Es la primera vez que llego al edificio donde vive mi
analista y nadie me da pelota. Parezco el hombre invisible. El puestero de las
flores, después de atar mi bici a su puesto, ni siquiera me vino a vender el
ramo marchito. Tanto él como los pibes de las macetitas, el sereno del garaje
de la vereda de enfrente, el tipo que pide monedas en la puerta del Carrefour,
el encargado del kiosco, más los paseantes ocasionales miran al portal del
edificio donde vive mi analista. Ahí, montado al escalón, esta parada una mujer
de no menos de un metro ochenta, de pelo rubio encendido que le cae como lava
hasta la mitad de la espalda. Lleva puesto un vestido que resalta las de por sí
sobresaltonas tetas y que favorece el lucimiento de una figura escultural.
A lado de la mujer está, manguereando la vereda, con
impronta de patrón de estancia, Adolfo, el portero del edificio donde vive mi
analista. El tipo tiene los mofletes enrojecidos y, debajo del bigote, asoma
una cuasi sonrisa de labios lúbricos.
No quiero alterar el momento que se está viviendo, me
siento afuera de lo que está pasando, y no me jode. A pasos de algodón, voy
derecho al portero eléctrico, con actitud de hagan de cuenta que no estoy.
“A vos te hace falta un poco de esto”, me dice Adolfo
y con la mano izquierda señala a la mujer, mientas que con la derecha aprieta
la punta de la manguera y el chorro de agua sale recto.
Y me parece de mal gusto que cosifique a la chica,
quien, dicho sea de paso, me guiña un ojo. Para no hacerme cargo y hacerle ver
que para mí “esto” refiere a un objeto, le digo, que no me hace falta una
manguera porque uso un jarrito para mojar. “¡Así que vos mojás con un jarrito”,
dice sonriendo, y contagia a la risa a la chica, mientras afloja la presión del
pulgar derecho en la manguera y el chorro describe una curva lánguida para
caer, dominado por la fuerza de gravedad, al piso. “Mojá con lo que Dios te dio.
Rosaura ya sabe todo, ella te va a dejar blandito como lechoncito recién
amamantado”.
Le clavo la mirada al portero para no ceder a la
tentación de ver las tetas de Rosaura; respiro, me suben los calores al cuello
y nuca, pero el portero de mi analista no me deja hablar, me dice “Papito,
estás en el peor escenario, cargado y
vacío, con inflación y estancamiento a la vez, ¿entendés?”
Me desubica, qué tiene que ver la economía con todo
esto. No voy a perder tiempo, no quiero que se crea que entre Rosaura y yo puede
darse algo. Paso por delante de los dos. Toco timbre. Atiende mi analista y le
digo que subo porque está abierto. Ni en pedo me engancha este hijo de puta con
la mina. Entro al palier. “Juan, te espero acá, hasta que termines la sesión”,
dice Rosaura y me sorprende que sepa mi nombre y su actitud determinada. No quiero que me espere, que me
vean salir de ahí con ella, no sé, ni me interesa meterme en quilombos, acá
vengo a hacer terapia. Para sacármela de encima le digo que más tarde la llamo
para verla. “Lindo, mejor te llamo yo, Adolfito me dio tu celu. Chaucha”. Rosaura
se va y Adolfo aprieta la punta de la manguera, el chorro de agua, recto, va
desde la puerta a la calle. Voy a subir al ascensor y escucho la voz del
portero ¡Vamos macho!”. El tono de la voz le sale como al de un papá orgulloso
que acaba de llevar a debutar al púber. Y me bloqueo, las cuerdas vocales se me
anudan, putearlo es como putear a mi viejo. Mudo, me apuro para entrar al
ascensor, iniciar el camino ascendente, estar fuera de la vista del portero del
edificio donde vive mi analista y pone mi teléfono celular en modo de silencio.