Releo el mail cuatro veces. En el reloj de la pantalla de la computadora dice nueve y nueve. Voy al bar por un té de tilo.
El bar está desierto. La tele apagada. Las aspas del ventilador de techo ejecutan una melodía monocorde que, con un tilo encima, vaticinan el advenimiento de un ataque de sueño de media mañana.
Detrás de la barra veo la espalda de guardapolvo morado del mozo. Me acerco a él y me llevo por delante una mesa, un rectángulo de porcelana con los sobres de azúcar y edulcorante estalla contra el piso. Me agacho y empiezo a juntar las porciones esparcidas del descalabro. A mi derecha aparece una pala y una escoba. “Levántese, no hay problemas, yo lo junto”. Asciendo con la mirada por los botones y, al superar la línea de las solapas del delantal morado, me encuentro con un mozo que nos el mozo que yo venía a buscar, o sea, el mozo de mis té de tilo. Me incorporo. El tipo me pregunta si me lastimó con la escoba y me pide que le muestre las manos, dice que tengo mala cara. Le digo que no es nada, que me sorprendí porque era la primera vez que lo veía, esperaba encontrarme con el otro mozo, me corta: “Ese forro, si supiera donde está, lo cago a patadas, lo cago. Hoy no vino a laburar y El Gallego me llamó a casa para que haga los dos turnos. Ayer, al cambiar el turno, me dijo que dejaba la bici porque se quedaba por el barrio, tenía que encontrarse con una mina. Dijo que después pasaba por el bar, antes del cierre, para volverse en bici a su pensión de Pompeya. Mire, para mí este hizo roncha toda la tarde en el Club, fue al corso de Scalabrini y Corrientes, y se terminó comiendo un caramelito de la comparsa de Almagro. Tan enconchado andará que ni siquiera llamó para preguntar por la bici o avisar que no venía; debe andar por el quinto polvo, debe andar”. Miro por el pasillo que da al patiecito y baños del bar. Ahí está la bicicleta del mozo con una bolsa de Carrefour anudada en el manubrio. Le pido que me lleve un té de tilo a la del fondo. Por las mañanas suelo sentarme ahí; casi siempre está vacía porque queda de paso a los baños. Me acomodo estratégicamente para observar la bicicleta y doy la espalda al salón desierto. Sin quitar los ojos de la bici empiezo a enganchar puntas: Puerta del libro me “sugirió” hoy martes hablar con el mozo; vengo y el tipo no está porque, justamente, se fue al terminar su turno para encontrarse con una mujer. De boludo trato de tener lo menos posible, esa mina es Puerta del libro y la muy turra quiere que me entere que arriba tiene algo con el mozo. ¿Qué gana con eso? ¿creerá que quiero tener algo con ella?¿ Le querrá sacar información mía al pobre mozo? Ya tocó un colega de mi master para sacar información sobre mí. Igual, si se lo garcha, que lo disfrute. Y si dice algo de mí, me chupa un huevo. Lo único que me interesa es que me publiquen un libro y punto.
El te de tilo llega y lo pago. Empiezo a tomar el té y no puedo sacar los ojos de la bicicleta. Mucho menos de esa bolsa plástica de Carrefour pendiendo del manubrio. La bolsa tiene algunas cosas adentro. Si tuviese la mirada de Superman para ver a través del polietileno ¿Y si voy a revisarla? Miro a la barra, la espalda con guardapolvo morado me dice que es el momento para ir. El corazón se acelera y los latidos estallan en las yemas de mis dedos. Trago el té de un saque, me quemo el primer tramo de mi aparato digestivo, el que va desde la lengua hasta el estómago. Exhalo vapores y trago aire. Me paro sin hacer ruidos. Por si alguien entra o el mozo me llega a ver por algún espejito, me toqueteo la bragueta y hago señas a los fantasmas con el dedo que voy para el baño. A mitad de pasillo me detengo. La bicicleta (una Monark de fines del setenta, de cuadro oxidado, cadena sin aceite, sillín triangular percudido, ausente de guardabarros y con dos amortiguadores de caucho desflecados en la rueda delantera) tiene atada en el manubrio la bolsa. Con el dedo pulgar estirado, ausculto desde fuera y la yema del dedo índice recibe un cosquilleo, quito el dedo. La bolsa está cargada, pero no reconozco qué hay dentro. Voy con las dos manos para ver si, unidas, leen más allá del velo de plástico. Es algo rectangular, tal vez un libro o anotador y chinchinean monedas. Escucho el vozarrón del portero de mi departamento dentro del bar “Hay algún hincha de Boca en este bar”. Me quedo duro, es como si hubiese dicho “Piedra libre a Juan en el pasillo”. Y, con mi torpeza a cuesta, decido que mis manos pasen de la adivinación al hurto sin paradas intermedias. Tiro de la bolsa, trabo la bici con mi rodilla izquierda para que no caiga al piso, las manijas de plástico se estiran como chicle y se cortan. Meto la bolsa debajo de mi camisa suelta y encaro para el salón del bar. “Vení bosterito, vení que te explico algo de fútbol”. Sin sacar las manos de la camisa y la panza con su secreto en gestación, le digo que ando mal, que tengo cagadera. Me dice que me lleve la bosta a mi chiquero y que si queremos jugar como Vélez, vamos a tener que pagarle a Bianchi porque Falcioni no puede ni darle las manos al arquerito García”. La humillación de la derrota es insoportable, pero, en esta ocasión, cobrar como en bolsa me sirve para salir del bar, con la bolsa del mozo.