lunes, 11 de septiembre de 2023

Isabel Sarli

 

Comencé a amar a Isabel Sarli el día que se tapó la boca con la mano. Fue a la salida de su casa y frente a la cámara de un canal de televisión. Isabel, con la voz ahogada, producto de la presión de la piel de la palma sobre la de los labios, pidió que no la filmen porque no tenía puesta la dentadura postiza. 
Famosa por sus películas de primeros planos, arrepollados por sus enormes tetas, nunca antes me había sacado más que una palpitación precoz que se diluía tan pronto como sus pechos desnudos se encontraban con la manipulación de sus manos y seguían con las contorsiones corporales que, en el avance de la trama, la alejaban del territorio de la estética. 
En mi adolescencia, destine horas a discutir con mis pares (habitúes de las trasnoches en el Cine Español) sobre las propuestas fílmicas de las películas de Sarli. No logré desentrañar qué emociones partían de la proyección del celuloide para abrir, en las mentes de mis
colegas, fértiles campos eróticos que, en mi caso, tras ver el mismo film, no eran más que tierras yermas.
Pasaron décadas hasta que otra cámara volvió a poner en mi vida a Isabel Sarli. Con sus ochenta y tantos años encima, fue sorprendida a la
salida de su casa por ese cronista, ella se cubrió la boca y pidió que no la filmen sin los dientes postizos. En ese momento, Isabel ablandó los muros que la alejaron tanto tiempo de mi vida, enterneció mis tripas más duras y me picó el boleto del viaje amarrete del amor a la eternidad.