La angustia de un gordito que no se sentía viril
Por Juan Guinot Escritor. Publicó La Novela “2022 La Guerra Del Gallo”
10/11/12
Es el día de hoy que, antes y después de ducharme en el
gimnasio, salgo con la toalla anudada a la cintura. Esto empezó en mi
preadolescencia, o mejor dicho, en el extremadamente largo tiempo en que
tardó en llegar a mi cuerpo la pubertad . Era el año ochenta y
uno, tenía doce años, jugaba al fútbol en el Club Quilmes de Mercedes,
los pibes se festejaban los unos a los otros los crecimientos capilares y
de los órganos sexuales. Por mi parte, con la niñez en la piel decidida
a quedarse un tiempo mayor que el resto del equipo, evitaba ducharme
. Los chicos me toreaban para que me sacara la ropa y les hacía caso.
Quitarme el calzoncillo, bajo la atenta mirada de un vestuario, era una
tortura. Mientras, desnudo, iba para las duchas, ellos se reían de mí porque no tenía un pelo donde ellos si tenían muchos. Y yo me reía de mí, con ellos, mientras lloraba conmigo.Mi viejo me daba charlas de educación sexual en las que me había anticipado cosas que me irían a suceder como la polución nocturna , la irrupción de pelos, el crecimiento de mis testículos y pene. Pero, pasaban los días, y ninguno de esos fenómenos se manifestaba. A él le tocaba hablar de “esos temas” con los varones y a mi mamá, con mi hermana. Como yo soy el mayor de los varones, tuve el honor de ser su primer alumno. Además de lo que me explicaba con discurso sanitarista y dibujos de trazo naif , decidió incluir clases de campo. Una tardecita, se metió en el baño a orinar mientras me estaba duchando. De espaldas a la bañera, torció el pescuezo, pispeó mi aniñada humanidad y me preguntó “¿Y, crecen?”. Yo, todavía sorprendido por su aparición, le dije que me parecía que algo y señalé con el dedo índice el campo yermo que se extendía debajo del ombligo mientras que, con la mano izquierda, apuraba la creación de espuma encubridora, frotando el jabón sobre pecho y panza. Él tiró la cadena, vino hacia mí, abrió grandes los ojos, auscultó el terreno que mi dedo había demarcado, negó con la cabeza y aventuró la idea de que mi retraso púber se debía a que era gordito.
Hasta entonces, el tamaño de mi panza no había sido un escollo en mi vida. Era una panza de unos kilos de más, no obesidad , pero que me definía frente a los otros. Era de aquellos a los que nadie se para a mirar por ser gordo, pero era también al que siempre le faltaban diez para el peso por tener esos kilos de más. A veces lo disfrazaba (o me lo disfrazaban): para el equipo de fútbol, ser pesado, me había dicho el entrenador, me haría un defensor difícil de voltear . Pero en educación física era el reaseguro de que siempre sería el último en las carreras. Y me convertía en confidente de las chicas, sabía de quién gustaba cada una y los chicos me necesitaban para que les pasara esa información, que no me incluía . Abruptamente se generó en mi familia la idea de que el tamaño de esa panza incipiente, el ser rellenito, no me dejaba ser hombre.
Como en casa todo problema se resolvía con profesionales, me llevaron a ver a un médico de adultos. El doctor atendía en su casa. Entramos por el garaje y pasamos a un consultorio oscuro. Mientras las luces parpadeaban, me ordenó desnudarme . Estuvo un rato largo tocando mis testículos, tirándome para atrás el prepucio, tomando medidas, clavando sus dedos en mis axilas e ingle. Ya apartado de mí, mientras se limpiaba las manos con alcohol, miró a mi papá y, con cara trágica, sentenció “Todavía tiene pito de nene”.
Mi papá le preguntó si podía ser por mi gordura , el tipo afirmó con la cabeza y me prescribió mucha gimnasia y la abolición de mi ingesta diaria de gaseosa, papa, banana, pan, comidas fritas, golosinas, galletitas dulces, mermeladas y la lista siguió.
Comer como pajarito fue terrible. Para peor, en casa, si alguien tenía que hacer dieta, los seis miembros de la familia debían acoplarse. Mis hermanos canalizaron su enojo al decirme que era igual al gordo de Pelito .
Me empecé a ver mucho más gordo de lo que era, creía que la panza no paraba de crecer. Recostado en la cama, me levantaba la remera, con las manos traía hacia el centro dos montoncitos de piel llena de pocitos celulíticos y calculaba qué parte debería cortar para extirpar al monstruo adiposo que no me dejaba ser hombre. Y peor aún, me empezó a parecer que todo el mundo me miraba la barriga con cara de “te acompaño el sentimiento”, por más que chupaba el estómago y usaba ropa de talla mayor para parecer flaco. Estaba todo el día atento a los demás. Una mañana, un cliente del negocio soltó “¿sabés por qué te dicen nido abandonado?” Respondí que no y el tipo despachó “Porque por culpa de esa panza que tenés no te ves el pajarito”. Y, al huir espantado, oí decirle, entre risas, que los gordos lo tienen chiquito .
Hasta en los bailes la pasaba mal. Las chicas conmigo solo bailaban movido. Me hacían sentir como si bailaran con su hermanito menor, no con un potencial novio como sí lo hacían, bien apretados en el lento, con mis compañeros ya desarrollados. Para zafar se me dio por hacerme disc-jockey, con lo cual me necesitaban para las fiestas y, por otro lado, me escondía detrás de los tocadiscos.
Proyecté mi bronca a las comidas.
Odié las facturas con tanta enjundia que es el día de hoy que no puedo compartir una mateada si es con “cositas dulces”. Sé que está mal, pero si me pongo delante de un grupo de amigos, tocándose las panzas mientras están sumidos a una bacanal de cremas pasteleras y hojaldres, mi mirada se altera, los veo como al ganado de corral, ese que engorda en feed-lot .
También odié las golosinas y los chocolates. Y, por esas cosas del destino, durante seis años de mi vida trabajé en marketing en una empresa de golosinas, sobrellevando la contradicción ideológica de operar en favor de un consumo para todo el mundo de aquello que yo alejaba de mi boca.
En cuanto a mi desarrollo tardío, en el meridiano de los quince años, los huesos empezaron a estirarse de manera acelerada. En pocos meses me puse flaco y alto por el crecimiento virulento de mi cuerpo. El tema es que seguía con la dieta, comía menos de lo que mi nuevo organismo requería y, por dos años más, el mismo médico que prescribió mi hambruna hacía las recetas para las vitaminas que debían sacarme de un “ preocupante estado de anemia ”.
A los quince ya tenía el porte de flaco que mantengo hoy, a los cuarenta y tres. Si bien fui gordito el treinta por ciento de mi vida, vivo con la amenaza de una gran panza fantasma.
En mi heladera manda el verde light de los productos, el descremado para los lácteos y la carne desgrasada. Una alacena con nueces, almendras, miel, galletitas de salvado, arroz integral. Y si alguien sugiere que me está creciendo el “salvavidas” o insinúa que tengo la cara un poco más gordita, incremento la acción en el gimnasio y pongo más atención en lo que como, o sea, como menos.
La hipótesis de que mi retraso sexual se debía a esos kilos de más cayó en desgracia. Es más, al día de hoy ningún médico o nutricionista al que consulté ha avalado esa loca idea que me mortificó por años.
Me daba tanta vergüenza mi cuerpo aniñado que, al momento de ir al baño, en los recreos, me apuraba para llegar primero a los mingitorios, iba contra la pared y escondía las partes impúberes de mi cuerpo en la concavidad del sanitario.
Un amigo me aconsejó afeitarme a diario para que me brotaran barba y bigote. Iba al colegio con la cara llena de tajitos. Uno de mis compañeros, el más peludo y líder del curso, me decía, con maledicencia “Te afeitás tan bien que la piel parece la de un nene”.
A poco de cumplir los dieciséis años, me descubrí cinco pelos en cada axila. Recuerdo que hacía frío y me moría de las ganas de mostrarlo. Después de un entrenamiento en el club (para ese entonces había pasado del fútbol al vóley) me saqué la camiseta con tanta parsimonia que el entrenador me preguntó si me había lesionado. Y yo le dije que estaba bien, con los brazos en alto, la remera arrugada tapándome la cara y la indiferencia de mis colegas que ya estaban metidos en las duchas.
Casi en paralelo a la irrupción axilar, salieron unas hebras en las patillas. Eran finitas, tiernas como pastito recién salido después de la lluvia. Para que se luzcan, peiné con gomina mi pelo lacio. Mi compañero socarrón, ni bien entré al colegio, soltó a viva voz “ Ahí viene San Martín ”. Y ya no me jodió, porque si bien él se burlaba porque mis patillas no eran como las del prócer, empecé a darme cuenta de que no solo él me observaba. Las chicas empezaron a preguntarme si iba a ir al baile y venirme con cuentos de que había algunas que querían ser mis novias.
Y, justo ahora que escribo sobre esto, mi hijo de tres años, se me apareció mientras me afeitaba. Fue ayer. Me pidió que le llenara la cara de espuma. Le puse la cara blanca como la barba de Papá Noel y por afeitadora tuvo un peinecito. En el cuello, le enrollé una toalla chica. Fue al dormitorio. Lo seguí. Se plantó delante del espejo grande.
Empezó a quitarse la espuma con el dorso del peine.
Lo hacía tan bien que no me fue difícil estimar el largo tiempo que había dedicado a espiarme. Cuando me descubrió por el espejo me dijo, en tono serio, “Tengo barba porque tengo cinco años” y le recordé que tiene tres y él me retrucó, enojado, “ Pero tengo barba ”. Y, de golpe me pareció que él sentía la invasión de su intimidad, esa que yo había experimentado con mi viejo cuando se me metió en el baño, a los doce años.
Algo culposo, me fui a la cocina. Armé un mate, saqué de la alacena la miel y las galletitas de salvado. Mientras el agua buscaba su punto de hervor, le pregunté si quería una chocolatada. Él, desde el otro ambiente, gritó que sí, pero que lo tenía que esperar a que terminara de afeitarse y, además, me pidió unas galletitas de dulce de leche . Esparcí las galletitas sobre un plato. Guardé mi miel y galletas de salvado. Apagué la hornalla. Dejé a un lado el mate. Hice dos vasos de chocolatada. Apareció con los mofletes rosados, llenos de motas blancas. Chocamos nuestros vasos y, mientras me mostraba lo bien que se había afeitado, compartimos una dulce merienda.
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