Desaparecí unos días del mundo porque se me ocurrió sacarle provecho a los dos pilones de hojas que me hizo escribir la escuálida (las cuarenta páginas de mi autobiografía de autoayuda y la novela para el frustrado concurso “Del campo a la ciudad” que supuestamente iba a ganar y me trajo de anticipo un cheque sin fondos) y armé una novela, casi un bodoque, que mandé al concurso de Clarín. A ver si todavía lo gano. Sería un gol de media cancha y mataría dos pájaros de un tiro: mi primer libro editado y la recomposición de mis finanzas. Eso sí, con lo que me costó imprimir las ciento ochenta hojas más las dos fotocopias del manuscrito quedé en bancarrota.
En mis bolsillos solo tengo monedas y la casa pasó a sostenerse con el ingreso de mi esposa. El clima del hogar no es el mejor y a mi mujer ya no la entusiasmo más con la idea de traer plata a casa con el posible premio de un concurso literario.
Y mi esposa no es la única mujer con la que estoy en deuda, también está la moza de pelo anaranjado y uñas verdes a quien debo llevarle a la editora Puerta del libro al bar. Estaré en medio de un quilombo, con la cabeza en cualquier lado, pero me quedó claro que ella me pidió que se la entregue. Pero ya le mandé dos emails a Puerta del libro y la muy guacha no me contesta, y no puedo ni ir al bar sin cerrar esa cita con ella.
Otro tema que me tiene guardado es lo de los robos de los pibitos a mi nombre. Si hasta hace poco no asomaba la ñata a la ventana del balcón porque me enloquecía ver el libro de Coelho rodeado de cacas de rata y las cuatro monedas, más el veneno piramidal montado sobre la tapa de El Alquimista, ahora se sumaron los robos. No quiero ver ni escuchar sobre hurtos de estéreos, pinchaduras de neumáticos con posterior abordaje de autos, o sea, nada que tenga que ver con los operativos “recaudatorios” de los Empleados del Millón que me tienen a mí como único beneficiario.
Y esto de no salir a la calle, me llevó a ausentarme de las misas de los Empleados del Millón. Espero no recibir represalias.
A mi esposa le hice creer que me quedaba en casa porque estaba con una gripe del tipo A y que era mejor quedarme adentro para no propagar el virus. Eso mismo tengo que decirle a la moza para justificar mi faltazo a las misas. Ella seguro se lo dirá al ex-mozo Pastor.
Ya mismo reaparezco en el bar y recompongo mi imagen con el cuento de la gripe.
Estoy adentro del bar, a media mañana del lunes y con una calle polar que escarcha el alma. Las mesas están vacías y la tele en Crónica TV muestra la placa que dice cuantos días faltan para la primavera.
A la moza la escucho operar en la cocina; seguro prepara algún guiso de lentejas. Voy para la mesa del fondo y mientras me siento, compruebo que la bici del mozo devenido en Pastor sigue en el patio y presa del abandono.
Me siento. Con la yema del dedo índice de mi mano derecha repaso las marcas sobre la madera de la mesa y con la uña saco unas partículas de azúcar metidas en esas zanjitas. La actividad, si bien minúscula, me empieza a entusiasmar y sumo las cuatro uñas restantes. Sin pensarlo, estoy metido en una tarea que pone mi mente en blanco, meditativa, y compruebo los efectos placenteros que siente el japonés Lacata en la aplicación del Zen en el arte de beber Sake en mi novela Pueblo Vecino.
En la nada que me regala la acumulación molecular de granitos de azúcar aparece la moza. “¿Me la vas a traer?”, pregunta mientras apoya plato y taza sobre las zanjitas azucaradas y derrumba mi trance.
Levanto la mirada, ella está poniendo dentro de la tetera el saquito de té de tilo y me habla: “¿Pasó algo? Mirá que a vos te toca cumplir conmigo como los pibitos lo hacen con vos. Cuando te diga la guita que vienen juntando te caés de culo, no están dejando ni una moneda en todo el Parque”.
Mientras me habla, manoteo un sobrecito de azúcar, lo corto en un vértice y la vuelco sobre la taza vacía. Ella levanta la tetera y tira el chorro de té caliente. El azúcar se disuelve. Sujeto la cucharita. Le digo que le escribí varias veces a la editora, pero que no me contestó, que me disculpe, pero que esa mujer tiene que aparecer porque me tiene que solucionar el tema del cheque y ella se me acerca y muerde las palabras. “¿No entendés que la guita no es el problema? Tú deuda ya fue, te lo acabo de decir, los Empleados del Millón lo están solucionando. A ella te la pedí porque me puso en la estrella del medio y vos sos el hermano que me va a ayudar a salir de ahí”.
Empiezo a revolver el té y la invito a sentarse porque el pulso le está temblando y la tetera que pende de su mano izquierda está a mitad de te hirviendo y yo seré blanco fácil del chorrito ardiente. Ella separa una silla, se sienta y busca respuestas en mis ojos. Apoyo la cucharita en el plato, sujeto la taza con mis dos manos heladas, la acerco a mi cara y, enmascarado por el humo del té, le pido qué me explique de qué habla así cumplo con ella. La moza refunfuña: “Pensé que habías entendido, dale, dame la mano”. Apoyo la taza sobre el plato y ella me captura la mano derecha y levanta la manga de mi polar para descubrir el dorso de mi mano con el tatuaje que me pintaron durante la misa. Ella retoma: “Mirá, es simple: hay cinco estrellas. Cuatro tienen forma de cruz, como la Cruz del Sur, allá, en el cielo. La quinta estrella es el tema. Mientras no seas estrella del medio, todo piola, pero cuando caes en la estrella del medio cagaste, estás atrapado y solo los Hermanos del Millón pueden sacarte de ahí”. Miro el dibujo, incrédulo. “No me digas que todavía no te diste cuenta que por culpa del cheque sos la estrella del medio. La estrella que terminó de hacer tu cruz es la flaca de la editorial. No te pongas mal, estamos en la misma. Esa hija de puta también me metió en la estrella del medio a mí cuando se llevó a mi esposo del bar y el pelotudo se hizo Pastor de Los Hermanos del Millón. Si, Juan, escuchaste bien, el pastor es mi esposo o, mejor dicho, mi ex-esposo. Esa mina le dio un libro y le quemó la gorra, le hizo creer que podía escribir para ayudar a los demás, me dijo voy a escribir verdades y por casa no apareció más. Decí que el dueño del bar (que es el Obispo de los Hermanos del Millón) me dio el laburo de mi Ex con la única condición de que me sumara a la religión y respete al Pastor.” Miro para el patio del bar, veo la bici arrumbada, pienso en la bolsa que colgaba del manubrio con las cinco monedas y el libro de Coelho. Y pienso en que me llevé esa bolsa a casa con la macumba que traía adentro y que a partir de eso mi vida se me vino a pique. Vuelvo a mirar el tatuaje en mi mano, me veo en la estrella del medio.
“Tomá un poquito más de té, estás pálido”. La moza tira el chorrito final de la tetera que ya no humea. “No te pongas mal, es mejor saber dónde estás metido, tenés que conocer las cuatro estrellas que te crucifican. Las mías son: mi ex-esposo, la plata que falta desde que me dejó, la putita de la editorial y el libro ese que leía mi esposo. A la estrella de la guita la voy sacando con este laburo. A mi Ex ya lo persigo con las misas de los jueves (el forro ni me mira, pero lo tengo acorralado, ni bien el Obispo me deje, lo cazo de los pelos y me lo traigo para casa). A la cuarta estrella, la del libro que el pelotudo estaba leyendo, ya la voy a encontrar, solo me falta saber quién es el chorro que se afanó la bolsa que estaba colgada de la bici y le hago cantar todo, ese debe ser cómplice de mi Ex. Y la peor de las estrellas, la flaquita cheta de la editorial, la que me lo sacó de casa, a esa me la podés traer solo vos”. Le pregunto para qué la quiere y ella me dice: “De esa se encarga mamita, vos tráemela al bar”. La moza se levanta intempestivamente, el mango de un cuchillo asoma por entre los botones inferiores de su delantal morado y, sin quererlo, le da un culazo al respaldo de una silla que cae contra el piso. “Hola Héctor, este es el Juan de que te hablé. Juan, Héctor te va a ayudar con una de las estrellas de tu cruz, las ratas. Héctor es un Hermano de los Empleados del Millón y limpia las Siete plagas de los bares y templos del Obispo.”
Me levanto para saludar al desrratizador (un tipo tamaño ropero, vestido de guardapolvos y ropa de fajina), pero el tipo me apoya la mano izquierda en el hombro sin dejarme poner de pie. Levanta la silla que estaba en el suelo, se sienta, me mira fijo y me dice: “No tengas miedo, a esas hijas de re mil puta las voy a hacer cagar. Ella me contó tu drama y leí tu blog. Te voy a ayudar a salir de la estrella del medio, eliminando a las ratas. Este viernes voy a tu casa, a esta misma hora”. Le intento decir que no hace falta y me corta: “No tenés que tener vergüenza, las ratas están en todos lados y van a sobrevivir al Apocalipsis. Yo sé que es imposible eliminarlas a todas. Yo solo hago trabajos correctivos, muevo la frontera, las alejo de quienes son mis protegidos y ella me pidió que te proteja porque vos la vas a salvar ¿No?” Y Héctor, el desrratizador, junta sus palmas, anuda los dedos, los aprieta y les saca música de huesitos estrujados. Le digo que sí, que ella es mi protegida, que la voy sacarla del medio de la cruz. El tipo se incorpora y me larga: “Bien, muy bien, los hermanos vivimos para los hermanos y esas ratas mueren en mis manos. Te sorprendí, yo también escribo, soy poeta. Nos vemos el viernes”.
Y le digo “Del Millón” como para congraciarme y él no me contesta, ni siquiera da vuelta la cara en su paso franco hacia la puerta del bar.
El olor a cebolla freída confirma que se viene guiso de lentejas. Mi té de tilo está helado. Sobre mi cabeza, la televisión sigue con Crónica TV y transmite las imágenes de la militarización de las villas del Sur de Buenos Aires. La parafernalia carnavalesca de los farolitos de las motos y autos de la Gendarmería y Prefectura, más los pertrechos de cada milico a las puertas de la Villa, dan perfecto con la estética de los milicos de la película Distrito 9 (esos que se meten en una villa cercada de las afueras de Johannesburgo para tener cagando a los alienígenas habitantes de ese gueto). La imagen se hace eterna y mi mirada licúa el azul de los farolitos de las motos y autos militares. Sobre el pastiche iridiscente me reencuentro con las ganas de no pensar en nada y retomar el trance meditativo de hace minutos. Pero no puedo. Mi cabeza es un sinfín de pensamientos encadenados que intentan armar cuáles son las estrellas de mi cruz, esa que me tiene en la estrella del medio. Afino la idea y enumero las cuatro estrellas: Puerta del libro, la falta de plata (con policía gastador a mi cargo incluido), la secta de los Hermanos del Millón (que también controla el bar) y las ratas de mi balcón que cagan alrededor del libro de Coelho. Y, si me viera en un espejo, seguro estaría más pálido que hace un rato porque, por esas cosas de las relaciones, acabo de caer en la cuenta de que el desrratizador es amigo de la moza y que si la moza se llega a enterar que en mi balcón tengo el libro que me robé de la bici de su ex-marido todo se me puede complicar mucho más porque nadie va a sacarle de la cabeza que estoy entongado con el ex-mozo y esposo devenido en Pastor.
Miro en mi mano el tatuaje de la cruz con cinco estrellas y el azul de cada estrella, de golpe, parece negro.