dice “No rompas las pelotas, no quiero ir a esa iglesia, los mormones, los testículos de Johavá y los evangelistas me tienen las pelotas por el suelo. Si tu amigo no entendió, a vos te explico con una sola manito, verás el milagro que obro en tu cara negro de mierda”. Le pido que baje el puño, y trato de explicar que se confunde, que vengo por un amigo que recién tocó la puerta, pero un portazo en la nariz. Golpeo el vidrio; el Mamut se pierde en un largo pasillo a paso lento y decidido a no volver por donde vino.
“¿Pasa algo?” pregunta el policía, le digo que nada, “Nada, nada, siempre nada, usted debería ir a las olimpíadas, se la pasa nadando” y me río y el me pone la mano derecha en el pecho, aprieta la solapa de mi campera y la hace un bollito, el jean envuelto en su palma parece papel. Me lleva de un tirón hacia él y ahí le veo la palma de la mano, tiene algo en la piel, aguzo la mirada y veo perfectamente en el porción de piel que hay entre la base del dedo índice y el dedo gordo cuatro puntos, alistados en cruz, con un quinto en el medio, como el tatuaje de la moza y como las monedas del balcón: una cruz. “Debería agradecerle a Dios o a su santo por no haberlo cagado a trompadas, es de lo peor que tenemos en el barrio”. Ahora lo miro a los ojos, no estoy acostumbrado a pelear y no soporto que me hablen así, estoy por ponerme a llorar. Se da cuenta, mis ojos se llenos de lágrimas. “Basta”, me dice, “esto se arregla salvando las culpas, vaya a la iglesia, acá a la vuelta, es nueva, es lo único que me acomoda a los corderitos descarriados del Parque.” Y cuando dice vaya, lo dice en tono de sentencia, si no voy me mata. Le digo que iré, que le agradezco porque estoy necesitando una ayuda espiritual y nada de lo que hay me convence. Me corta y dice que espera verme y además que le pague el diezmo de él, que le avisará al Pastor que iré y dice que el Pastor me conoce muy bien, así que mejor no mande a otro en su nombre. Me acerca más a su cara, huelo el destilado del Whisky nacional berreta, “Hermano, la mirada del Todo Poderoso atraviesa montañas, paredes y ventanas”. Se me secan las lágrimas, me doy cuenta porque los ojos me raspan. Me quiero meter debajo de la tierra. Por qué no me quedé laburando ese libro para Puerta del libro, ahora tengo que sacar libreta de religioso. “Acuérdese, hermano, nos vemos en el templo, el jueves, a las siete de la tarde, es la misa de Empleados por el Millón. El templo está al lado del súper de los chinos de calle Frías.” Le digo que nos vemos y él me dice que va pasar por el bar para brindar por el nuevo feligrés y el bolsillo me tiembla.
Caigo en la cuenta que mi saldo está bajando abruptamente con tanto donativo para el policía y pienso que la única tabla para seguir flotando en este mar de desgracias es el libro para la escuálida con retornito para ella neteado.
Vuelvo a mi departamento. El Portero de mi edificio habla con la abogada del tercero sobre Bin Laden. Se expresa como si se tratara de Lex Luthor vencido por Superman. Al pasar a su lado me dice “Qué pena lo de Ernesto”, queriéndome sacar tema, por fin tiene algo que le dio la tele para hablar con su vecino el escritor. Se me escapan las lágrimas que no salté cuando me apretó el policía y el portero dice “Ya no hay más que decir, le acompaño el sentimiento” y sigo camino, escucho el murmullo a mis espaldas, algo de “es que él y Sábato” y entro al ascensor.
En la trepada pienso en los plomos que se comió Bin Laden y los que lo acompañaban esa noche. También en el festejo de los gringos, como si realmente Superman hubiese acabado con Lex Lyuthor, sin pensar en la generación espontánea de criptonita. Pienso que una y mil muertes nunca me harán feliz. Para mi este planeta debería rebosar de gente, gente que nunca muere hasta que en un momento reventamos por exceso y san sea acabó. Prefiero terminar con los que quise y quiero y no añorarlos en la muerte. Esto voy a decirle al Pastor en la misa del jueves si me pide que diga unas palabras a los hermanos así me echan a la mierda y no voy nunca más.