Dentro de un
mundo gelatinoso, líquido, placentero, ve todo teñido de rojo. Una fuerza
inesperada lo abducciona, va por un tubo angosto, de paredes anaranjadas con un
final de luz blanca. Miembros inquietos lo cazan al vuelo, lo ponen cabeza
abajo. Suena el chasquido metálico. Entreabre los ojos, la manguera del agua y
el alimento flamea en el aire seco, de perfume penetrante y extremadamente
ruidoso del nuevo mundo.
La acción de los
miembros que lo agarran, lo vuelve a girar. Él no abre la boca, tampoco
respira. Un golpe seco en el traste, lo estremece y él contragolpea con un
grito desgarrador que es ahogado por un manto celeste, que lo enrolla.
Los miembros movedizos
y firmes lo siguen teniendo en el aire, bien agarrado.
Asoma los ojos
por perfil celeste del manto, también saca los orificios de la nariz. Mete y
saca aire.
Nueva
intervención de la fuerza externa, se mueve por el aire, inicia un vuelo sobre
una superficie irregular, de cumbres y llanos pálidos. El viaje termina cuando
su cabeza topa con un acolchado cálido y rojo. Eso pegado a su cabecita le
recuerda el mundo que acaba de dejar. Entonces vuelve a berrear, no tanto por
el golpe de hace un rato, ni por el contacto de ese acolchado carnoso que habla
con una voz conocida y hasta empieza a gustarle. No, vuelve a llorar porque,
sin siquiera pedirlo, lo han sacado de su planeta rojo, ese, donde ha sido tan
feliz.
Tal vez así haya
sido el nacimiento de Ray Bradbury, tal vez por ello, cuando soltó las riendas
de su imaginación literaria y lo plasmó en una obra fenomenal, buscó el planeta
más rojo del barrio solar.
Hoy, noventa y
dos años después de aquel alumbramiento, mientras en el planeta Marte un robot de
la NASA rola sus ruedas de lata y saca fotos digitales (con la
repetición criminal de la captura de imágenes, tan de estos tiempos), muy
probablemente, otro marciano es expulsado del vientre de una terrícola, para
tomar la posta que ha dejado Bradbury.
El genial Ray
Bradbury nació un día como hoy, en Illinois, en los Estados Unidos de
Norteamérica.