sábado, 17 de diciembre de 2011
Apertura que escribí para Radio América - "Acaríciame en sueño" - Walt Disney
Los compañeros de la escuela están enloquecidos porque es mi cumpleaños. Y no es por mí, ni por los sánguches de mortadela y manteca, ni la Crush y mucho menos la torta de cumpleaños siempre esponjosa y atragantadora. Lo vuelve locos el proyector Súper Ocho de mi viejo.
Llevamos diez minutos de la fiesta. Nadie come, ni juega. Solo preguntan cuándo empieza la función de cine. Mi viejo se hace el distraído y sugiere que se arme un partido de fútbol en el patio. Hasta se ofrece como árbitro, seguro, para resarcirse de aquella tarde en que lo llevamos de juez del partido contra los de Séptimo (en la canchita de la estación) y suspendió el encuentro antes de empezarlo, tan solo, porque al pasar el tren carguero, ambos equipos olvidamos las diferencias y nos unimos para tirarle piedrazos a los vagones. Los chicos no se olvidan más la arenga que les dio mi papá sobre la Patria, Belgrano, las invasiones inglesas y los ferrocarriles. Ni uno encara para el patio. Los veinte vándalos que tengo por compañeros de Sexto Grado ya se sentaron en el piso del living y bullen en temperaturas de rebeldía.
Mi viejo no puede estirar la espera. Trae una mesa a la rastra y raya el laborioso trabajo de mi mamá con la lustradora de pisos. Reaparece con la pantalla, extiende el trípode del pie, estira el cañito que va hacia el techo, desde abajo, tira de un alambrecito y extiende la pantalla perlada. La engancha en la punta del cañito. Se mete en su cuarto y vuelve con el proyector en una mano y cinco cajas de películas en la otra.
Las cabecitas se mueven inquietas, todos quieren saber de qué va la función de hoy. Mi viejo se encarga de no develar misterios, el chiste es enterarse en plena proyección. Enchufa el proyector. Saca el primer carrete, los calza en el brazo delantero del aparato. Prende el proyector, brota un traqueteo maquinal y sobre la pantalla impacta un haz ambarino. La punta de la cinta entra al proyector, reaparece díscola del otro lado, donde el carrete vacío la engancha y empieza la función.
Pasan los cinco dibujitos; son reducciones de largo metrajes de Peter Pan, Mickey Mouse, Cenicienta, Blanca Nieves y Bernardo y Bianca. Cada vez que termina una película los chicos aplauden, zapatean contra el piso. Mi viejo aprovecha el jolgorio para rebobinar las cintas en el carrete original.
Este año la elección de cine estuvo mejor. Los chicos se lo hacen saber con un aplauso cerrado y chiflidos. El año pasado mi viejo había elegido pasar documentales de Jacques Cousteau. Mi papá, en medio de las películas, se mandó un discurso sobre la ecología. A los chicos no les gustó que mi viejo se ponga en maestro. Pero este año, lo de los dibujitos es bien recibido. Y mi viejo, consciente del éxito, se para delante de la pantalla, enfocado por el haz ambarino del proyector y dice que quiere contarnos algo. Me corre un frío por la espalda, no quiero ni pensar con qué se largará. Ni uno se mueve, creo yo, esperanzados en que diga “en un rato traigo más películas”. Pero no, mi papá se pone a hablar de Walt Disney, el creador de los dibujos animados que acabamos de ver. Pero, lejos de contar, por ejemplo cómo se hace un dibujito animado, larga que ese hombre, afectado por un terrible cáncer, está criogenizado en Norteamérica esperando que se invente la vacuna que lo cure. Nadie entiende por dónde va la cosa. Me muero de vergüenza. Mi papá cambia a tono y gesto de Narciso Ibañez Menta para contar que la criogenización es congelar a la persona viva, que la piel se le pone amarilla, no respira, parece un muerto de velorio, pero vivo y congelado, adentro de un ataúd parecido a aquella heladera y la señala. En ese momento, mi mamá, ajena de todo, abre la puerta de la Siam para sacar la torta y a los pibes se les corta la respiración, creen ver en el congelador rebalsado de hielo, la cara del mismísimo Walt Disney. Mis amigo que, hasta que mi viejo abrió la bocaza, no sabían de la existencia de la palabra criogenización y ni habían pensado en tratar el tema de la muerte, no pueden sacar los ojos de la heladera Siam que mi viaja cierra con la mano derecha, mientras que, en la izquierda, trae la torta y, de camino al living, apaga la luz y empieza a cantar el feliz cumpleaños, que ni uno de mis compañeros entona.
Walt Disney, dicen, que murió un 15 de diciembre de 1966.