Caliente, re-caliente me quedé. Porque
ya es hora de que dejen de colgarme la galleta y, durante todo este tiempo me
preparé para decirle lo que le voy a decir, porque si estoy por tocar el timbre
en la casa de mi analista, y pedalee cagándome de frío, cuando tranquilamente
podía estar en mi casa tomando mate y viendo si conozco una mina en serio entre
mis amigas de Facebook, si pospuse ese plan tan importante, es para decirle a
alguien, de una puta vez en mi vida, que yo dejo a alguien cuando yo digo,
porque si yo quiero no vengo más y yo…
“¿Tecito de tilo amigo?” aparece Adolfo y me saca de mis pensamientos.
Le digo no, gracias con ese tonito y
postura que se le vomita al vendedor ambulante del subte que te pone un
almanaque, siempre, con el signo del sodíaco en el reverso que corresponde a
alguna de tus ex, esas que te dejaron en Pampa y la vía.
“¿Estás mal porque la última vez no
vine?”, me dijo mientras extiendo el brazo derecho para concretar la operación
de tocar el timbre. Pausa, retraigo el brazo, lo miro, me descoloca. “Perdoná,
la próxima te llamo al celu, te aviso con tiempo, te explica qué me pasó, en
serio, disculpame, estuve poco profesional” y como lo dice en un tono de
genuina culpa, en lugar de aclararle que con él no estoy enojado, que mi bronca
es con el analista, le digo que no se preocupe, que está todo bien, que le voy
a agradecer que me llame y que me alegra verlo nuevamente.
Adolfo, el portero del edificio donde
vive mi analista me abraza y me dice al oído “Celebro que hayamos re-establecido
el vínculo. Dale, pasá, yo le toco el timbre para avisarle que subís”.
Encaro por el palier, enfilo al ascensor,
me aferro al mango de la puerta, la abro, hago todo como un autómata, sin
entender por qué estoy en el aquí y ahora. Al entrar al ascensor, solo logro
ver que mis pensamientos son los libros de una biblioteca sin estantes.