No voy a volver al bar. No quiero que me carguen la deuda por el consumo del cana. Yo no le debo nada a nadie. De hecho, cuando me fui de la DGI y Arcor lo hice sin pedir un peso. Lo normal es que un ejecutivo “negocie salidas”. Yo no negocio mi independencia. De esos laburos solo me llevé el proporcional que me tocaba de vacaciones y aguinaldo, y experiencias. Tampoco me llevé una moneda que no me correspondía (eso que, tanto en la esfera pública como en la privada, tocan Bill Halley & The Comets con su retornos por debajo de la mesa). La bolsa me dice que mi reputación impecable se acabó. La bolsa del súper chino con la de Carrefour adentro que contiene El Alquimista de Coelho y 5 monedas me delata. No puedo ni mirarla porque me grita “Culpable”. Con la bolsa del bar, terminé por ensuciarme las manos. Esto me martiriza, me la tengo que sacar de la cabeza y de mi vida, expiar mis culpas. ¡Destrucción de la prueba! Eso es. Por caso llevo dos semanas desde que arranqué esta bolsa del manubrio de la bicicleta del mozo y nadie me ha endilgado el robo.
Es simple: si desaparece la bolsa, sanseacabó el delito.
¡Eliminación de la prueba!
Reaparezco en el cuarto con la revista del cable. Bajo la bolsa del último estante de la biblioteca. Abro la puerta que da al balcón. Los frenazos y bocinas me cubren con el manto anónimo de la calle. Abro la revista del cable, apoyo la bolsa del mozo en la raja de las páginas del medio, la doble página del horóscopo mensual. Doy un chispazo al encendedor y una llama erecta hacer arder la hoja del horóscopo. Sobre el papel avanza una cresta de fuego naranja-verde-amarilla-azul que ya se comió a Escorpio y arremete contra Virgo. Allí se topa con la bolsa del súper chino que se achicharra y descubre la de Carrefour. También se prende y la llama muta a rojo-blanco-azul. Cae el naylon derretido y se une al plastrón negro, gomoso, ardiente del cuerpo carbonizado de la bolsa de los chinos. La llama pasa sobre el libro. Mis ojos llamean excitación asesina, la pira dará cuenta de la prueba. Pero la llama sigue a la hoja siguiente (la de los horóscopos de la revista), prende Tauro y El Alquimista de Coelho continúa ahí, rodeado por las monedas. El libro de Coelho es ignífigo. Manoteo el trapo de piso y le empiezo a pegar al fuego que avanza y está por quemar Aries, mi signo, lo que puede ser un mal presagio. Ahogo la llama. En el aire quedan flotando las plumitas negras del papel quemado de la revista del cable y entran en bandada a mi cuarto. Me apuro a cerrar la puerta. El teclado de la computadora, el escritorio, los libros están cubierto por los residuos de esa nube carbonilla. Vuelvo a abrir la puerta del balcón y me quedo mirando al libro de Coelho, ni un rastro del paso el fuego. Es más, parece más brillante. Y hasta las cinco monedas refulgen como nunca. Ahora si me da cagazo este Coelho ignífugo. Me lo quedo mirando fijo; en segundo plano, recortado por la baranda y rejas del balcón, transcurre la película borrosa del movimiento urbano de mediodía. Así me quedo, derrotado, sometido al libro. Coelho ignífugo, conejo ignífugo, pienso en la línea de un chiste acorde a mi momento de tara. Y me acuerdo de los conejos de la Patagonia que si se prendieron fuego. Fue en Epuyen, cinco paisanos en pedo rociaron con grapa un conejo, lo prendieron fuego y lo largaron por romper los huevos nomás, y el conejo bola de fuego meta correr y morirse entre llamas, prendió fuego los bosques milenarios de cinco montañas. Y a este conejo-Coelho le resbala el fuego.
Sobre la imagen de ese segundo plano borroso de mi balcón aparece una mancha negra. La baranda del balcón pasa a primer plano y el actor principal es una rata. Me quedo duro, la rata también. La panza se me anuda y asciende por el centro de mi pecho un torniquete helado. Quedamos hociquito peludo contra labio fruncido. Solo nos separa El Alquimista de Coelho, solo nos une el espanto mutuo. No sé como, pero saco fuerzas resortíceas de mis piernas y me tiro para atrás, como lo hacen los buzos que se lanzan desde cubierta al abisal océano, para caer de espaldas en mi cuarto y desde el piso cerrar la puerta. Asciendo pegado a la placa, corro la cortina y miro el balcón: la rata partió. Me voy de acá.
Crispado, salgo a la calle. “Señor Juan, espere” es una voz de mujer, me doy vuelta. Una chica vestida con delantal morado se me acerca: “Perdone, soy la moza nueva del bar, el señor me dice que usted tiene que pagar sus cuentas”. Desde dentro del bar sale el policía de la cuadra. Con la mirada, salto entre los ojos de la moza y el policía varias veces para ver si encuentro, entre ambos, una soga que me haga salir de esta correntada sin tener que recurrir a una u otra costa. Pero la mirada severa del Oficial define mi decisión. Le digo que por supuesto pagaré, que nunca dejo deudas, que tengo una reputación impecable, pero que ando sin efectivo, que paso por el cajero y le pago. “Lo acompaño al cajero, con la inseguridad de hoy no se puede andar sacando plata así como así”, me dice el policía. Digo que con gusto y encaramos para la esquina.
A los pasos larga “temprano para hacer asadito, flor de quilombo armó en el balcón”. No respondo. El tipo me vio. Ahora alguien sabe de mi intento de destrucción de la prueba del delito. Le digo “el viento” y quiero decir, que el viento no deja hacer fuego, pero me sale “el viento” y el torniquete de hace un rato me cierra la garganta. Doblamos en la esquina, hay que caminar dos cuadras para ir al Banco Francés de Avenida Corrientes.
A los pasos, me veo a través de las miradas de mis vecinos: acompañado por el policía parezco un reo. Hasta los escucho decir “seguro se lo llevan por chorro, algo habrá hecho”. Pero lo que me vende es mi cara. La culpa por ese libro en el balcón me brota por los poros. No, no me puedo delatar. Le pregunto al policía si lee. “Si, Coelho”, me contesta con puntos suspensivos como para que yo diga algo. Se me anudan las cuerdas vocales y la lengua se me paraliza.
Mentalmente salgo de acá. Pienso en el Coelho ignífugo, las cinco monedas y la rata. Pienso en eso, para acordarme de la clave de la tarjeta de débito que justo ahora no recuerdo. Queda una cuadra y, para completarla, lo que me falta ahora es que no me acuerde la clave, delante del policía y me acuse de portar tarjetas mellizas.