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El mago de los campos creativos. Alberto Laiseca (1941-2016)
Por Juan Guinot. Para La Nación
Caballito, tres menos cinco de la tarde de un viernes. Toco timbre en el último departamento de planta baja. Nadie contesta. Al fondo del pasillo, en un rectángulo de fulgor amarillo, se recorta una figura humana enorme que avanza a paso de elefante herido.
No bien abre la puerta le pregunto si es Alberto Laiseca. "La próxima clase no toque timbre antes de hora porque estoy ocupado haciendo cosas. Por hoy, pase", me suelta. Mientras camino el largo pasillo, reflexiono si estuve bien en pedirle disculpas por llegar cinco minutos antes.
Entro al departamento. Hay una cama de dos plazas, paredes con estantes llenos de libros forrados con papel blanco y un escritorio desbordado de cosas.
Laiseca abre una silla plegable y la calza entre el escritorio y la cama doble. "Vamos a esperar a que lleguen los demás", me dice. Se sienta al otro lado del escritorio y se prende un cigarrillo. El humo se agolpa sobre mi nariz. No me gusta que fumen y mucho menos en un lugar cerrado. Miro la puerta que da al patiecito, está cerrada, reprimo mi idea de sugerirle abrirla porque veo a dos perrazos echados en medio del patio.
Dos cigarrillos después, suena el timbre. Laiseca se levanta, sale al pasillo.
Me quedo mirando el escritorio: hay un cenicero cargado de colillas y cenizas, una taza tapada por un repasador, un papel doblado al medio con anotaciones como las de los puntos en el truco, una pila de papeles escritos a mano, columnas de libros que amenazan con derrumbarse, un globo terráqueo chiquito, paquetes de cigarrillos, una botella de cerveza, un lapicero. Levanto la vista. Sobre la pared que tengo enfrente (donde Laiseca apoya el respaldo del sillón) hay un cuadro con una foto de la plaza de Camilo Aldao y otro con una foto en blanco y negro de él, en la que te mira.
Laiseca regresa, lo acompañan un chico y una chica. El chico trae una botella de cerveza. Laiseca entra en la cocina y reaparece con dos vasos, le da uno al pibe y el otro a la chica. Destapa la cerveza. "¿Escribiste?", le pregunta a la piba. "No, no pude. Esa consigna que me dio no me engancha, ¿puede darme otra?", dice ella. "Escriba sobre lo que le di, si le cuesta escribirla es porque va a crecer." "Traje para leer", salta el pibe. "¿Me entendiste?", le pregunta Laiseca a la piba y la chica asiente con la cabeza. Laiseca saca el repasador que cubre la taza, la agarra. "Lea", le dice al pibe.
El chico termina el texto y se lo queda mirando a Laiseca. Leyó dos páginas que el pibe transforma en una especie de tubo de papel. "No sea haragán, escriba más", le dice y me mira. "¿Entendió cómo es el taller? Les doy una consigna y escriben para el lado que quieran, nada de hipercrítica, acá es libre." La colilla del cigarrillo se pierde entre los bigotes blancos y de puntas amarillas. Apoya el cigarrillo en el frágil equilibrio del cenicero, se ladea hacia la derecha del sillón, estira el brazo. "¡Salí de ahí, carajo!", pega el reto y un gato blanco aparece, pasa entre mis piernas y salta arriba de la cama.
Laiseca se reincorpora, trae una carpeta en la mano, la abre, pasa hojas, se detiene y se ríe. "¿Usted cree en los monstruos? Cuando yo era chico, creía que había un monstruo debajo de la cama. Dormía con el velador prendido porque no me animaba a estirar la mano para apagarlo, por miedo a que el monstruo salga y me la coma." Pesca el cigarrillo con la punta de sus dedos amarillos. "A ustedes se las di, ¿no?", les dice al chico y a la chica. "Sí, pero la podemos hacer de vuelta", dice la chica. "No, usted ya sabe lo que tiene que escribir."
Laiseca cierra la carpeta, la tira debajo del escritorio, me mira. "Flaquito, escúcheme bien, para escribir sólo tengo un consejo: escribir mucho, leer mucho y vivir mucho. ¿Me entendió?" Digo un sí que me sale con tono de "sí, mi general".
Laiseca mira el escritorio, agarra los anteojos, se los pone. De una de las columnas de libros, saca uno de hojas amarillas que tiene los renglones subrayados. "Les voy a leer un cuento que voy a contar en la tele, se llama ?La caída de la casa Usher', de Edgar Allan Poe." Arranca y se frena. "Oyeron la música, cómo mete las comas al principio", vuelve a leer el párrafo al pie de página y, entre cada palabra, suelta un silencio de guillotina.
Las palabras mágicas en acción
Asistí al taller de Laiseca hasta mediados de 2012. Presencié varias primeras clases de algún tallerista y la escena era muy similar a la que me tocó a mí. Siempre pensé que era su rito de iniciación, que eso de "leer mucho, escribir mucho y vivir mucho" era parte de su invocación mágica para incluirte en el campo creativo que sólo él podía abrir.
La lectura era clave, le preocupaba que los chicos leyeran cada vez menos. Oírlo leer o contar alguna anécdota de un escritor era suficiente para ir, no bien salía del taller, a los puestos del Parque Centenario para dar con Edgar Allan Poe, Joseph Conrad, Herbert Read, Isaac Asimov, Emilio Salgari, Arthur Clarke, Mika Waltari, Rider Haggard, J. G. Ballard, Ray Bradbury, George Orwell, Horacio Quiroga, Manuel Mujica Lainez, Bioy Casares. Por Laiseca leí los tres tomos de Las mil y una noches, las revistas Más Allá y algunos tratados de guerra, magia y astrología. Uno de los libros más difíciles de encontrar, recuerdo, fue Invitación a la masacre, de Marcelo Fox (de quien nos contó anécdotas desopilantes).
La producción literaria era una marca del taller. Lo de escribir mucho se facturaba en hojas y hojas, un relato o un capítulo de novela por semana era una marca regular de los asistentes al taller. En la cantidad, el discípulo se encontraba con su registro narrativo, a su tiempo, sin ser víctima de la matriz de un maestro.
Laiseca vivió mucho, era un tipo con mucha calle. Cuando lo conocí, sus incursiones en el mundo ordinario eran a cuentagotas: lecturas, festivales, clases en el Centro Cultural Rojas, filmaciones. Una de las salidas que me tocó compartir con él fue ir a Camilo Aldao (Córdoba), su pueblo de la infancia. Fuimos en mi auto y aquello se convirtió en una especie de road movie campestre con atmósfera del túnel del tiempo.
"Todos somos una pirámide", me dijo un día Laiseca y me lo quedé mirando mientras le daba una pidada al cigarrillo. "Mi problema es que tengo poca base, no se olvide de eso, hágase una buena base." Disentí sobre eso con el maestro, pero no se lo dije. Creí que era un ser humano de base enorme: obra, conocimiento amplio, experiencias, discípulos, gente que lo quería y lectores fieles.
Pienso que Laiseca es una pirámide tan grande que, aventuro a predecir, cuando el primer telescopio alienígena haga foco en la tierra, será lo primero que vea.