sábado, 31 de marzo de 2018

Ordenar el mundo



Una sola vez en la vida, ordenamos el mundo. Fue en la casa de Santiago Luna. Tenía 17 años y estábamos en el patio del fondo, debajo de la escalera que iba al altillo que, años antes, quemamos varias veces por romper petardos e intentar descubrir la pólvora sin humo.
Era de noche y habíamos comido pizza casera. Me acuerdo que en la casa de Luna Santiago Augusto se amasaba a toda hora y que el mármol negro de la mesada de la cocina siempre tenía marcas de harina. Entrabas, desde la calle, y había olor a panadería. También se olía a leña quemada, hasta (en verano) cuando el hogar estaba apagado.
Esa noche había un cielo reventado de estrellas y estábamos sentados en ronda, tomando cachaza que Joselo (el hermano de Santiago) había traído de Brasil. La poníamos en un mortero y la pisábamos con menta, lima en rodajas, azúcar y una gaseosa. Nos pasábamos el mortero como en el mate de ronda y hablábamos de cómo arreglar el mundo. Me acuerdo de todo, de cada gesto, cada tono de voz y de lo feliz que fuimos al despedimos con un abrazo de ideas prístinas.
Con la ingenuidad en los bolsillos, nos fuimos cada cual a su casa para cerrar las pestañas que, cuando el  horizonte las abriera para el sol, despertaría en la ideas, la función del olvido.