Una chica escuálida abre la puerta. Me indica que la siga. Ella arrastra las suelas de las sandalias sobre la alfombra de un pasillo largo y de paredes blancas. Al final del pasillo, la chica empuja una puerta y desde adentro me dicen “pasá y sentate; mi amigo me habló de vos, decime en qué te puedo ayudar.” Y, haciendo caso del consejo de mi amigo, le dije que quería publicar alguna de mis novelas. El amigo de mi amigo me dice que funcionaba muy bien la autoayuda y yo le digo que escribía ciencia-ficción, una especie de literatura de anticipación psico-socioeconómica de la resaca capitalista. El amigo de mi amigo revisa sus mails mientras hablo. Ante mi silencio, saca los ojos de la pantalla, manotea un libro, lo gira y lo abre al medio. “Algo parecido a esto tenés que escribir, contá tu historia, desde que te parieron adentro de un comercio hasta que fuiste gerente de una corporación para que los demás aprendan de tu experiencia”.
Paso sin ver cuatro hojas de ese libro. Entra la escuálida y le dice al amigo de mi amigo que se acordara de la reunión con el señor Urruti. “¡Ah! Urruti, casi me olvido. Me vas a tener que disculpar, lo tengo que atender, Urruti es un amigo”. Apoltronado en la silla me estira la mano y me pide que le mande saludos a su amigo.
De nuevo en el pasillo, voy detrás de la chica escuálida que arrastra las suelas de las sandalias.
Al llegar a la puerta, descubro que la chica tiene una joroba de vértebras puntiagudas debajo de la blusa de seda. Gira el picaporte, avanzo, me dice “adiós” y da un portazo.