Sermón de gracias
Son las siete de la tarde del jueves y estoy en la puerta el supermercado chino. Todavía no me animo a dar los cinco pasos que me depositarán en el portal del templo al que me mandó el policía. Las ruedas de los carritos del súper chillan destartale y tengo que moverme para que no rasuren la punta de mis zapatos (con dedo incluido). El templo está pegado al supermercado. Hasta hace pocos días ahí había un taller de autos. Uno de esos que trabajan hasta los sábados por la tarde y cada noche arman un asadito en la calle. Lo regenteaba un gordo que siempre estaba sentado, tomaba mate y le gritaba a los empleados que tenían la pinta de recién salidos de una escuela técnica y no les duraban ni dos meses. El taller siempre tenía el mismo auto con el capot abierto, apoyado en la rampa de la vereda. Siempre creí que era un desarmadero de autos robados. La avenida Warnes desborda de locales de repuestos y es un gran afluente de compradores que no preguntan si los repuestos son o no robados, siempre y cuando el precio sea de “promoción”. Un día se lo conté a mi esposa y me dijo “Pará con tus historias, al final todo el mundo es lo que vos te imaginás”. Por eso esta mañana, al salir, no le dije que iba a un templo que funciona donde estaba el desarmadero de autos. Para que no pregunte le dije estar trabado y que volvía cuando se me pase. “Estoy trabado” en nuestro código de convivencia significa no estoy para hablar y ni me preguntés por qué. Ese mismo artículo de nuestro código de convivencia, como contrapartida, se contempla que no debo hablarle durante el desayuno.
El frente del templo es imponente: dos columnas de casi cuatro metros, pulidas y blancas, sostienen un triángulo amarillo que en el medio tiene el dibujo de cuatro estrellas en posición de cruz con una quinta estrella en el medio, tal y como la moza del bar, el policía de la cuadra y las monedas de mi balcón ya me han mostrado. Esta ilación de signos empuja mis pasos para pasar el portal y averiguar de qué se trata todo esto. Eso sí, entraré siempre y cuando los dos gorilas de casi dos metros, anteojos, traje, corbata y zapatos negros me lo permitan. Ahí voy. Los tipos se juntan y tapan el acceso. Me corre un frío por la espalda. En coro dicen: “Buenas tardes hermano Juan Guinot, lo estamos esperando para empezar el oficio del día”. Digo que yo también, como queriendo congraciarme, pero pareciendo decir que yo también los estaba esperando a ellos. Mejor no pienso en lo dicho y entro. Lo importante es lo que voy a decirles a todos estos si es que llego a descubrir quién carajo se sube a mi balcón para mover las monedas y hacerme creer a mi, justo a mí que creo literatura de ciencia ficción, que esas monedas se mueven por un extraño poder de telekinesis y que, además, el libro El Alquimista de Coelho es de un material indestructible. Los gorilas se hacen a un lado, abren el portal, aparece una cortina de paño morada. Estiro mi mano derecha y, con suma cautela, abro la cortina. Un olor a incienso de limón me genera un ligero ataque de estornudo que me trago y me hacen llorar los ojos. En realidad son velas aromáticas, un montón de velas que marcan el camino que hay que seguir para llegar a los bancos y se alinean hasta el lugar donde debe pararse el pastor. Ya hay gente sentada, se oye un murmullo como si estuviesen rezando. Empiezo a caminar y todos se dan la vuelta y aumenta el volumen del murmullo. Al tercer paso, descubro que lo de las velas aromáticas debe ser para tapar parcialmente el olor a aceite, combustible y ácido de batería impregnado en el lugar. Los bancos están ocupados y solo hay espacio en la primera fila. A medida que me acerco, veo en el frente una tela morada con el dibujo de las estrellas en cruz y delante del paño un pequeño atril. A cada lado del atril hay sahumerios encendidos. La luz que baña débilmente el salón no es de las llamitas de las velas, sale de debajo de esa tela y, es tan débil que, desde la primera fila no veo la puerta y siento como si estuviese entrado a una sala de cine con la película empezada. Observo a los feligreses. Hay un gran número de pibes tal y como el policía me lo había anticipado. Eso sí, el policía no está. “Sentate que ya empieza”, es la voz de la moza del bar del turno mañana. Saca una cartera de la silla para que pose mi culo al lado del suyo. Le digo un “gracias” lánguido que me sale de la tráquea y ella, aferrada a la cartera, vuelve a mirar al frente.
Aparece el pastor. Arrastra los pies al caminar y va despacito, con los brazos cruzados a la altura del pecho, la cabeza gacha, la mirada oblicua y clavada en el piso. Está de traje, corbata y zapatos negros, y camisa blanca. Adelanta un pie y pega el talón a la punta del otro y así repite el pasito para avanzar. Es como cuando contábamos los pasos en el picadito de fútbol para hacer el pan-queso y dirimir quién empezaba a elegir los jugadores para armar los equipos. Siguen los rezos en tono de murmuraciones. No entiendo qué dicen y pienso que mi esposa tiene razón con que me estoy quedando sordo.
El pastor se pone a un costado del atril, las luces se apagan. Quedamos a oscuras unos segundos en los que hasta me da la sensación que me palpan. Estoy por decir que no traje armas y me callo porque se prende un foquito del techo y, entre los parpadeos luminosos, veo que no tengo a nadie encima, debo estar sugestionado. El foco queda fijo y crece en intensidad para bañar con un destello sarroso toda la sala. Es de los de bajo consumo, de esos que los del súper del chino tienen en oferta si comprás seis botellas de Whisky Criadores. Ya imagino quien provocó la donación de focos.
El pastor comienza a levantar la cabeza y suma su palabra a la marea de murmullos y dice “Misa de Empleados del Millón” y todos callan. Lo dijo con los remilgos de un locutor empalagoso de los programas de radio de la madrugada y la concurrencia aplaude a rabiar. Me pliego al éxtasis de las palmas y, cuando el Pastor levanta la cabeza, lo reconozco, es el mozo desparecido, el que dejó la bici con la bolsita con el libro de Coelho y las monedas en el patio del bar, el que vengo viendo por las calles del barrio, el que fue a tocar el timbre y, por ir tras sus pasos, casi me deja el legado de una cagada a palos. No me mira. Para ser preciso, mira como si mirara a cada uno, pero no mira a nadie. Una y otra mano agarran un sahumerio, levanta los brazos y, sobre su cabeza, cruza los sahumerios y la respuesta coral es “Estamos en tu misa que es nuestra mesa, la misa de los Empleados del Millón”. Se hace un silencio, el Pastor vuelve a poner los sahumerios en las ranuras que los traban sobre el atril. Calzar el sahumerio de la derecha le cuesta y, en el forcejeo, se le cae la brasa de la punta. Yo escucho un “La puta” en boca de mozo-pastor, y se me escapa una risa que reprimo porque nadie se pliega. El Pastor, por fin, clava el sahumerio de la derecha, saca un encendedor del bolsillo del pantalón. Al hacer llama veo que la chapa del encendedor tiene el escudo de Boca y dice “Bienvenidos a la mesa, a la misa de los Empleados del Millón” y todos dicen “Empleados del Millón” mientras el mozo-pastor enciende el sahumerio. La punta hace brasa y la brasita del piso se apaga. Ladeado por dos columnas finísimas de humo el Pastor me señala con el dedo índice derecho y dice “El hermano Juan Guinot nos va a hablar en la misa de los Empleados del Millón” y todos contestan “Del Millón”. Demoro en ir, pienso en decirles eso que se me ocurrió hace dos días, lo de la idea de un planeta tierra atiborrado de gente que no muera nunca así reventamos por sobre-población; también pienso largarles que son los devotos de la religión de los chorros y, cuando estoy parado en el atril, con el mozo-pastor a mi diestra y la sala replete de frente, me pasa lo que una vez me pasó cuando me presentaron a Carlos Menem. Estaba en una cena de una fundación de señoras con plata que juntaban a los candidatos a presidentes y al Presidente de Argentina. Fue en el año 1999. Yo fui invitado por un colega del master. En un momento nos vinieron a buscar a la mesa para saludar al Presidente Menem. Yo que no lo podía ver ni en figurita, fui pasando entre las mesas y pensaba que le iba a decir que era un chorro y que un montón de chicos y viejos se murieron de hambre por su gobierno de forajidos; también que él y los gobernadores cómplices por pura coima privatizaron el petróleo, la energía y no sé que cosas más, que eran muchas y de peor tenor. Pero cuando lo tuve delante y me lo presentaron, Menem tomó la iniciativa, se me acercó, me estrechó la mano derecha y dijo “¡Qué futuro tenemos con ustedes!” y a mí me salió replicarle con un “Gracias por todo” y me volví a la mesa tragando toda la mierda que tenía para largarle.
Y ahora me pasa lo mismo, estoy al lado del mozo-pastor y miro a los feligreses y me sale un “Gracias por todo” y ellos dicen “Empleados del Millón” y cierro la boca, el mozo-pastor me palmea el omóplato, vuelvo al banco con la cabeza gacha, me siento y la moza suelta la mano izquierda del abrazo a la cartera, me pone la mano en el hombro y me dice por lo bajo “estuviste re-bien”.
“Esta fue la misa de los Empleados del Millón” dice el mozo-pastor, descalza los sahumerios, los cruza sobre su cabeza, no hace el papelón de clavarlos en el atril nuevamente y se retira del salón dejando tras sus pasos del pan-queso dos estelitas finísimas de humo. Se apaga nuevamente la luz. La mano de la moza sale de mi hombro y miro para atrás porque me tocas los dos cachetes del culo y varias veces. Se prende la luz de la cortina del fondo y nadie se para, esperan a que me ponga de pie.
Salgo con el paso del pan-queso como lo hacía el pastor. La moza me dice que eso que hago es solo cuando se llega a Pastor y que puedo comerme el correctivo del millón por burlarme. Entiendo el mensaje, camino con trancos largos y salgo a la calle. Los gorilas me dicen “buenas tardes hermano Juan” y apuro el paso, no quiero que me identifiquen con esta secta. Cuando llego a la esquina, me dan ganas de un te de tilo. Hago la media cuadra que me queda para llegar al bar y meto la mano en el bolsillo, saco la billetera, la abro para ver cuánto tengo (así me anticipo al que esté en la barra del bar y digo que vengo a dejar algo de plata para la cuenta del policía) y descubro que mi billetera está vacía. Voy a los bolsillos de atrás de jean donde siempre guardo algo de cambio chico y nada. Me paro en seco, se me prenden fuego los lóbulos de las orejas, la base de la nuca, ya voy para ese templo de chorros a explicarles algunas cosas. Y, desde la esquina, viene hacia mí una montonera de feligreses, me pongo en guardia, son muchos, pero no les temo, mejor que se preparen ellos, estoy re caliente y cuatro pibitos con las labios pintados por el cemento de contacto, se adelantan al grupo, se me vienen encima y uno de los cuatro me dice “Hermano, el sermón estuvo re-piola. Dice el Pastor que esta misa se la regala, pero la que viene garpa el diezmo para el Diosito del Millón.” Uno de los cuatro, con gorrita de Nike, se pone a la par del mensajero y me encara: “¿Tiene un billete pá los pibe?”. Le voy a decir que no porque me los choricearon en el puto templo, pero le digo que esperen. Entro al bar con paso tembloroso y le pido al mozo del turno noche que me de dos pesos y que lo anote en mi cuenta. Salgo y se lo doy al pibito de gorrita Niké, no agradecen y se fusiona a la montonera que sin mirarme, y en número no menor a cincuenta personas, salió del templo detrás de mí y sigue camino al Parque. Y yo, ya no me meto en el bar, ni en casa, ni camino, me quedo paralizado, sin hacer ni una cosa ni la otra, mientras las sombras de la noche hacen más brillantes las pocas lámparas no apedreadas del alumbrado público de esta calle de Villa Crespo.