lunes, 27 de mayo de 2013

Depilación de bañera - Revista miNatura 126

Número dedicado a fobias
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Depilación de bañera
Juan Guinot


Para los pensionistas queda lo que ven: una bañera blanca. Para mí, la tarea de sacar uno por uno los pelitos pegoteados sobre la loza, meterlos en una bolsa, apretar el plástico para quitar el aire y asfixiarlos. Estos pensionistas no saben lo que yo si sé. Hace ya años (no menos de veinticinco, ni bien había llegado a esta pensión), iba camino a darme una ducha con mi toalla anudada a la altura de las axilas. Con la mano derecha abrí la cortina y un bicho peludo se me abalanzó. No pude pedir ayuda porque entró a mi boca una especie de estopa peluda con gusto a jabón podrido. Ni bien la bola de pelos se fue, me dejó con el nudo de la toalla a la atura de los tobillos y los pechos enjabonados. 
Desde entonces, pedí trabajar en la pensión, solo para mantener limpia la bañera.
Cada mañana, con las uñas y yemas de los dedos, pesco una por una las hebras capilares. Y no me quedo con el blanco fácil de la captura sobre la loza. También ausculto las puntitas de la rejilla de la bañera, ese agujero de la descarga que suele estar marcado por una cruz de metal. Allí meto mis deditos con excitación. Y, no pocas veces, al tirar del débil rastro observable de un pelito lacio y sedoso, he sacado a la superficie un tubérculo de pelos ensortijados, grasos, teñidos, florecidos, de distintas cabezas, esperando por más pelos. Yo se que el tracto de la descarga es el útero de plomo donde se gesta la bestia de olor a podrido. Ese bicho no volverá a salir. No mientras viva en esta pensión y me encargue, con riguroso celo, de depilar, cada noche, la bañera.