Número dedicado a fobias |
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Juan Guinot
Para los
pensionistas queda lo que ven: una bañera blanca. Para mí, la tarea de sacar
uno por uno los pelitos pegoteados sobre la loza, meterlos en una bolsa,
apretar el plástico para quitar el aire y asfixiarlos. Estos pensionistas no
saben lo que yo si sé. Hace ya años (no menos de veinticinco, ni bien había
llegado a esta pensión), iba camino a darme una ducha con mi toalla anudada a
la altura de las axilas. Con la mano derecha abrí la cortina y un bicho peludo
se me abalanzó. No pude pedir ayuda porque entró a mi boca una especie de
estopa peluda con gusto a jabón podrido. Ni bien la bola de pelos se fue, me dejó
con el nudo de la toalla a la atura de los tobillos y los pechos
enjabonados.
Desde entonces,
pedí trabajar en la pensión, solo para mantener limpia la bañera.
Cada mañana, con
las uñas y yemas de los dedos, pesco una por una las hebras capilares. Y no me
quedo con el blanco fácil de la captura sobre la loza. También ausculto las
puntitas de la rejilla de la bañera, ese agujero de la descarga que suele estar
marcado por una cruz de metal. Allí meto mis deditos con excitación. Y, no
pocas veces, al tirar del débil rastro observable de un pelito lacio y sedoso,
he sacado a la superficie un tubérculo de pelos ensortijados, grasos, teñidos,
florecidos, de distintas cabezas, esperando por más pelos. Yo se que el tracto
de la descarga es el útero de plomo donde se gesta la bestia de olor a podrido.
Ese bicho no volverá a salir. No mientras viva en esta pensión y me encargue,
con riguroso celo, de depilar, cada noche, la bañera.