Se cruzan
guitarra eléctrica, bajo y batería. Al fondo del escenario, brotan dos lenguas
de fuego que irradian a las tribunas. El público ruge porque una figura se
mueve al pie de las llamas, parece una salamandra. Los reflectores enceguecen a
la multitud en el estadio. Los destellos blancos se apagan y el haz lumínico de
un seguidor recorta en escena al que todos esperan. Él camina a paso Real,
bastón en mano, capa y gorro rojo. Los que dicen que no es un Rey, bien quisieran
alistarse en su Corte.
Arriba de
las tablas, se quita la capa mientras camina. Espalda recta y pecho inflado,
avanza, paso a paso. Los espectadores reconocen que él los acaricia con sus
pestañeos.
Se planta
en el borde del escenario, jugando al equilibrista y, antes de pasar el aire
por las cuerdas vocales, sin que persona alguna se haya dado cuenta, él ha
hecho magia: los casi cien mil espectadores están en la palma de su mano
izquierda. En la derecha, lleva esa vara que no es bastón, sino el soporte de
un micrófono. En la punta redondeada y esponjosa del micrófono, pega sus
labios, abre la boca, saltan hacia afuera los dientes y empieza a cantar.
El
cantante va al piano de cola, toma un trago, apoya el vaso y se aleja del
piano. En el centro del escenario lo espera el guitarrista, sentado en una
banqueta. La mano izquierda del músico está apoyada sobre cuerdas y trastes,
marcando el primer tono, pero la mano izquierda no se mueve.
Dice que
cantará una canción que compuso para su querida Mary, a quien conoció gracias
al guitarrista. Su colega, reclina su cabeza y esconde una sonrisa cómplice
debajo de los rulos negros.
Mary está
allí, entreverada entre los tira-cables y plomos de la banda, a un costado del
escenario. Está acompañada por su hijito, ahijado del cantante de la banda.
Cosas de este equilibrista de escenarios y la vida: la mamá de su ahijado es su
ex – esposa y su actual, y futura, mejor amiga, la que heredará todos los
derechos de sus canciones, el amor de su vida.
Los dedos
de la mano izquierda del guitarrista presionan las cuerdas y los de la derecha
inician el punteo. Un murmullo se derrama desde las tribunas con la potencia
creciente de un alud. La canción dice “Amor de mi vida me heriste, has roto mi
corazón y ahora me dejas”. El cantante abre sus brazos. Ahora, su gente canta
en una voz de cien mil gargantas. El cantante mira a un costado, donde el
chiquito, su ahijado, en punta de pies, pinta una sonrisa y Mary, abrazada al
pequeño, suelta una lágrima.
El tema
termina. Los aplausos cubren el vacío de un escenario, de repente oscuro.
Vuelve el haz del seguidor. El cantante ha cambiado el vestuario y tiene maya
blanca con batones negros. Está sentado en el piano. Los dedos golpean las
teclas, la melodía se escapa por la cola del piano y su boca se pega al
micrófono.
El
público está expectante. La banda se prepara, Rapsodia Bohemia está a punto de
pegar el primer salto musical dentro de una propuesta que, incluye en el mismo
tema, un momento sinfónico y un cierre con un gong.
El
concierto termina. Para el público no queda claro si pasó un minuto o tres
horas. Cosas de la magia: el paso del tiempo en estado de encantamiento no se
puede explicar.
La gente se
aleja del estadio, primero una cuadra, luego un día, después semanas y años.
Están en sus casas, recién cenados y viendo la tele. Es la noche del
veinticuatro de noviembre de 1991 y la programación habitual es cortada por la
noticia de último momento: ha muerto Freddy Mercuri. En cada casa donde habita
un corazón cobijado por el Freddy Mercuri, los latidos espejan la ausencia en
los tonos de Rapsodia bohemia.
Freddy
Mercuri nació un 5 de septiembre de 1946.