El piloto contacta la base americana, ya está sobre el
Atlántico caribeño, a poco de llegar a destino. Por el parlante de la torre de
control, la voz va y viene, sube y baja.
Se oye vigorosa y lánguida. El piloto,
cuenta a la torre de control lo que debe contar por protocolo, algo de las
coordenadas, el tiempo estimado de vuelo, la autonomía de combustible. Consulta
a la torre sobre los datos del tiempo en destino, la velocidad del viento sobre
la pista. En la torre de control, pasado de cafeína y cuantas “inas” entren al
cuerpo, el Principal responde como autómata, mientras sigue atento, en la
pantallita del radar, el movimiento de tres puntos parpadeantes, tres
aeroplanos que presionan el paquete de nervios del encargado de guiar el
aterrizaje, no cometer cualquier indicación milimétricamente incorrecta que
podría generar un desastre.
El que les habla, ese que tiene algún problema de antena,
figura en la cola de los destellos de esa pantalla, no es prioridad.
El Principal de la torre, con la boca partida entre la
atención del micrófono y la taza de café, empieza a dar indicaciones al primero
de los tres aeroplanos, ya lo ve montados a la panzota de una nube, con los
faroles en alta. El avión, como en cámara lenta, toca la pista, humea las cubiertas sobre el asfalto. Adentro
de la cabina, aplauden, adentro de la torre de control ya se está pendiente del
segundo parpadeo de la pantalla-radar.
Por los auriculares del Principal de la torre de control
vuelve la voz del piloto del tercer avión, esa que no llega del todo bien. La
escucha fritada. El principal se toca los auriculares, se los quita, los mira y
se los vuelve a colocar. El piloto, el que ahora sigue estando al final de la
cola de destellos de su pantalla, no se oye claramente. Por los auriculares, las
ondas sonoras ondulan con el ritmo de las olas. Aparece la voz del piloto,
habla de algún problema de estabilidad, pero no se entiende bien que pasa, cada
letra de esa voz se estira como chicle, suena fantasmagórica.
En la pantalla, la luz parpadeante del tercer avión
desaparece. El Principal mira por la ventana, las luces del segundo avión en
ejercicios de aproximación enfilan para la pista, apura las indicaciones de
aterrizaje y manda un mensaje de emergencia para los aviones en vuelo y los
radares de los aeropuertos cercanos, quien primero vea el avión que acaba de
perder contacto, que avise.
El principal se saco los auriculares, mira al cielo en pleno
amanecer, escrutas las nueve rechonchas, espera que esos monstruos de humedad condensada
suelten las luz que su pantalla no muestra.
La puerta de la torre de control se abre violentamente. Dos
de sus colegas, que habían ido por más café, escucharon la voz de alarma y le
pregunta qué corno está pasando. El principal, con los ojos congelados, les
dice que al avión que pasaba por el espacio del archipiélago de las Bermúdas se
lo tragó el cielo.
Estas conversaciones entre piloto y torre de control se
repetirán en decenas de escuchas que irán a alimentar el mito del Triángulo de
las Bermúdas. Nacerá un imaginario potente sobre un territorio del planeta a
temer. Esas conversaciones fatídicas, y finales, nunca hubiesen existido si un
día como hoy, del año 1917, no se hubiesen concretado la primera comunicación
entre cabina de avión y torre de control en el aeropuerto de Virginia, USA.