El aire se espesa. Los sonidos del ambiente se repliegan. Separo los dedos del teclado, me agazapo, aguanto la respiración. La gota de silencio cae desde el techo, perfora el aire, explota en el suelo y empiezo a ver todo turbio.
Este fenómeno de la gota de silencio aparece de la nada (como cuando en medio de una conversación se produce un silencio y alguien dice “pasó un fantasma”) y hace que todo lo vea turbio.
A este extraño evento lo conocí a mediados de los noventa, cuando trabajaba de inspector fiscal de la entonces DGI.
Me habían encomendado una tarea simple: ir a unas direcciones y consultar a ciertas personas si habían recibido la beca de una Fundación de nombre raro, sospechada de ser fraudulenta. No me dieron más detalles y me dijeron que me tomara el resto del día para hacerlo. Las tareas de inspección en la calle me encantaban, no por el trabajo de alcahuete del Estado que siempre me pareció espantoso, sino porque manejaba mi tiempo para ir a estudiar y no tenía que estar detrás de un máquina de escribir actuando el rol de empleado público.
Al mediodía pisé la vereda de avenida de Mayo para alejarme de la DGI. El frío porteño de aquel mes de Julio, con lo simple de la tarea, auguraba una vuelta a casa temprano para disfrutar de unos mates calentitos con bizcochos. Subí al subte B y bajé en la estación Angel Gallardo. Caminé en sentido contrario al tráfico de la avenida Estado de Israel y llegué hasta la calle Jufré. Ubiqué el número del edificio de departamentos y toqué el timbre. Nadie contestó. Insistí con el timbre. La voz de un hombre brotó desde el parlante. Al minuto, el hombre bajó y abrió la puerta. Le expliqué quien era, que tenía unas preguntas sobre una Fundación. El tipo me escuchó sin sacar la mirada de las baldosas. Podría haberme dicho que no me podía atender, pero me hizo pasar. Subimos cuatro plantas por ascensor e ingresé a un departamento de vivienda donde me envolvió el aroma a repollo hervido y el sonido de la tele sintonizada en Nuevediario. El living tenía una mesa recortada por la luz de una lámpara que pendía del techo. A la mesa estaban sentados un chico y una chica con tenedor en mano y los labios pintados de comida. Sobre la mesa había tres platos humeantes, tres vasos y una jarra a la mitad de agua. Me disculpé por interrumpirles el almuerzo. El hombre no abrió la boca y apartó una silla para que me siente, se ubicó a mi diestra y empujó su plato hasta que topó con el cristal de la jarra. De frente a mí, y a través de las hebras de humo, parpadeaban los ojazos de los chicos. Abrí la carpeta, saqué la notificación de no más de diez líneas que mencionaba la Fundación de nombre raro que decía haberles otorgado una beca. Hice el punto y aparte y el hombre, sin dejar de recorrer con su mirada la cuadrícula del dibujo del mantel, dijo con voz ripiosa: “Le confirmo que mis hijos fueron becados a Israel en el marco del Programa de Asistencia que la Fundación otorgó a la familias de las víctimas del atentado de la AMIA”. Los pestañeos de los chicos mordían el aire. De repente, el barullo de la tele se replegó, la gota de silencio atravesó el aire espeso, explotó contra el parquet y vi todo turbio. Guardé la hoja en mi carpeta. Me puse de pie y enfilé para la salida. Al lado de la puerta había una mesita con un candelabro metálico de nueve brazos sin velas y un portarretratos de plata. En la foto estaban el chico, la chica, el hombre y una mujer que entonces sonreía y seguro se sentaba en la silla en la que yo había apoyado mi culo para hacer el papel de hijo de puta que el gobierno del Dr. Menem había guionado para mí. Bajamos por el ascensor sin hablar. El hombre abrió la puerta de calle y ni siquiera pude saludarlo. Cagado de frío y con ganas de vomitar hasta la última lágrima que me había tragado, crucé la avenida para ir a la placita triangular que tiene por hipotenusa la avenida Estado de Israel y completa los lados con las calles Rocamora y Yatay. Abrí la carpeta y revisé las demás direcciones, quedaban en Villa Crespo y Almagro. El resto de la tarde, hice todo a pie y comprobé que se trataban de domicilios particulares y no volví a tocar el timbre, me di cuenta que el Estado para el que yo trabajaba en lugar de buscar a los responsables de la bomba, miraba para otro lado. Y en lugar de proteger a las víctimas del atentado, se refocilaba mandando a pelotudos como yo a revolver con un chuchillo las heridas abiertas de las víctimas. Ese día, es mismísimo puto día, decidí que no iba a trabajar más para el Estado.
Y ese día, también, conocí el fenómeno de la gota de silencio, ese que me hace ver todo turbio.
Y eso acaba de suceder mientras me miro la mano con el tatuaje de las cinco estrellas que me hicieron los de la misa de los Empleados del Millón y el azul de las cinco estrellas sobre mi piel se pone difuso y, al frente, la pantalla refulge tan ocre como este cielo de Buenos Aires encapotado de cenizas. Y la deuda del bar socaba mis pies de barro y los pibes de gorrita me persiguen para cagarme a palos. Todo está turbio.
Suena el timbre. Mi mujer no está, no tengo obligación de atender. De nuevo el timbre ¿Y si son abogados? ¿Y si el portero les abre como hizo con el policía? Nada de cuervos cobradores de morosos adentro de casa. Los frenaré en la puerta.
En la planta baja está la moza del turno mañana, vestida con su delantal morado y ese pelo naranja. Me saluda del otro lado del vidrio cuando salgo del ascensor. Me la veo venir, cae para preguntarme cuando voy a ir a saldar mis deudas. Avanzo con pasos lentos, no sé qué voy a decir.
Abro.
“Juan, ¿qué pasó que te fuiste corriendo? Los pibes se quedaron preocupados”. Digo que no con la cabeza, pero me sale un semi-no, cabeceo para la izquierda y ella me larga “Ah, querés que pase para hablar más tranquilos” y redondeo los ojos con desesperación, pero me sale como si asintiera. No puedo hablar, es esa gota de silencio. Ella ingresa al palier, doy un paso atrás, empuja la puerta de calle con el traste y empieza: “Quedate tranquilo, los pibes van a juntar la guita, no vas a deber un mango a nadie. Eso te querían decir el jueves pasado cuando saliste corriendo. Yo me apuré a llegar a tu casa, pero solo te vi entrar a los pedos. Los pibes están flasheados con vos. Dicen que te vieron volar por arriba de la santería cuando te saltó el Rottweiller, creemos que sos la estrella del medio y hay que ayudarte. Para eso somos los hermanos Del Millón. Los pibitos no van a dejar una moneda en el barrio hasta juntar el número de ese cheque sin fondos que tenemos en el bar”.
Estiro los brazos, abro la palmas queriendo decirle que pare todo y ella me baja los brazos “No tenés que agradecer, somos hermanos Del Millón. Quedate tranqui, cuando ellos dicen carnaval, se afanan hasta los pomos. Vas a ver qué rápido la juntan. Así que venite al bar, está todo piola, tomate tu té de tilo y trae a esa, la que te dio el cheque”. Hace una pausa, me aprieta los antebrazos y retoma: “Traela al bar, así se aclara todo”. Y a esta frase final la dispara con fuego.
Me sale un gracias por todo, ella suelta los brazos. Que se me afloje la lengua es síntoma que entré en la resaca del efecto de la gota de silencio.
Le abro la puerta y ella va para el bar al trotecito.
Me quedo un rato mirando para la vereda. Sobre el cordón hay astillas de vidrio, signos normales del hurto de un auto. Los pibitos de gorrita ya empezaron a ocuparse de mi.