Este futuro, en el que estamos, nos cuenta de una idea, muy
de los terrícolas, de meter la basura lejos de casa, más allá de la
estratósfera.
Es que el mundo ha sobrepasado los niveles de producción de
residuos nucleares y si bien, para los que mandan, la Tierra es apta para
recibir bombas atómicas, cosa bien distinta es tirar basura, eso, si señor, se
hace lo más lejos pasible de casa.
El poder central elige a la luna como depósito. No vaya a
creer algún ciudadano de este mundo que lo hace por comodidad, porque queda
cerca o porque al tener a la Luna al alcance de una mirada, se sentirá uno
menos culpa que enviando la porquería radioactiva a Júpiter. No piensan nada de
eso, la decisión de ir al satélite de nuestra Tierra radica en que no hay naves
que puedan viajar más allá de nuestra inspiradora Luna.
Las navecitas (más bien parecen una mixtura de esqueleto de pescado con
langosta) son blancas como la faz del satélite, los uniformes, las paredes, o
sea, como casi todo lo que se ve en esta aldea tecnológica emplazada en la Luna.
Las navecitas se desplazan por las propulsiones de cuatro tubos de escape
instalados en la parte trasera; cuádruple potencia para cubrir el trayecto
Tierra-Luna, ida y vuelas sin dramas, pero no más allá.
Viaje va, viaje viene, se arma una especie de Ceamse del
Buen Ayre en la superficie lunar, pero con un efecto explosivo
considerablemente mayor al que tiene el depósito basura urbana, de indeleble
aroma.
La cuestión es que, al costado de rejunte de porquerías,
habita una aldea de científicos, unos trescientos más o menos, que de a poco
van armando la nueva Civilización lunar. Los habitantes de esta luna se
desplazan de una lado al otro de la mini ciudad en unos mini subtes
cilíndricos, abren y cierran puertas con un control remoto que, si querés,
también tira algún rayo mortal. La base tiene todo como para subsistir sin
depender de la Tierra, un buen tiempo.
En uno de los viajes del trayecto Tierra-Luna, una de esas
naves cargadas con residuos nucleares comete un fallo de conducción más impensado
y de consecuencias menos deseadas: se viene a pique. Al besar la superficie de
la Luna se expande una explosión en cadena, de claro corte nuclear, que no solo
sacude a los pobres habitantes de la aldea científica, sino que manda a la Luna
a despegarse de la atracción de la Tierra y viajar, sin freno por el Universo.
Una vez recuperados del sacudón, los científicos se miran y
afrontan el dilema más importante de sus vidas: ¿cómo corno volvemos a
acercarnos a la Tierra?
Y mientras se queman las neuronas ideando algo que, los
cerebros no pueden procesar, la Luna deja el Sistema Solar y se va, así como
así, a viajar por el Cosmos.
Los trescientos científicos, atónitos, empiezan a hacerse la
cabeza de que lo que se viene es bien complicado y se preparan para conocer
otras civilizaciones, enfrentar a despiadados extraterrestres, sin perder la
esperanza de que, en alguna curva del espacio, la Luna pegue la vuelta y los
ponga de cara a la Tierra.
Esta es más o menos la idea de la serie televisiva Cosmos
1999, filmada en Inglaterra en la década de los Setenta y protagonizada por
Martin Landau, quien un día como hoy, cumple 84 años.