El llamado me sacó de un frenesí de inspiración. Estaba en el capítulo veinte de mi nueva novela, trabajaba en el desenlace de una historia que transcurre en un futuro no muy lejano. Miro la hoja del Word en la que había dejado cuando sonó el aparato y la trama que parecía salir de un tirón, ahora, es un tirón de huevos. Vuelvo varias páginas atrás, retomo la lectura desde el capítulo dieciséis; ese procedimiento suele servirme para recuperar el hilo narrativo, pero no paso de la primera página. En mi cabeza se reedita la charla telefónica con mi amigo. Me pregunto si habrá leído mi nota del Facebook o su amigo (el gerente de la editorial) le pidió que me llame para convencerme. Pueden ser las dos cosas. Por caso la escuálida había leído lo que escribí. Y hasta se puso “Puerta del libro”. Para salir del empantanamiento, recurro a la distracción del Facebook. No hay noticias de relevancia de mis amigos. Recibí dos pedidos de amistad: un chico cubano, corrector de estilo con quien tengo ciento veintidós amigos en común y un profesor de la Complutense de Madrid que escribe crítica literaria en su blog. Los admito. En la bandeja de correos hay cinco mensajes nuevos. Dos son de grupos a los que pertenezco y nunca pedí me incluyeran. Otro es de un poeta que dice que unos parientes lo están por cagar a tiros por algo que escribió en el Facebook, pero que no nos preocupemos por su vida y tengamos Fé en Dios (y en la mala puntería, agrego yo). El quinto mensaje es de Puerta del libro; lo abro: “Quiero aclararle que no soy secretaria, sino editora. Sepa que yo bajo o subo el pulgar de lo que se publica; el ´amigo de su amigo´ solo firma cheques y revisa números, no lee un solo libro. Yendo a lo nuestro, y como se que se toma su tiempo para acudir a las citas, le escribo temprano para quedar a almorzar y así hablamos del libro que vamos a publicarle. Nos vemos a las doce y media, en el mismo bar”. Miro la hora en el vértice inferior derecho de la pantalla: 13:24
Salto de la silla y voy para el bar. Durante la estampida mezclo mis respiraciones agitadas con el tintineo de la ilusión de ver mi primer libro editado.
Abro la puerta del bar y me abraza el hervor del menú del martes: guiso de lentejas. La mesa del fondo está vacía. Hago una recorrida gran angular. Al batifondo se suma la voz del mozo: “Dormiste, tú mina se pudrió de esperarte y se fue”. Le digo que soy casado. Me dice “¿Y? No lo sigo. “Dale, pedazo de gilastrún, a mí no me engrupís, por lo menos hoy no te hizo pagar los cafés. Te gusta hacerte rogar. Eso sí, el tren pasa una sola vez”. Enfilo para una mesa. El mozo me toca el hombro, me doy la vuelta: “La flaquita me preguntó sobre vos ¿así que escribís?¿Tenés libros?” le digo que no. “Ah, no sos escritor”, me dice y le contesto que no tengo libros, pero si escribo. “Haceme caso, escribí como Paulo Coelho así te llenás de guita”. Le pregunto si eso se lo dijo la escuálida y me dice que no, que su esposa y todas las amigas de ella leen a Coelho.Le digo que otro día le muestro lo que escribo, que los mío son historias inventadas y le pido que me lleve un té de tilo a la mesa que acaba de dejar la mina de la editorial.
Me siento, reviso las marcas en la madera de la mesa, tal vez me dejó una pista. Son las mismas marcas de siempre. Acabo de perder mi oportunidad. Sin saberlo, el mozo me dijo una gran verdad: el tren pasa una sola vez. Tal vez eso se lo dijo a editora antes de irse. Miro la tele, repiten imágenes del accidente del ferrocarril San Martín. Los comensales ni enterados. El guiso debe estar para chuparse los dedos. El mozo me trae el té y me pregunta si en algunas de mis historias lo metí a él. Y me lo dice pidiendo que lo incluya y le digo que sí para que me deje de joder un poco. Pero el tiro me sale por la culata, se sienta en la silla donde hace una semana estuvo sentada la flaca. Ahí donde seguro me estuvo esperando. Está ahí, en ese lugar donde estaba por nacer un libro con mi nombre en la tapa. Miro el noticiero de la tele y le hablo al mozo. Le cuento que en mi novela él hace de él y que está adentro de un tren que acaba de descarrilar, pero que se salva. Me dice que lo espere, que en un momento vuelve para que siga, pero que tiene que cerrar una mesa. Tomo el té sin dejar de ver la tele. Los bomberos sacan un cuerpo desde la madeja de fierros. Al desdichado lo llevan envuelto en una frazada, parece un canelón. Vuelvo a sorber del té. Entre la tele y yo se deshilachan las hebras del vapor.